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Jorge Amado en su casa de París.

Foto: Ulf Andersen, Aurimages, AFP

Novela | Sabor colonial

2 minutos de lectura
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Gabriela, clavo y canela. Jorge Amado. Alianza; Madrid, 2020. 432 páginas, 1.200 pesos.

De sus crónicas de la miseria a las novelas de la alegría, la inspiración de Amado se desarrolló de forma orgánica, fiel a Yemanjá, la diosa de las aguas de Bahía, y al recuerdo de las luchas mesiánicas del sertão. Jorge Amado impuso una versión novelada de “la historia vista desde abajo”, invitando a sus lectores a comprender el poder de acción de los dominados, su coherencia moral, su capacidad de dar forma a su propio destino.

Miren a Gabriela, joven mujer de “piel color canela” y “perfume de clavo de olor”, cuya belleza impresionante magnetiza a los hombres desde que desembarca, en 1925, en Ilheus, la ciudad natal del escritor, en donde va a convertirse en una codiciada cocinera. Acarajés (buñuelos de porotos negros fritos en aceite de palma), caruru (plato a base de quingombó, camarones desecados y castañas de cajú), moqueca (guiso de pescado o de frutos de mar con leche de coco, pimientos, tomates y aceite de palma)... Los platos que Gabriela prepara en el bar O Vesúvio, donde fue contratada por el árabe Nacib antes de convertirse en su esposa, son sabrosos, picantes, únicos.

Paloma Amado celebró esta epifanía gastronómica a través de una recopilación de recetas que los libros de su padre le han inspirado (A comida baiana de Jorge Amado, Maltese, 1994). “En Gabriela, clavo y canela (1958), beber y comer adquieren una dimensión nueva [...] El amor de la mujer y el amor por su cocina, el amor que ella misma le da a su hombre y el placer que tiene de cocinar para él están entrelazados tan íntimamente, que es difícil saber cuál sentimiento es más profundo”. Advertencia para aquellos que crean que esta historia adolece de un esquema emancipador: a través de su arte de manejar el pescado, los frutos y las especias, Gabriela les impone a los hombres su carácter libre, su rechazo instintivo a las convenciones sociales, dentro de un universo profundamente marcado por el patriarcado rural y feudal. Un vaso de cachaça aromatizada con clavo de olor y canela permite comprender bien que Gabriela, con sus filtros de amor, evoca mucho más a la maga Medea que a las esposas sobreestimuladas de las publicidades norteamericanas.

A través de ella, Amado se apropió de una cultura bahiense fuertemente mestizada e impregnada de las culturas de África, menospreciadas por las élites que miraban a Europa y luego a Estados Unidos, con el pretexto de que su manejo del mundo dominado por la oralidad, sus lentas procesiones, sus modos de vida comunitaria, habrían impedido a Brasil transformarse en el país del futuro. Después de Gabriela, es a Doña Flor, otra cocinera talentosa (1966), Tereza Batista, sobreviviente de la violencia de los hombres (1972), y Tieta de Agreste, una pastora bella y feroz (1977), a quienes el novelista ha encomendado la alegre locura de una cultura carnal, salvaje, descaradamente pródiga y resueltamente hostil a las buenas costumbres.

El escritor social convertido en el más famoso de los escritores brasileños, gracias a su prosa desbordante como una olla de moqueca, jamás ha renegado de sí. De una punta a la otra de su obra, los descendientes de esclavos y los mestizos prosiguen su camino mientras cantan, se transforman en artesanos, comerciantes e incluso en intelectuales comprometidos, como el mulato erudito Pedro Archanjo en La tienda de los milagros (1967), librados de sus antiguos dolores, para gran sorpresa de la vieja oligarquía.

Traducción: María Eugenia Villalonga.

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