El señor Waldemar, aunque es bien poco lo que conocemos a ciencia cierta sobre su vida, es un anciano –por lo menos, un señor de mediana edad con un hijo en edad adulta que vive desde hace años en el extranjero– y vive solo en una ciudad que podemos imaginar pequeña, amable para el caminante. Tiene una rutina que consiste en caminar y dibujar lo que ve en el que solía ser el cuarto de su hijo. Lo que ocurre en estas páginas es que un paseo común y corriente se transforma en una aventura extraordinaria bajo los oficios del viento (que roba sombreros, y otras cosas). Hay, aunque levemente, sin ahondar en el sufrimiento, cierta clave pesadillesca, en la medida en que cada cosa que se vuela cuesta mucho recuperarla, y en la repetición, que a su vez da ritmo a la acción y pone en contacto al personaje con otros.
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