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Volodímir Zelenski en su discurso televisivo, del 21 de setiembre de 2022.

Foto: Servicio de prensa presidencial de Ucrania, AFP

Los medios, vanguardia del partido de la guerra

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A un año de la guerra de Ucrania, debacle del periodismo.

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Al contrario de lo que ocurrió cuando las guerras del Golfo y de Kosovo, los medios occidentales evitan todo análisis crítico en su tratamiento del conflicto actual. ¿Cómo explicar que ese silencio persista un año después de la invasión de Ucrania? ¿La naturaleza indefendible de la agresión rusa justifica que los periodistas se sumen a los ímpetus belicistas?

Londres, 8 de febrero. Luego de sus respectivos discursos, el primer ministro británico, Rishi Sunak, y el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, inician la segunda parte de su conferencia de prensa conjunta. Una corresponsal de la BBC Ucrania interviene: “Bienvenido, señor presidente. Me encantaría abrazarle, pero no tengo permitido hacerlo”. Ignorando las recomendaciones de su servicio de seguridad, Zelenski se baja de la plataforma y abraza a la periodista entre los aplausos de sus colegas y de Sunak. Luego, la representante del contrapoder se dirige al primer ministro británico: “Usted sabe que hay soldados ucranianos que mueren todos los días. ¿No cree que la decisión sobre los aviones de combate está tardando ya demasiado tiempo?”.

En 2003, durante la invasión de Irak, la práctica de un periodismo “incrustado” (embedded) con el ejército estadounidense generó malestar en la profesión. Veinte años después, el periodismo “entrelazado” ha prevalecido en la guerra en Ucrania.

También en Francia, el código de conducta establecido por el fundador del diario Le Monde (y de este mensuario) Hubert Beuve-Méry –“contacto y distancia”– ha ido a parar al rincón de los trastos. Al menos en lo que refiere al presidente ucraniano: “En persona es simpático, bastante cool, a menudo divertido y nada económico con su tiempo”, dice Isabelle Lasserre, corresponsal diplomática de Le Figaro, a quien otros medios, en especial, France Inter y LCI, buscan captar desde que ha mostrado posiciones intransigentes sobre Ucrania. “Tiene una forma de liderazgo increíble, un carisma muy intenso, va directo al grano, todas sus frases son convicciones” (“C politique”, France 5, 12 de febrero).

Dramatizar lo falso, evadir lo verdadero

Abrazos, panegíricos, preguntas untuosas: la veneración de la prensa occidental por el presidente que suele vestir traje de fajina caqui parece reforzar la idea de que los medios están a remolque de los líderes políticos. Pero esta imagen es engañosa. Porque desde la elección [como presidente estadounidense] de Donald Trump en 2016, y más aún desde la agresión de Rusia a Ucrania, “el periodismo” se comporta cada vez más, en Estados Unidos y también en Europa, como un actor político autónomo, dotado de su propia agenda ideológica. Al contrario que los partidos tradicionales, el partido que constituyen los medios anima y nutre de manera simultánea las tendencias rivales que forman las dos ramas de su clientela, una de derecha dura (Fox News-The Wall Street Journal, The Sun, CNews...) y la otra liberal (The New York Times-The Washington Post-CNN, The Guardian, Le Monde, etcétera). Pegado a estas dos alas que reclaman, tanto una como la otra, una lectura militante de los acontecimientos, “el periodismo” jamás contraría a sus fieles, procurando que nunca duden sobre la veracidad de las historias fantasiosas que les cuenta. Estos medios de combate han polarizado a Estados Unidos en torno a temas ficticios (“Trump es el títere del Kremlin”, “La elección de Joseph Biden fue manipulada”). Desde la invasión de Ucrania, han involucrado a Occidente en una guerra contra Rusia al suprimir del espacio público cualquier debate sobre los riesgos de una escalada militar.

Su propósito se ve favorecido por reflejos heredados de la Guerra Fría: imágenes de archivo (que a menudo vuelven y vuelven) de escolares estadounidenses aprendiendo a protegerse de un ataque nuclear soviético; amplia obsesión con la subversión comunista en Estados Unidos; paranoia recurrente sobre el “enemigo interior”1. Uno podría haber imaginado que el fin de la Unión Soviética y la llegada al Kremlin de un presidente como Boris Yeltsin, que contaba con un fuerte apoyo de los occidentales –y que tenía un comportamiento prácticamente servil hacia ellos– llevaría al establecimiento de relaciones cordiales entre los dos antiguos protagonistas de una confrontación que ya no tenía razón de ser. La población rusa de entonces aspiraba a una actitud de ese tipo tanto como sus líderes: a principios de la década de 1990, cuando se interrogaba a los exciudadanos soviéticos acerca de a quién preferían como aliado internacional, el 74 por ciento de ellos señalaba a Estados Unidos2.

Pero no era un sentimiento correspondido. Los líderes estadounidenses y los medios se pusieron de acuerdo en tratar a Rusia como un país derrotado. No sólo debía ceder ante las reglas del capitalismo liberal entonces triunfante, sino también permanecer en una posición de debilidad estratégica para que ninguna potencia hostil volviera a amenazar jamás la hegemonía estadounidense. En 1992, apenas unas semanas después del fin de la Unión Soviética, un documento del Pentágono que la prensa hizo público de inmediato, el “informe Wolfowitz”, ya apuntaba a Rusia. Destacaba que Washington debería dedicarse a “convencer a los potenciales rivales de que no necesitaban aspirar a jugar un papel más importante, regional o global”. El poder de “convicción” estadounidense sería tanto más irresistible cuanto que el Pentágono prometía respaldarlo con un ejército capaz de “disuadir a cualquier nación o grupo de naciones de desafiar la supremacía de Estados Unidos”3.

En ese momento, “el amo del Kremlin” era Boris Yeltsin, no Vladimir Putin. Pero poco importaba, porque desde entonces, con raras excepciones, en particular, Arabia Saudita e Israel, Estados Unidos y los medios estadounidenses se mostraron casi tan intransigentes y despreciativos hacia sus títeres (Yeltsin) como hacia sus “aliados” (los estados europeos) o sus adversarios (China, Rusia, Irán). La idea, plasmada en el “informe Wolfowitz”, de que “Estados Unidos garantiza en última instancia el orden internacional” y que “debe colocarse en situación de actuar de manera independiente cuando la acción colectiva no puede” desplegarse, era compartida por el Departamento de Estado, los think tanks [usinas de pensamiento] de Washington y las salas de redacción. Este prisma imperial explica la automaticidad con la que Fox News y The New York Times han celebrado todas las guerras estadounidenses, incluidas las más ilegales.

Poco a poco los rusos fueron perdiendo contacto con Occidente. No sólo porque la propaganda del presidente Putin contribuyó a que en el oeste se tuviera de él una imagen repulsiva y amenazante. La estrepitosa caída del país, en gran parte precipitada por quienes impulsaron la revolución liberal4, llevó al 75 por ciento de los rusos a rechazar, ya en 1995, el dominio absoluto que los grupos extranjeros ejercían sobre su economía. Y fue aumentando la proporción de la población que culpaba a Occidente del debilitamiento del país5.

Las experiencias privatizadoras, la guerra de Kosovo (1999), la de Irak (2003), el conflicto desencadenado por el muy pro estadounidense presidente de Georgia (2008), y finalmente la continua ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), terminaron persuadiendo a la opinión pública rusa de que Estados Unidos pretendía, si no “humillar a Rusia”, al menos relegarla a un papel subordinado. Cuando en 2007, durante la conferencia de Múnich, Putin denunció la instalación de “un mundo unipolar” bajo dominio occidental, expresaba un sentimiento que estaba todavía más extendido entre la población rusa que entre las élites de su país.

Nuevo viejo enemigo

En Estados Unidos, la construcción del enemigo ruso había progresado de manera simétrica a medida que se multiplicaban los desacuerdos y las tensiones entre las dos antiguas superpotencias. Esta hostilidad se intensificó de modo repentino con la elección de Donald Trump. Cuatro años antes, en 2012, [el entonces candidato a la reelección] Barack Obama se había burlado de su competidor republicano Mitt Romney cuando llamó a Rusia “la mayor amenaza geopolítica que enfrenta Estados Unidos”. “Hace 20 años que la Guerra Fría terminó”, retrucó sonriendo el mandatario demócrata. La victoria de Trump sobre Hillary Clinton cambió el panorama desde el momento en que fue imputada a las intrigas de Putin. ¡Rusia pasó a convertirse de la noche a la mañana, para el campo demócrata, de un país derrotado que Washington esperaba domesticar a una potencia victoriosa que había tomado el control de Estados Unidos! En apariencia aterrorizadas, personas tan inteligentes como distinguidas abrieron las compuertas a un torrente de tonterías. Refiriéndose a la película El embajador del miedo (1962), en la que Frank Sinatra interpreta a un exsoldado estadounidense en Corea, que es “dado vuelta” por los comunistas para que combata contra su país, el premio Nobel de Economía Paul Krugman comparó el papel desempeñado por el actor-cantante con las retorcidas convicciones del nuevo inquilino de la Casa Blanca. El historiador Timothy Snyder resumió de esta manera los tres años de discusiones paranoicas que se dieron en el seno de varias comisiones de investigación parlamentarias: “Ya no tenemos que preguntarnos cómo sería perder una guerra en nuestro propio territorio. Acabamos de perder una ante Rusia, y resultó en la elección de Donald Trump”6.

Numerosos disparates derivaron de esta creencia. Los medios europeos se hicieron eco de la mayor parte de ellos. Sin embargo, si se dejan de lado las amables palabras que Trump dirigió a su homólogo ruso, su política exterior, muchas veces encomendada a halcones neoconservadores como Mike Pompeo o John Bolton, fue más dura hacia Moscú que la de su antecesor demócrata: las sanciones fueron mantenidas; numerosos integrantes de la empresa de seguridad Wagner fueron asesinados en Siria; Estados Unidos entregó armas ofensivas a Ucrania. Habría que concluir que el presidente de Estados Unidos siguió al pie de la letra el afectuoso consejo que le formulara en un editorial The New York Times (22-3-2018): “Si Trump no es el lacayo de Putin, ya es hora de que lo demuestre”.

La guerra librada por los principales medios estadounidenses contra Trump ilustró la metamorfosis del comercio de información en una fuerza política. Hasta el punto de que el expresidente estadounidense le confió en 2021 al periodista Jeff Gerth: “Entendí bastante rápido que tenía dos trabajos. El primero era gobernar el país, el segundo sobrevivir a la avalancha de noticias falsas difundidas por los medios”. Reportero de The New York Times por casi 30 años, Gerth publicó en la muy respetada Columbia Journalism Review una vasta investigación sobre la cobertura mediática del Russiagate7. Este rascacielos de fake news [noticias falsas], cuyos principales arquitectos fueron The New York Times, The Washington Post, CNN y MSNBC, pretendía que, si no hubiera sido por la colusión entre Trump y Putin, Hillary Clinton habría ocupado la Oficina Oval de la Casa Blanca.

Para su desgracia, tras dos años de investigación, el fiscal especial Robert Mueller, niño mimado de los demócratas, les pinchó el globo y refutó la existencia de cualquier colusión8. The Washington Post se vio obligado a corregir varias de sus primicias y a eliminar de su sitio las invenciones más grotescas.

La investigación de la Columbia Journalism Review puede ser vista como un museo de errores mediáticos: elisión de informaciones que no se ajustan a la tesis de los reporteros; carrera competitiva por la primicia en detrimento del rigor; disfrazar como “desinformación rusa” informaciones veraces pero molestas para los demócratas; tergiversación de estadísticas; empleo abusivo de fuentes anónimas (un millar durante la era Trump), descritas con vaguedad como “un alto funcionario de gobierno”, “un alto funcionario de la inteligencia”.

Aun cuando las agencias corrigieron o desmintieron la información publicada, la prensa, actuando como actor político autónomo, fue un paso más allá con “revelaciones” adulteradas para mantener la presión sobre la Casa Blanca. Mientras la contrainteligencia admitía que no podía medir el efecto político de las cuentas manipuladas por los rusos en las redes sociales, The New York Times titulaba sobre “El complot para subvertir una elección” y señalaba que estos perfiles de Facebook habrían involucrado, en potencia, “a un público total de 126 millones de estadounidenses”. Gerth apuntó que la mitad de estas personas estuvieron “expuestas a mensajes manipulados” después de las elecciones y que esa cifra debía ser comparada con el número total de artículos de actualidad publicados en Facebook durante el período, unos 33.000 millones, un dato que el diario se cuidó de mencionar. Esa omisión, argumentó el historiador Gareth Porter, “debería competir en los anales del periodismo por el premio a la utilización de estadísticas más espectacularmente engañosas de todos los tiempos”.

Como para confirmar este veredicto sobre la probidad de la prensa, los medios en cuestión ocultaron la investigación de Gerth bajo un manto de silencio, sin duda confiados en que sus clientes preferirían ver sus convicciones reafirmadas antes que desmentidas. Pero, aunque pierda el rumbo hasta ese extremo, explica el autor, esta profesión que tanto influye en la vida pública no recibirá sanción alguna. “Si usted tiene una empresa privada que vende productos defectuosos, su cliente podrá reclamarle que le devuelva el dinero, que se los cambie, la aplicación de una garantía o recurrirá ante un organismo público. Pero contra el periodismo de mala calidad, sólo podrá cambiar de canal, enviarle un comentario a una persona anónima o tirar el periódico a la basura”9.

El Russiagate convirtió en arma de política interna todo lo relativo a la “amenaza rusa”, y los medios salieron desacreditados. La guerra de Ucrania les ha permitido reciclar esta obsesión, esta vez a partir de una agresión real y en un contexto político más consensual, desde el momento en que los dos principales partidos del país son favorables a que Estados Unidos arme al país invadido.

Exposición de fotografía en memoria del primer aniversario de la invasión rusa de Ucrania, en la Oficina de la Unión Europea en Hong Kong el 24 de febrero.

Foto: Isaac Lawrence, AFP

Prelados de una religión secular

Los verdes alemanes se embarcaron junto a la OTAN; y hoy mismo, los respaldos más fervientes a Kiev revistan al interior de las formaciones liberales de izquierda y ecologistas que tiempo atrás se vieran tentadas por el pacifismo. Para estas capas cultas, la defensa de Ucrania constituye una suerte de religión laica: los periodistas, prelados del culto a los “valores occidentales”, predican la salvación de las almas progresistas finalmente movilizadas contra el imperialismo de Moscú. Las arengas nacionalistas y el tradicionalismo reaccionario de Putin favorecen esta militancia, al igual que la presencia de un demócrata en la Casa Blanca.

La virtual ausencia de voces discordantes dentro de la galaxia “progresista” también se explica por el precio a pagar en caso de desviación del breviario belicista difundido casi sin matices por LCI y France 2, Médiapart y Paris Match, L' Opinión y Politis, RTL y France Inter. Cualquier reserva que se plantee a la movilización general a favor de Ucrania desencadena polémica o escándalo, como se ha visto cuando el popularísimo actor Omar Sy se limitó a observar que las guerras en África suscitan menos indignación (Le Parisien, 1º de enero).

La animosidad con la que Nicolas Demorand ha transformado, en France Inter, sus “preguntas” en interrogatorio ya no sorprende a nadie. El 2 de enero le “preguntó” a Clementine Autain, diputada de LFI [Francia Insumisa, izquierda liderada por Jean-Luc Mélenchon]: “Recordemos que la Asamblea Nacional ha dado su respaldo más total a Kiev y condenado a Rusia por su agresión criminal a Ucrania en una resolución aprobada por amplia mayoría, pero los grupos de LFI y RN [Rassemblement national, en español Agrupación Nacional, extrema derecha liderada por Marine Le Pen] se abstuvieron en gran medida. Un diputado de LFI llegó incluso a votar en contra. Sobre un tema crucial como este, tan crucial, la Nupes [Nueva Unión Popular Ecológica y Social, coalición de LFI, socialistas, comunistas y ecologistas] no habla con una sola voz. ¿Por qué, Clementine Autain?”.

Esta pregunta sugiere otras. ¿Por qué los animadores de este programa matinal hacen desfilar al aire a invitados que están casi de modo unánime a favor de aumentar la ayuda militar a Kiev, como François Hollande, Bernard Guetta, Isabelle Lasserre, Pierre Servent, etcétera? ¿Por qué los “debates” sobre Ucrania que LCI realiza a partir de las 20.00, conducidos por Darius Rochebin (admirador de Bernard-Henri Lévy), reúnen a un panel de periodistas atlantistas (según la noche, Pierre Servent, Isabelle Lasserre, Sylvie Kauffmann), exinvestigadores de la OTAN (Samantha de Bendern), opositores rusos en el exilio y activistas ucranianos? ¿Por qué las portadas de las revistas se parecen a volantes lanzados en Kiev (“Ucrania debe ganar”, tituló L'Express el 16 de febrero, en colaboración con France Info)? ¿Por qué los editoriales sólo se limitan a añadir una pátina de respetabilidad a este tono propio de cruzados?

Da para pensar que para todos ellos habría una sola política exterior posible: la que dirigen [la presidenta de la Comisión Europea], Ursula von der Leyen, y el Departamento de Estado estadounidense, y que la ministra alemana de Relaciones Exteriores resumió así el 25 de enero: “Estamos librando una guerra contra Rusia”. La ausencia de pluralismo es tanto más notoria cuanto que los posibles opositores de izquierda guardan silencio o se esconden10. Cuando logran expresarse, esas raras voces disonantes, ninguna de las cuales defiende, obviamente, la agresión rusa (Dominique de Villepin, Emmanuel Todd, Pierre Lellouche, Hubert Védrine, Henri Guaiño, Renaud Girard), despiertan sin embargo una inmediata curiosidad.

En el fondo, tras dos décadas de una vida intelectual marcada por llamados de la izquierda culta a “descentrar la mirada” fuera del ombligo estadounidense-europeo, para dar por fin la palabra a los “subalternos”, los periodistas han vuelto a lo esencial: en la guerra en Ucrania, los puntos de vista chino, indio, latinoamericano, árabe o africano no cuentan.

Coproducción en tres frentes

Llevados por la lógica de escalada que imponen al mundo político, los medios de comunicación coproducen la entrada en guerra progresiva de los países occidentales contra Rusia. Todo en su tratamiento del conflicto sugiere que la confrontación es algo natural. Iniciada hace un año, esta batalla de opinión se desarrolla ahora en tres frentes simultáneos. Primero, la beatificación de Zelenski, convertido en el influencer más famoso del planeta, hasta el punto de que cualquier feria del libro, festival de cine o partido de fútbol americano no puede presumirse de exitoso sin la bendición de un video del presidente ucraniano. Algunos periodistas han llegado a la conclusión de que Zelenski jamás pronunció su famosa frase en respuesta a una oferta de exfiltración de Estados Unidos (“Necesito municiones, no un taxi”) de la que dio cuenta Associated Press, el 25 de febrero de 2022. De todos modos, Bernard-Henri Lévy, Léa Salamé y sus colegas continúan haciendo mención a ella con admiración. Al punto de que el auditor jefe de The Washington Post se ha rendido: “La frase está tan asociada con la valentía de Zelenski que someterla en este momento a un fact-checking [chequeo habitual en el periodismo de calidad] no tendría impacto alguno”11.

El Estado Mayor de Ucrania disfruta de una menor presunción de veracidad. Pero suficiente para que sus comunicados de prensa, a menudo caprichosos, sean retomados en el modo indicativo. Un ejemplo entre mil: el sabotaje del gasoducto ruso-europeo NordStream, el 26 de setiembre de 2022, llevó a The Washington Post, a LCI y a France Inter a sospechar de inmediato de Rusia, de acuerdo con la propaganda de Kiev, en lugar de sospechar de Estados Unidos, cuyo presidente había afirmado, dos semanas antes del estallido del conflicto: “Si Rusia invade [Ucrania], no habrá más NordStream 2. Le pondremos fin”. El interés de las redacciones por este acto de terrorismo internacional se evaporó a partir del momento en que no pudieron establecer la culpabilidad del Kremlin. No suficientemente desalentada por esta experiencia, dos meses después la periodista Ruth Elkrief interrogó al exministro de Relaciones Exteriores francés Hubert Védrine sobre los “dos misiles rusos que probablemente cayeron en Polonia” (LCI, 15 de noviembre de 2022). Pretendía “saber si se trató de un acto deliberado de Putin”. Védrine respondió varias veces que más valdría “verificar la información primero”. La información, que provenía de Ucrania, era falsa, por lo cual esa noche la guerra mundial pudo ser evitada.

El miedo a ofender a Kiev raya a veces en la autocensura. The New York Times publicó en línea un artículo inicialmente titulado “Un escándalo de corrupción en Ucrania revive los temores estadounidenses sobre el uso de su ayuda” (27 de enero), pero de inmediato se corrigió y el encabezado pasó a ser: “Los funcionarios estadounidenses a cargo de la ayuda a Ucrania creen que los líderes ucranianos están atacando la corrupción”.

El segundo frente es el de la campaña en favor de la destrucción económica y militar de Rusia a través de sanciones económicas y de la intensificación de las entregas de armas a Ucrania: artillería, misiles, tanques, aviones de combate. No contentos con eludir el debate sobre los peligros de tal espiral militar, los medios de comunicación equiparan cualquier idea de negociación con un cheque en blanco dado a Moscú. En definitiva, un nuevo “Múnich” [acuerdos de 1938 por los que Reino Unido y Francia intentaron “apaciguar” a Adolf Hitler entregándole una parte de Checoslovaquia]. En cuanto a las medidas de represalias económicas, son reacios a admitir su relativo fracaso, puesto que habían hecho campaña en favor de las diez “baterías de sanciones” anunciadas. El Fondo Monetario Internacional, sin embargo, ha dado cuenta de un crecimiento ruso del 0,2 por ciento en 2023, superior al de Alemania (0,1 por ciento) y al de Reino Unido (-0,6 por ciento) (12). Pero los periodistas ocultaron esta información, preocupados como estaban por otras prioridades, como promocionar la última película de Bernard-Henri Lévy (cuatro críticas favorables en los cuatro semanarios franceses la semana del 16 de febrero) o publicar tiernos retratos de opositores al Kremlin: el 27 de enero, Le Figaro Magazine alaba a un batallón de legionarios rusos en Ucrania que sueñan con matar a Putin; ese mismo día, M (la revista de Le Monde) elogia a un economista liberal ruso que se convirtió en director de investigación en Ciencias Políticas al mismo tiempo que contribuía a la elaboración de sanciones contra Moscú. Virilismo y reacción, por un lado, diplomas y distinción, por otro: el pluralismo es respetado.

Con la “musiquita” y el mazo

El tercer frente es sin duda el más efectivo, por ser el menos perceptible: la evitación de cualquier perspectiva histórica del conflicto y de los hechos que lo han marcado.

Cuando el columnista geopolítico de France Inter Pierre Haski, que también es presidente de Reporteros sin Fronteras, acusa de forma acertada a los rusos de “golpear ciudades e infraestructuras” (14 de febrero), no recuerda que eso fue precisamente lo que hizo la OTAN en la guerra de Kosovo. Durante una conferencia de prensa celebrada el 25 de mayo de 1999, el portavoz estadounidense de la organización, Jamie Shea, llegó a enorgullecerse de esa práctica:

Pregunta: –“¿Por qué privan al país del 70 por ciento de su electricidad y también del suministro de agua?”.

Jamie Shea: –“Si Milosevic [el por entonces presidente de la República Federativa de Yugoslavia] realmente quiere que sus ciudadanos tengan agua y electricidad, sólo tiene que aceptar las condiciones de la OTAN, y detendremos esta campaña de bombardeos”.

La idea de que otros pueblos podrían equiparar el imperialismo ruso con el de Estados Unidos –guerras sin mandato de Naciones Unidas en Kosovo y luego en Irak; denuncia por Washington de varios acuerdos de desarme concluidos con Moscú; embargos y boicots contra Cuba o Irán; ejecuciones extrajudiciales con drones; persecución a Julian Assange y Chelsea Manning– no tiene cabida en la mayoría de las salas de redacción. Como resultado, estas decisiones occidentales se borran de la memoria o son tratadas como casos particulares desprovistos de una lógica global. Mostrarlas como una secuencia expone a quien lo hace a ser calificado, según los casos, de “cómplice de Milosevic”, agente de Saddam Hussein o idiota útil que reproduce la “musiquita que se emite en Moscú”. Esta técnica de descalificación funciona sin problemas durante los programas matutinos de France Inter o durante una rueda de prensa del Pentágono. Es menos eficiente en Belgrado, Brasilia, La Habana o Gaza.

Pero la presentación sesgada de la historia no sólo empobrece el juicio occidental sobre la guerra en curso. También hace menos comprensible la reacción de otros pueblos que conocen hechos que sus medios no se abstienen de recordar. La afirmación de que Ucrania está “luchando por nuestros valores”12 sólo puede suscitar entre árabes, africanos o latinoamericanos el recuerdo de la guerra de Irak. En el momento en que preparaba la invasión de este país bajo un falso pretexto, Estados Unidos recibía el apoyo efectivo de ocho líderes europeos –checo, español, portugués, italiano, británico, húngaro, polaco, danés–, en forma de una carta conjunta publicada el 30 de enero de 2003 en The Wall Street Journal. Comenzaba así: “El vínculo real entre europeos y estadounidenses son los valores que tenemos en común: la democracia, la libertad individual, los derechos humanos y el estado de derecho”. Resultado de la invasión: un país destruido y cientos de miles de muertos.

Ataques, destrucciones masivas, violaciones al derecho de los pueblos a la libre determinación que han tenido lugar en otros lados, ¿no deberían haber suscitado la misma indignación, un arsenal de sanciones similar, una abundancia de asistencia militar al país agredido, parecidos a los verificados en Ucrania? ¡Silencio en las filas!

Serge Halimi y Pierre Rimbert, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Daniel Gatti.


  1. Véase Serge Halimi, “L’obsession de la subversion aux États-Unis”, Le Monde diplomatique, febrero de 1988. 

  2. Andrei P Tsygankov, The dark double: US media, Russia, and the politics of values, Oxford University Press, 2019. 

  3. “Informe Wolfowitz”, citado por Paul-Marie de la Gorce, “Washington et la maîtrise du monde”, Le Monde diplomatique, abril de 1992. 

  4. Véase Ibrahim Warde, “Les faiseurs de révolution libérale”, Le Monde diplomatique, mayo de 1992. 

  5. Andrei P Tsygankov, The dark double, op. cit. 

  6. Timothy Snyder, The New York Daily News, citado por Andrei P. Tsygankov, op. cit. 

  7. Jeff Gerth, “The press versus the president”, Columbia Journalism Review, 30-1-2023. 

  8. Véase “Tchernobyl médiatique”, Le Monde diplomatique, mayo de 2019. 

  9. Jeff Gerth, entrevista con Matt Taïbbi, www.racket.news, 8-2-2023. 

  10. Véase Serge Halimi, “La izquierda desarmada”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, noviembre 2022. 

  11. The Washington Post, 6-3-2022. Véase también The New Yorker, 17-10-2022. 

  12. Véase Alain Gresh, “Lectura periférica”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo 2022; Anne-Cécile Robert, “La guerre en Ukraine vue d’Afrique” y Akram Belkaïd, “La neutralité intéressée d’Alger et de Rabat”, Le Monde diplomatique, mayo 2022 y febrero de 2023. 

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