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Martín Bentancor en Las Brujas, Canelones. Foto: Sandro Pereyra

Un payador orillero

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El escritor canario Martín Bentancor y su literatura campera.

Entre juncos y totoras, un muelle viejo se afinca en el río: a orillas del Santa Lucía, el escritor canario Martín Bentancor nos espera para una entrevista. La ambientación de su obra lo distingue de toda la literatura uruguaya contemporánea: fundó un universo campero habitado por seres que cargan con la soledad y el desamparo, mientras continúan la tradición de los viejos payadores, en la que el recuerdo de la leyenda oral se convierte en una verdadera fiesta. Bentancor conoció estos rituales desde su infancia, a partir de un bisabuelo payador, devenido en personaje legendario, y un padre que alternaba sus payadas con el tambo.

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Luego de la novela Muerte y vida del sargento poeta -premio Narrativa de Banda Oriental 2013-, la editorial Estuario acaba de publicar El inglés -premio Nacional de Literatura 2014-, en la que consagra ese espacio mítico y en fuga que no sólo se vincula al campo, a historias fascinantes y personajes quiméricos, sino a un modo de retratar al hombre y a sus zonas más primitivas. Luego de una larga charla al lado del que fuera el campo del Inglés -personaje enigmático de sus últimas novelas-, Bentancor pareció irse como la noche, con trote corto y poncho negro.

-¿Seguís con eso de que sos Eduardo Galeano (“Hola, soy Eduardo Galeano”, 2001)?

-Increíblemente, el cuento apareció en muchos lugares, incluso como homenaje a Galeano. Y no es que hable mal de él, pero medio que el cuento le toma el pelo a esa cuestión de fanatismo militante. Aun así, circula desde El Telégrafo, de Paysandú, hasta en distintos sitios web y revistas.

-Tu bisabuelo, Martín Bentancor, era una suerte de personaje legendario.

-Él nació en 1879, y por una cuestión cíclica y numérica, yo nací 100 años después, en 1979. Así que en 2079 debería nacer otro Martín Bentancor, o si no, desaparecer todos. Él fue un personaje legendario presente en los cuentos que escuchaba durante mi infancia, y cuando fui creciendo también me encontraba con gente que me contaba otras historias. Era un paisano blanco que trabajó como carrero muchos años, transportando mercadería desde Canelones o Montevideo hacia zonas del interior. En 1904, en medio de la revolución, iba pasando por un paraje donde los blancos habían tenido que huir en estampida, y esquivando los cadáveres vio que arriba del árbol había un muchachón descalzo que se escondía. Le alcanzó unas alpargatas y lo llevó un trecho, y después se enteró de que era Luis Alberto de Herrera. Esto siempre me pareció una ucronía: qué hubiera pasado si el abuelo no lo hubiera auxiliado. Muchas de sus historias están incluidas en Procesión. Además, era un tipo de armas tomar y había estado preso muchas veces, aunque, según decía, “nunca por ladrón”. Cuando empecé a escribir cuentos de corte campesino, recurrí a muchas de esas anécdotas. Por ejemplo, el cuento “Procesión” es de cuando no había cementerio en Los Cerrillos, y a los muertos había que llevarlos a Canelones. La única forma que había para trasladarlos era en una carreta o a caballo (terciaban el cajón encima de dos caballos y arrancaban). Cuando ya se estaba por inaugurar el cementerio, en el cuento emprenden este viaje, al que obviamente le sumé muchos avatares, pero representa un último viaje.

-En Procesión le rendís un claro homenaje.

-Sí, porque él me contaba esas historias en las que fabulaba muchísimo. La tradición del paisanaje se vincula a pequeñas historias, de pequeños lugares, que además cuentan con una mística determinada. En Los Cerrillos, por ejemplo, los veteranos hablan de ciertos personajes, que murieron hace 70 u 80 años, como si los hubieran visto ayer. Creo que esto, en cierta forma, comenzó a contaminar la escritura. Y los personajes tienen ese perfil mítico, pero también se exhiben las miserias a las que todos estamos expuestos.

-Eso también lo replicás en los personajes históricos.

-He leído muchísimo sobre historia nacional, y siempre me interesó lo que estaba detrás del bronce. En el caso del éxodo, el cuento “Los huesos” invierte la epopeya y la mística de la quema de ranchos y el sufrimiento por la patria.

-En “Los huesos” Artigas se cura de un dolor de muela con un hígado de vaca muerta.

-Además está la figura del curandero, un viejo que apenas puede caminar y por el que nadie apostaría, que es quien le da el hígado descompuesto para curarlo. También está la figura del cura: la iglesia, siempre cerca del poder, es un escenario muy interesante para la ficción. En el cuento, el cura ve que su improvisada parroquia se va a comenzar a dispersar si ve al prócer debilitado, y ahí radica su preocupación. Además, en esta geografía campesina se agrega el vínculo con los santos. Cuando vivía en Las Brujas, en la fecha de San Juan o San Pedro mis padres encedían una gran pila de ramas, y en la noche oscura de Las Brujas se divisaban muchas fogatas en distintos lugares, vociferando el nombre de los santos. Esto forma parte de los rituales que se perdieron en el tiempo, y que Osiris Rodríguez Castillos nombra en “Los maderos de San Juan”. Pero la mística de este lugar continúa, acrecentada por diversas creencias populares (como la que se relata en El inglés: si se posa una lechuza en el techo del rancho, indica una muerte inminente. Eso se conjura poniendo las alpargatas en cruz, y así, por arte divino, la amenaza de muerte se desvanece), su nombre ominoso y su origen. La leyenda cuenta que en los comienzos de Las Brujas había mujeres practicando hechicerías, muchas veces involucradas con alguna muerte, pero sin que en verdad existan datos concretos. Un proyecto que todavía continúa pendiente es escribir este origen.

-¿Tu padre -tambero y payador- fue quien te transmitió la tradición de los payadores?

-Sí, había tenido un tambo hasta los 80, pero después quebró la “tablita”, y a partir de ese momento se vio obligado a ordeñar unas pocas vacas y vender la leche a Conaprole. En esa época salía con los tachos a caballo de madrugada, a esperar el camión lechero, siguiendo siempre la misma rutina, que se mantenía inalterada pese al frío, la helada o las fiestas. Vivíamos en medio de una pobreza digna, con sus particularidades: tuvimos luz eléctrica cuando yo tenía 12 años. En medio de ese contexto, mi viejo era un cantor amateur. Cuando estaba en un evento o un cumpleaños, cantaba una zamba o una milonga improvisando con aquellos que lo rodeaban, y se convertía en el alma de la fiesta. Él fue quien me abrió la puerta al mundo de los payadores. Que no tiene nada que ver con los payadores que se ven hoy en día, con lo ridículo de atuendos que salen $14.000, pero cantan en aras del gaucho y van a los festivales cobrando dinerales. Bien por ellos, pero ése no es el espíritu de aquellos payadores, a quienes conocí por registros escritos. ¿Qué hacían los payadores en la década del 30? Para volverse conocidos no contaban con la posibilidad de vender discos, de modo que publicaban pequeños libritos con sus composiciones. Estaba la mítica editorial Cisplatina -una editorial fantasma, que nunca se supo quién la dirigía-, que era la responsable de esas publicaciones. Circulaban nombres como Luis Alberto Martínez, un payador de Colonia, y sus décimas se vendían en pulperías y en almacenes de ramos generales, donde los paisanos las compraban religiosamente, indistintamente de si sabían o no leer. Esto también sucedió con Tacuruses, de Serafín J García, el primer best seller de la literatura uruguaya. Junto a Paja brava [1915], del Viejo Pancho, fue el libro que más reediciones ha tenido, e incluso lo menciona el Sabalero [José Carbajal] en una de sus composiciones. Si recorriendo la campaña se entraba a un rancho, seguramente no se encontraba ninguna biblioteca, pero sí alguno de estos ejemplares. Los payadores, entonces, hacían circular sus libros para dar visibilidad a su trabajo. Relativamente cerca de acá existió un salón bailable, llamado Rancho Alegre, que no sólo era club social sino también donde se casaba la gente y ese tipo de eventos, y ahí siempre iban payadores. Mi padre contaba que cuando era niño, una vez llegó Luis Alberto Martínez. Entre varias composiciones, cantó un tema de Juan Pedro López, payador mítico [que figura en Muerte y vida del sargento poeta] que escribió “La madre loca”. Este tema cuenta una historia ambientada en plena guerra, cuando un avión tira unos explosivos sobre un solar donde jugaban los niños. Uno de ellos muere, y su madre, en la desesperación, rellena con aserrín un muñeco, lo acuesta en la cuna y lo mece como si fuera su hijo. Imaginate los años 50, sin medios de comunicación, plena campaña, un auditorio repleto, y Martínez cantando ese tema. Dicen que las mujeres salían corriendo en medio del llanto, volviendo al hecho artístico un melodrama. Y los payadores sabían operar sobre esas fibras. Mi viejo conocía todas esas historias, y me legó el gusto por Juan Pedro López y su modo de narrar historias

-¿Recordás alguna?

-“Tengo un facón brasilero / que asusta con su presencia, / me costó su pertenencia / veinte bocas en el cuero. / Perteneció a un pendenciero / con quien pelié cierto día, / un bayano que tenía / asustao, y con razón / al pueblo de Yaguarón / y en jaque a la policía”, y cuenta cómo el tipo se hizo con el facón en una pelea. En sus letras alternaba el terror, la fantasía y hasta el soft porno. Yo leía esas narraciones en las que se llevaba a versos historias terribles. En Muerte y vida del sargento poeta lo que hago es eso, utilizo ese recurso.

-Esas primeras lecturas vinieron de la mano de los payadores, y del emblemático Juan Pedro López, tan famoso que hasta lo versionó -y aparentemente admiró- Carlos Gardel.

-Pedro López fue un adelantado dentro de esa camada de payadores, por aquellas cosas que se animó a decir. Cuando llegó por primera vez a Montevideo el [hidroavión] Plus Ultra, en 1926, lo dirigió el comandante Ramón Franco -hermano del dictador Francisco Franco-. Para el gran recibimiento convocaron a Juan Pedro López. Franco queda tan cautivado que le promete enviarle una guitarra Sanchordi. A los meses le manda de regalo la guitarra con una dedicatoria que decía: “Al payador Juan Pedro López, esta guitarra para que le cante a la libertad, y que se destruya en sus manos si un día le canta a la tiranía”. Después Ramón Franco se adhiere al franquismo; al enterarse Juan Pedro López va al diario Crítica y en un acto, en medio de periodistas, entrega la guitarra [aparentemente hoy conservada en el Museo Aeronáutico]. Esto, por un lado, habla de su dignidad y, por otro, de cómo aprovechó mediáticamente el suceso. Además de estas historias leía la colección Robin Hood, que estaba en la Escuela Nº 8, y cuando mi viejo cobraba, me traía las revistas que publicaba Conaprole para los productores.

-Es interesante porque el sargento poeta no sólo es heredero de la guitarra de Juan Pedro López, sino además del imaginario que lo rodea.

-Mi obra no es una reivindicación a los payadores, simplemente el retrato de un mundo y de historias mínimas. En cuanto al sargento, había un doble respeto: primero porque era alguien uniformado y con un arma, y era la representación de la ley, y además porque cantaba. Se cruzaban el arte y el orden. El que sería el arquetipo del sargento poeta era el Bebe Pérez, en verdad alguien alcohólico y muy generoso, que murió de un modo muy similar al sargento: lo encontraron varios días después.

-En El inglés se continúan algunos personajes y el escenario de la Tercera Sección. En este caso, en vez del mostrador o el fogón, la narración de historias y leyendas sucede en el medio de un velorio, donde se entreteje toda la tradición oral del pueblo.

-En las dos novelas hay un muerto en el centro de la narración. En Muerte y vida del sargento poeta es un cadáver descomponiéndose, y en El inglés es el cadáver que están velando, y en ese sentido hay un paralelismo.

-Y están contadas por personajes que llegan al pueblo a trabajar.

-Tanto el escribiente como el maestro son personajes que no pertenecen al pueblo. ¿Por qué ellos son los que cuentan y no los que conocen ese paradigma? Precisamente porque desconocen ese contexto al que llegan, y frente a éste viven cierto deslumbramiento. Por eso el maestro -de El inglés- decide quedarse en el velorio, incluso cuando tiene la posibilidad de acostarse con una mujer, y el escribiente se deslumbra tanto que continúa escribiendo en la libreta que robó de la casa del sargento. Y éste es el deslumbramiento que quería reflejar. Volviendo a tu comentario anterior, los personajes se repiten porque hay un intento de retratar un imaginario común al menos en dos o tres novelas.

-Es gracioso el momento en el que irrumpe Carlos Baumeister en El inglés.

-Y adelanto que en la tercera novela conoceremos su oscuro pasado. En el caso de El inglés son muchas historias en las que se revela la vida de un personaje, como William Collingwood, pero también de algunos otros. En el falso glosario que figura al final de Muerte y vida del sargento poeta se cuenta la historia del inglés en un párrafo, del que luego se escribe una novela. Me interesó el personaje porque también él es alguien que llega de afuera. Y en esta zona en la que estamos viven muchísimos alemanes, ingleses y franceses, que de algún modo también debieron asimilar los ritos y el color de este lugar, algo a lo que se deben enfrentar tanto el inglés como su sirviente chino.

-También sucede que estos personajes que llegan al pueblo generan cierta complicidad con el lector, ya que cuentan con la misma información sobre todas esas historias mínimas que se imponen, manteniendo el entusiasmo y la expectativa.

-Samurio, el que genera más expectativa sobre el maestro, es uno de los personajes más fieles a la realidad. Llegó a esta zona sin que nadie supiera de dónde venía, y comenzó viviendo en una casilla muy precaria. Cuando murió, por el año 1986, sus pertenencias eran una vaca, un caballo y una bicicleta, que se distribuyeron entre los vecinos. Pero tanto el maestro como el escribiente no tienen nombres propios y siempre se limitan al rol del testigo, aproximándolos al lector. En el caso de El inglés, el velorio se convierte en reunión social,como era usual en aquella época.

-Ése es un mundo eminentemente masculino, incluso cuando abandonás el campo para internarte en una redacción fantasma.

-¿Sugerís una suerte de misoginia?

-Las mujeres encantan o interrumpen instancias gloriosas.

-Las mujeres, e incluso la propia mujer del inglés, Emilia Bártola, es un personaje que desconocemos. Aparentemente se enamoró de él y decidió convivir, en un gesto bastante transgresor, ya que venía a enterrar a su marido. Y luego, tampoco sabemos por qué decide abandonarlo. Cuando se describe el velorio al comienzo del libro, un matrimonio se acerca al muerto, y el primero en besarlo en la frente es el hombre. Cuando le toca el turno a la mujer, busca el mismo lugar para repetir la escena. Esto es algo que vi incontables veces. Definitivamente, es un mundo masculino, y estoy pensando que tiene mucho que ver con lo que veía en mi infancia: la mujer parecía quedar siempre en un segundo plano. Incluso me animaría a decirte que hoy en día, si vamos a algún rancho en medio del campo, seguramente sea el hombre el que dirige la vida diaria.

-Tu escritura dialoga con la tradición campera de principios de siglo XX, y en ese sentido ocupás un lugar distintivo, más allá de lo generacional. ¿Cómo convivís con esto?

-Es extraño, porque incluso entre los autores que estamos entre los 30 y los 40 no mantenemos una relación tan directa, o tal vez sea mi condición geográfica. Pero no estamos al tanto de qué publicará cada uno. Claro que escribo una literatura híbrida del interior, pero convivo muy bien con eso. No siento que ocupe un lugar importante ni mucho menos. En ese sentido, detesto las etiquetas y la cuestión de los géneros. Cuando coseché el género [se refiere a las novelas escritas junto a Rodolfo Santullo, como Aquel viejo tango], luego renuncié, y si bien mantenemos una buena relación con Santullo, nos alejamos creativamente porque él sí es un hombre de géneros, y yo prefiero no atarme a los esquemas rígidos, sino que prefiero el híbrido, el cruce, lo amorfo, en ese sentido, y donde más se exhiban las costuras. Entiendo que las editoriales y las librerías deben catalogarnos, pero ése no es mi problema. Recuerdo que cuando escribía Muerte y vida del sargento poeta les conté a los de Estuario que estaba escribiendo una novela policial, y cuando la leyeron dijeron que no era policial porque carecía de las básicas del género. Pero tanto el Muerte y vida del sargento poeta como El inglés son novelas que en cierto sentido me dieron una proyección y ganaron dos premios importantes.

-Además, Muerte y vida del sargento poeta se trabajó en la asignatura Literatura Uruguaya, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.

-Y también ingresó a ese programa Las arañas de marte [de Gustavo Espinosa]. Creo que perciben algo en esa hibridez. A mí particularmente me gusta muchísimo lo que escribe Espinosa, no sólo por lo que está haciendo sino también por su posición en la literatura actual: está un paso más allá de la intemperie. Creo que estas historias se han leído como un rescate de determinados espacios, pero sin buscar una cuestión telúrica ni tradicional.

-De todos modos, el centro pareciera estar en ese cruce entre el costumbrismo, el hombre, un personaje desconocido y quimérico, y el mundo rural en fuga.

-Es verdad. La época de Las Brujas que cuento es un mundo sin fibra óptica ni asfalto, que evidentemente desapareció para no volver. Y está bien que así sea. Pero me interesa ese universo rural extinguiéndose o mutando, porque en verdad nos vamos adaptando. Yo vivo en el campo pero tengo todas las comodidades. El mismo concepto de campo ha cambiado, y esta literatura lo intenta retratar, no como una cruzada sino como un documento. Uno mismo va gestando su tradición. Esto es algo que señala uno de mis ídolos literarios.

-¿Vladimir Nabokov?

-Él ya está por fuera de todo. En este caso me refiero a Juan José Saer, quien decía que no basta con admirar a un escritor, sino que además ese escritor debe merecer la admiración. Él y su literatura, de cierta forma, me brindaron las pautas de un cuerpo estable de personajes -algo que él construye en “En la zona”- y con el registro de determinados detalles que, vistos desde afuera, pueden parecer insignificantes.

-Más allá de la preeminencia masculina, tus personajes comparten el desamparo y la soledad. ¿Todos, inevitablemente, se pierden en su propia aventura?

-Es curioso, porque hay una soledad y un desamparo geográfico, por fuera del foco, pero también se vincula con una voluntad. En el caso del sargento nunca se sabe por qué llega a la Tercera Sección, y si lo trasladan como castigo o como premio. Pero en todos existe un deseo de cultivar la soledad, por lo que eso implica. Ellos se aíslan y el mundo sigue su rumbo.

-Eso también sucede con personajes urbanos, como los de La redacción.

-Tiene que ver con que toda mi literatura es biográfica. Narro historias que viví o que me contaron. Y La redacción es los últimos días de un suplemento económico en el que trabajé, en el que se habían propuesto hacerle la competencia a El Gallito de El País. Obviamente, les fue terrible, y tenían avisos penosos, como casas de masajes.

-¿Junto a tus notas sobre Graham Greene?

-Yo era el editor de Cultura, pero no había periodistas, así que era el autor de todas las notas: era el ingeniero Pileski y Ariel Doberman, entre varios heterónimos. Entre avisos de agro figuraba una nota sobre la última novela de Julian Barnes, muy mal diagramada, claro. En los últimos tiempos, la redacción se había mudado a la calle Hocquart, y nunca me pagaban las notas, aunque cada tanto me ofrecían un canje de colchones. Y los acreedores se iban llevando cosas. Como el dueño nunca estaba, se desarrollaba esa especie de trueque. En ese momento me di cuenta de que esto debía volverse literatura, y ésa es mi única novela de corte urbano.

-“La historia con mayúscula, Bentancor, está llena de asquerosidades”.

-Aunque me cites, no hay duda de que la historia está llena de asquerosidades. Hasta la Biblia está llena de asquerosidades, por remontarnos a los orígenes. En esas propias asquerosidades nace lo único que trasciende y, en general, las pequeñas grietas, o los héroes y sus miserias, nunca son registradas por los libros de historia.

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