Investido el 13 de setiembre de 2022, el presidente William Ruto rindió homenaje a Elizabeth II, fallecida cinco días antes. Pero la prensa de Kenia no dejó de recordar la revuelta de los Mau Mau bañada en sangre en 1956, bajo el reinado de la soberana. Los ingresos que genera la presencia del mayor contingente de militares británicos en el exterior ya no alcanza para acallar sus exacciones.
Nairobi, 10 de marzo. Es una “decisión histórica”, titula el periódico keniata The Nation.1 La jueza Antonina Cossy Bor, del Tribunal de Medioambiente y Tierras de Nanyuki, acaba de declarar admisible la demanda de unos mil pequeños agricultores de Lolldaiga contra la Unidad de Entrenamiento del Ejército Británico en Kenia (Batuk, por su nombre en inglés), cuyas maniobras han dañado sus tierras. La Batuk, que opera en el país desde 1964 y entrena hasta 4.000 soldados de infantería británicos cada año, ha gozado durante mucho tiempo de una inmunidad diplomática que se levantó en 2016 cuando se renovó el Acuerdo de Defensa quinquenal firmado entre Nairobi y Londres. La jueza Bor es la primera en tomarlo en cuenta. La Batuk, que hasta entonces se había librado de los procesos judiciales, se encuentra ahora bajo un “diluvio de persecuciones”.
La lucha del pueblo de Lolldaiga, en el condado de Laikipia (uno de los 47 condados de Kenia), es sólo la última de una larga serie de pulseadas contra el ejército de la expotencia colonial. Desde sus primeros ejercicios en el norte del país, entonces bajo la presidencia del “padre de la independencia”, Jomo Kenyatta, la Batuk ha dejado una gran cantidad de asuntos pendientes, así como resentimientos entre la población de este estado de África Oriental, joya de la corona del Imperio Británico desde 1920 hasta 1963.
Como principal socio comercial de Reino Unido en un continente que cuenta con 21 países de la Commonwealth (conocida como la mancomunidad británica de naciones), Kenia es una de las tierras de misión de la “Global Britain”, prometida por el entonces primer ministro Boris Johnson tras el Brexit [salida de la Unión Europea] de 2020. En diciembre de 2002, un acuerdo bilateral de libre comercio tomó el relevo del que había sido firmado entre la Unión Europea y la Comunidad Económica de Estados de África Oriental. En particular, prevé el acceso libre de tasas de todos los productos keniatas (té, horticultura, etcétera) al mercado británico; y Londres representa 43 por ciento del total de las exportaciones de hortalizas keniatas. Los centros financieros de la City, con el sostén de Downing Street 10 [sede del gobierno británico], también apoyan la transformación de la capital, Nairobi, en un centro financiero regional, destinado a competir algún día con la emiratí Dubái.[^2]
La cooperación militar también se ha adaptado a la nueva política exterior británica. En el marco del nuevo acuerdo de defensa quinquenal firmado en julio de 2021, la Batuk ha recibido misiones inéditas: el respeto a la naturaleza, pero también la formación de las Fuerzas de Defensa de Kenia en la lucha contra la caza furtiva y el terrorismo, algo especialmente necesario en un momento en que el país sufre, desde hace diez años, los ataques asesinos de la milicia Al Shabab. El texto también incluye un componente multilateral que, según varias fuentes militares y diplomáticas británicas, podría permitir que fuerzas extranjeras se unieran a los ejercicios militares, con el acuerdo de Nairobi. La BATUK ya ha recibido la visita de altos funcionarios holandeses. ¿Veremos mañana a las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) realizando maniobras en Kenia? Con sus puertos en el océano Índico, desde donde parten los minerales centroafricanos hacia China, el país ocupa un lugar estratégico en la guerra económica entre Occidente y el Imperio del Centro.
Campo de maniobras
A 210 kilómetros de Nairobi, en los altiplanos centrales que descienden hacia el árido norte del Valle del Rift, Londres cambia las corbatas por el traje camuflado color arena. Durante la época colonial, Nanyuki, situada al pie del monte Kenia, albergaba una guarnición del regimiento colonial Kings African Rifles, que se encargaba de vigilar el septentrión, codiciado por los grandes cazadores blancos y considerado entonces una de las cumbres del Imperio Británico africano. Durante los años 1950, la ciudad se utilizó como base de retaguardia para las operaciones militares que reprimían la insurgencia Mau Mau,2 atrincherada en los bosques y cuevas de la cadena montañosa, cuyas nieves están hoy en vías de desaparición. Desde enero de 2021, el nuevo cuartel general de la Batuk se despliega a las puertas de la ciudad de 40.000 habitantes: el campamento de Nyati le habrá costado unos 70 millones de libras esterlinas (80 millones de euros) al contribuyente británico. Ubicadas en un terreno alquilado a la Fuerza Aérea de Kenia, las instalaciones albergan el garaje más grande del ejército de la Corona (más de 1.000 vehículos) y emplean como trabajadores permanentes a 528 británicos (de los cuales 280 son militares) y 581 keniatas. En los ejercicios de la Batuk, conocidos como Askari storm (soldados en la tormenta), participan unos 2.000 infantes de Reino Unido y 1.500 trabajadores temporales keniatas, durante cuatro meses dos veces al año. El escenario propuesto para la edición del pasado mes de marzo, pocos días después de la invasión rusa de Ucrania, fue, de manera conveniente, “el despliegue a una nación amiga, a petición suya, tras un ataque híbrido de un actor estatal hostil”.
Las maniobras de la Batuk comenzaron hace algo menos de 60 años entre las acacias del Valle del Rift, en los terrenos públicos asignados por el ejército keniata en Dol Dol y Archer’s Post. A continuación, la Batuk amplió sus operaciones a los altiplanos centrales, famosos por las inmensas propiedades de los descendientes de colonos británicos. Seis de los siete ranchos a los que alquila tierras son también propiedad de keniatas blancos.3 Los Johnnies, el sobrenombre con el que se conoce a los jóvenes reclutas que llegan a Nanyuki, vienen a “testear sus límites” lejos de sus “hábitos”.4 Fue en estas tierras que la Batuk formó a los soldados británicos que sirvieron en Irak y Afganistán. Los ranchos también actúan como reservas privadas de vida salvaje, a veces con cabañas de lujo, desde donde los turistas más pudientes hacen costosos safaris fotográficos. Martin Evans, presidente de la Asociación de Agricultores de Laikipia y propietario del rancho Ol Maisor, alquila a la Batuk 12.000 hectáreas de sabana con ganado y gacelas durante 41 días al año. “No representa un gran porcentaje de nuestros ingresos, pero está bien”, dice, lacónico, este keniata blanco, descendiente de tres generaciones de colonos. “En cualquier caso, el ejército jamás nos ha causado problemas”.
“Daños colaterales”
No todos los keniatas pueden decir lo mismo. Hasta los años 2000, la Batuk se preocupaba menos de “ganar corazones y mentes” que de entrenar a los soldados para que se enfrentaran a una “serie de animales potencialmente peligrosos: desde leones y leopardos hasta escorpiones y mambas negras”. Los pastores samburu y masái de los alrededores de Archer’s Post y Dol Dol lo pagaron caro. En 2002, el Ministerio de Defensa británico acordó, en el marco de un acuerdo con el bufete de abogados Leigh Day, especializado en derechos humanos, pagar 4,5 millones de libras esterlinas (7,1 millones de euros en ese entonces) en concepto de daños y perjuicios a 228 familias masái que habían resultado heridas de gravedad o muertas a causa de la munición sin explotar abandonada en las tierras utilizadas por la Batuk. Dos años después, otro acuerdo compensó a otros 1.100 habitantes. Ese mismo año, una investigación de Amnistía Internacional, apoyada por una organización local, el Movimiento Indígena para el Avance de la Paz y la Transformación del Conflicto (Indigenous Movement for Peace Advancement and Conflict Transformation, Impact), reveló que, desde principios de los años 70, al menos 650 mujeres de las mismas minorías étnicas habían acusado a soldados británicos de violación. Sin embargo, las demandantes no pudieron obtener los juicios que esperaban debido a la dificultad para verificar los relatos, en algunos casos antiguos.
Ahora se lanzan otras acusaciones contra la Batuk. A diferencia de los contenciosos anteriores, los habitantes de Lolldaiga están invocando la justicia penal medioambiental. Los demandantes no son ni samburu ni masái, grupos étnicos marginados por el gobierno central y a menudo explotados por la industria del turismo, sino pequeños agricultores kikuyu, que, junto con los luo, son uno de los dos principales grupos étnicos de este país de 53 millones de habitantes. “La compensación transaccional pagada por Londres no es suficiente: es hora de hacer justicia en Kenia”, insiste Kelvin Kubaï.
Gabriel Ngata, un anciano de la aldea de Muramati, lleva una remera con el lema “justicia para Lolldaiga” para la ocasión. Desde el patio, donde él y su mujer cuidan seis ovejas, cuatro vacas, dos cabras, 20 pollos y tres niños, se pueden contemplar las colinas de Lolldaiga Hills Ltd, donde comenzó el incendio que arrasó las tierras de su comunidad hace un año. La reserva de animales privada, en la que se pueden ver elefantes y leones, pertenecía en el momento del siniestro a un personaje blanco de Kenia, Robert Wells. Cada año alquila 20.000 hectáreas a la Batuk para sus ejercicios. En marzo de 2021, un incendio de sabana durante un Askari storm –probablemente causado por una estufa mal apagada de un soldado británico– quemó 50 kilómetros cuadrados de este refugio de biodiversidad. Al huir de la reserva, las manadas de elefantes se precipitaron por las colinas, pisoteando los cultivos. Ngata y sus vecinos, unos 10.000 hogares en tres aldeas, tuvieron que permanecer bajo un humo espeso y acre durante tres días. “Luego, con la llegada de la temporada de lluvias, nos dimos cuenta de que el agua que baja de las colinas había cambiado de sabor y color”, recuerda Ngata. Las vacas quedaban ciegas, aumentaron los abortos entre las jóvenes y los adultos mayores desarrollaban problemas pulmonares, hasta la inexplicable muerte de uno de ellos el pasado diciembre. “Desde estos eventos dramáticos, ningún funcionario de la Batuk, ni siquiera un representante de la reserva, ha venido a ofrecernos ayuda”, se lamenta el pastor pentecostal Duncan Weitheke, de la Capilla de la Victoria. “Y yo, desgraciadamente, sólo puedo ofrecer consuelo espiritual”.
El administrador local de una de las aldeas, que se crio en estas tierras y prefiere declarar de forma anónima, no sale de su asombro. “Una cosa es que los ejercicios nocturnos de la Batuk a veces nos impidan dormir, con el ruido, el tráfico de camiones o los helicópteros, pero esto es algo que jamás había visto”, confiesa, bastón en mano. “Ya no tenemos cosechas y nos morimos de hambre”, advierte otra agricultora frente a su palto abatido por un elefante. Sin embargo, Kubai quiere señalar: “No estamos en contra de los entrenamientos de la Batuk. Pero nos oponemos totalmente a que sus maniobras perturben la vida cotidiana de las comunidades y perjudiquen el medioambiente”. El abogado no está dispuesto a dejar pasar esto. “Durante mucho tiempo –prosigue–, nos creímos la retórica de que la Batuk contribuía a la economía local, dando empleo a los jóvenes. Pero desde que hicimos el balance de esta colaboración, nos dimos cuenta de que habíamos perdido más de lo que habíamos ganado”.
Femicidio y relaciones públicas
En los campamentos de Nyatti, la Batuk tiene otras cosas en mente: el resurgimiento de un viejo caso.5 En marzo de 2012, el cuerpo sin vida de Agnes Wangiru, una prostituta kikuyu de 21 años, fue encontrado dos meses después de su desaparición en la fosa séptica de un hotel de Nanyuki frecuentado por soldados de permiso... El otoño pasado, el periódico Sunday Times reveló que un soldado británico fue acusado del crimen por sus compañeros. Los hechos fueron supuestamente encubiertos por la jerarquía militar, pero también por la Policía keniata, que se preocupó poco por el asesinato de una trabajadora sexual. Su exhumación en los medios de comunicación provocó una ola de editoriales incendiarios en la prensa nacional e internacional. “El intento de los gobiernos de Kenia y Reino Unido de encubrir el caso Wanjiru” –denunció el caricaturista keniata Patrick Gathara en noviembre de 2021 en el sitio web de Al Jazeera– “es un duro recordatorio de que ningún colono, funcionario, soldado o policía británico jamás fue condenado por el asesinato y la tortura de miles de personas, o por la reclusión de casi 1,5 millones de personas en campos, durante los siete años que duró el estado de excepción declarado por el régimen colonial a partir de 1952, en el momento más álgido de la rebelión de los Mau Mau”. Esta vez, el caso no se detendrá: en la primavera, dos abogadas del bufete Leigh Day fueron a Nanyuki para recabar nueva información sobre las circunstancias de la muerte de Wanjiru.
Ante la ola de protestas, la Batuk ha emprendido una operación de encanto destinada a demostrar “su rol socioeconómico en beneficio de las comunidades”, dirigida por uno de sus exintegrantes, el comandante Adrian Weale. El reservista, que en 2003 fue nombrado vicegobernador provisional de la provincia iraquí de Dhi Qar, regresó a Kenia para la ocasión. El ejército británico inyecta cada año 7.500 millones de chelines (casi 58 millones de euros) en la economía keniata y ya ha financiado más de 100 millones (818.000 euros) de proyectos de desarrollo (rehabilitación de escuelas, excavación de pozos, etcétera). Durante los períodos de intensa sequía, los camiones cisterna de la Batuk recorren la región para repartir agua a las poblaciones sedientas. En las afueras de Nayuki, el ejército acaba de financiar también 75 por ciento de un centro Policare de nueve millones de chelines (73.000 euros) que alberga “expertos forenses, médicos, asesores y magistrados especializados en violencia sexual”. Una cruel ironía.
Según el comandante Weale, la Batuk se ha visto “sacudida” por las revelaciones sobre el asesinato de Wanjiru. La Policía Militar patrulla ahora con más frecuencia la ciudad; los Johnnies han recibido la orden de dejar de frecuentar a las prostitutas y de volver a los campamentos de Nyatti antes de la medianoche. Maryanne Wangui, nacida y criada en Nanyuki en el barrio popular de Majengo, extrabajadora sexual kikuyu de unos cuarenta años, lucha por las cerca de 500 prostitutas de la ciudad. El otoño pasado, tras las revelaciones del Sunday Times, se manifestó junto a las mujeres que pedían al gobierno keniata que abriera una investigación. “Siempre hemos sufrido violencia sexual por parte de los Johnnies, especialmente cuando están ebrios –relata–. Pero muchas han tenido miedo de denunciar. Temen que la Policía no les crea. También temen enfrentarse a la Batuk”. “La Batuk es un tema delicado”, confirma un joven bloguero de Nanyuki, Fidel Jesús. “Los políticos, aunque vituperen contra ella en privado, tienen miedo de enemistarse en público. Hay demasiados intereses locales y nacionales en juego”. Contactado en varias ocasiones, el gobernador saliente del Estado de Laikipia, Ndirithu Murrithi, no quiso responder a nuestras preguntas.
Reclamo masái
Durante los años 2000, el activista masái Mali Ole Kaunga fue una de las pesadillas de la unidad británica. Kaunga, que dirige la organización Impact, estuvo detrás de aquella demanda de 2002 de las familias masái contra el Ministerio de Defensa británico, que se resolvió de forma extrajudicial. También encabezó muchas manifestaciones y enfrentamientos al grito de “100 años, ¡basta!”, exigiendo la partida de los descendientes de colonos británicos: en ese entonces, Kenia conmemoraba el centenario de la expulsión de los masái de sus tierras nativas a las reservas, tras el acuerdo de 1904 extorsionado por la administración colonial a una de sus figuras ancestrales, Olonana Ole Mbatian.
Durante este período de tensas relaciones diplomáticas entre Londres y Nairobi, Reino Unido llegó a amenazar con trasladar la Batuk al Sultanato de Omán, donde había establecido uno de sus cinco centros militares regionales, junto con los de Brunéi, Belice y Alemania. La reserva privada de Lolldaiga fue invadida por pastores nómadas masái y los rangers tomaron represalias con un muerto y tres heridos graves. Kaunga ha seguido adelante y ahora Impact está bien establecida y es respetada. Pero su análisis no ha cambiado: “La Batuk opera en tierras que pertenecen a barones coloniales que las robaron a los masái. Por tanto, su presencia es totalmente injustificada”. Los masái y sus primos samburu han sido tradicionalmente muy reivindicativos y siempre se han enfrentado al ostracismo de los grupos étnicos mayoritarios del país. “Durante mucho tiempo, nuestro grupo étnico fue el único que criticaba de forma abierta y clara la Batuk y su ecosistema, que involucra a los ganaderos blancos de origen británico. Nairobi nos ignoraba y en Nanyuki, si empezabas a denunciar [la presencia militar británica], te consideraban un traidor que perjudicaba los negocios locales. Hoy en día, otras comunidades se levantan, impulsadas por las redes sociales. Se está produciendo una dinámica diferente”.
A unos cien kilómetros de Nanyuki, la ribera norte del río Ewaso Ng’iro marca la entrada al condado de Samburu y a una región que los diplomáticos occidentales no recomiendan visitar debido a los conflictos ligados a la cuestión territorial y la sequía. Al otro lado del puente, 10.000 habitantes que viven en lo principal del agropastoreo han acogido las operaciones de la Batuk desde sus inicios en suelo keniata. Aquí, a diferencia de las operaciones realizadas en propiedades privadas en el condado de Laikipia, las maniobras se realizan con balas reales, utilizando morteros y bombas de fósforo blanco destinadas, según la Batuk, a iluminar los ejercicios nocturnos. En los alrededores de esta aldea azotada por la sequía, varios cientos de familias nómadas, víctimas de la munición sin explotar, recibieron 4,5 millones de libras en concepto de daños y perjuicios por parte del Ministerio de Defensa británico. “Pero todo se decidió en Londres, sin la participación de la comunidad –reclama Fabian Losoli, una exfigura del gobierno local–. Cuando se repartieron las indemnizaciones, muchos nunca habían visto tanto dinero. La vida de muchos trashumantes volvió a alterarse, pero para peor, sobre todo por el alcohol”. Si se critica a la Batuk por su despreocupación, el gobierno keniata no ha hecho nada para preparar a la población para la llegada de semejante suma.
“Not yet uhuru”
En la actualidad, aunque el estilo cambió, los problemas persisten. “Puede ser que limpien el terreno de municiones sin explotar y ofrezcan empleo a los jóvenes –reconoce Losoli–. Pero eso es nada más que comprar la paz social”. Un poco más arriba, en una reserva de animales junto a la autopista A2 que sube hacia Marsabit, un guardabosques local, apodado Kayu Lochode (“el que ve desde lejos” en maa), admite tener sentimientos ambivalentes hacia la Batuk: “Puede que nos hagan trabajar para asegurar sus actividades, pero todavía no hemos visto nada por el alquiler de nuestras tierras. Sin embargo, prometieron pagarnos”. La reforma constitucional de 2010, que creó los condados, también supuso la reivindicación de las tierras. Se dice que la Batuk, que oficialmente se entrena en terrenos cedidos por el ejército keniata, está invadiendo 90.000 acres (36.000 hectáreas) de la propiedad de Losesia Community Land, una comunidad de 940 pastores samburu que pastorean allí 10.000 vacas, 1.000 dromedarios y 50.000 cabras. “Nunca dejaron de entrenar aquí de forma gratuita y sus explosiones están quemando los pastizales que alimentan nuestro ganado, ya afectado por la sequía”, denuncia Samuel Lemoyog, su nuevo presidente. Su situación es delicada. Nacido y criado en Losesia por la cuarta esposa (de seis) de un padre ganadero, es también la persona de contacto de su comunidad con la Batuk. “¡Al final es mi tierra! No esperaremos a las elecciones generales de agosto: podemos contar con nuestra generación para hacer oír nuestra voz hasta entonces”.
Esta nueva generación es también la primera en autoproducirse y alimentar las redes sociales con canciones filmadas con un iPhone en medio de las vacas, entre los suntuosos paisajes del Rift. Esta nueva música rural, que toma prestado sobre todo del reggae, habla de la protección del medioambiente, la sequía, la tolerancia entre comunidades, el amor, la telefonía celular, sin olvidar el pasado: UKolony, interpretada por Pilaz Pilonje, un joven estadístico de 22 años, cuenta la confianza con la que los samburu acogieron a los británicos a principios del siglo XX, a la que siguieron tiempos de desilusión. Una canción, reconoce el cantante, que “también resuena” con la actualidad.
En Lolldaiga, las malas noticias llegaron con las primeras lluvias. El comandante en jefe de la Batuk está apelando la decisión de la jueza Bor del pasado mes de marzo. “Esto supone retrasos y presión financiera sobre una comunidad de pequeños agricultores ya vulnerable”, remarca Kubai. En momentos como este, el joven abogado recuerda el gesto de su abuelo. El comandante Musa Mwariama, que operaba en la selva del Monte Kenia, fue el oficial Mau Mau de más alto rango que nunca fue capturado o ultimado por las fuerzas coloniales. Como uno de los últimos en salir de la clandestinidad... “Hasta el fin de su vida en 1989 –cuenta el abogado– solía decir: “Not yet uhuru”. Todavía no somos libres. Tenemos que admitir que esto sigue siendo así. Pero no nos rendiremos”.
Jean-Christophe Servant, enviado especial, periodista. Traducción: Emilia Fernández Tasende.
[^2] Mercy Mwende, “Kenya deal with UK aims to turn Nairobi into Africa’s financial hub”, Financial Times, Londres, 27-7-2021. Véase también “Au Kenya, les habitants de la côte exclus du banquet démocratique”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2014.
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Véase Mercy Mwende, “Landmark ruling opens floodgates to lawsuits against British army”, The Nation, Nairobi, 14-3-2022. ↩
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Véase Ngugi Wa Thiong’o, Rêver en temps de guerre, Éditions Vents d’ailleurs, París, 2022. ↩
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John Letai, “The sun never set: British army secret payments to colonial era farms”, Declassified UK, 8-4-2021. ↩
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“Paras push the limits in Kenys”, periódico digital del ejército británico (www.army.mod.uk), 16-11-2017. ↩
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“Neuf ans après les faits, un soldat britannique accusé du meurtre d’une jeune Kényane”, Courrier International, París, 4-11-2021. ↩