En 2013, Nick Srnicek y Alex Williams publicaron su “Manifiesto por una política aceleracionista”, que ahora puede leerse en inglés en muchos sitios de la web y, en español, en el libro Aceleracionismo, publicado a fines de 2017 por la editorial argentina Caja Negra. La idea básica, y que hacía al llamador de atención más notorio del título, venía de algunos escritos publicados por el filósofo inglés Nick Land en la década de 1990, que seguían, desarrollaban y expandían drásticamente una idea de Gilles Deleuze y Félix Guattari en El anti-Edipo (1972). Para decirlo así nomás: que es posible superar al capitalismo acelerando sus procesos. En la versión landiana, que ahora podemos llamar aceleracionismo clásico, hay un énfasis en el colapso de la subjetividad que la cultura occidental ilustrada ha dado en llamar “humana”: “Nada humano saldrá con vida del futuro”, leemos en varios de sus textos, que cruzan ciberpunk con esquizoanálisis, HP Lovecraft con transhumanismo. Land, un pensador ante todo heterodoxo (por decirlo de un modo suave), ha sido resistido por las academias, y su legado puede rastrearse en la obra de quienes fueron sus alumnos o allegados en la Universidad de Warwick (Reino Unido) durante los 90: Mark Fisher, Simon Reynolds y Robin Mackay, por nombrar sólo a algunos.
El del “Manifiesto...” fue un aceleracionismo marcadamente de izquierda, más “humanista”, que se diferenciaba del clásico o landiano en no pocos asuntos, aunque retenía sus principios básicos. De hecho, los autores no sólo reconocieron el legado de su precursor, sino que debatieron con sus ideas y ofrecieron una suerte de versión “corregida” o “mejorada” –a su entender, claro– de algunos conceptos clave.
Dos años después, Srnicek y Williams publicaron Inventar el futuro: poscapitalismo y un mundo sin trabajo, que retoma la reflexión y la conduce hacia una versión más pragmática, clara y ordenada de algunos puntos (los más concretos, si se quiere) del manifiesto. A la vez, el término “aceleracionismo” desaparece del texto, así como cualquier alusión a Land (quizá porque este se ha acercado últimamente a la neorreacción y otros asuntos incómodos).
Se trata, ante todo, de una primera parte de diagnósticos y una segunda de propuestas. Lo primero se centra en lo que los autores llaman “política folk”: aquella organizada horizontalmente, autoconvocada, que hace de la “resistencia” el eje de su postura. Ante el neoliberalismo cruel se “resiste”: se ejerce una “militancia” local y pensada siempre como respuesta a lo inmediato. Estas políticas (Srnicek y Williams se cuidan siempre de emplear el plural) tienden a coincidir en una suerte de nostalgia por los viejos logros de la izquierda europea, en especial el estado de bienestar británico, y hacen suyos los modos de pensar propios de esas épocas previas a la caída del socialismo real y el auge del capitalismo neoliberal (el jingle “no hay alternativa” propio del thatcherismo y luego expandido, que Mark Fisher llamó “realismo capitalista” a modo de una teoría más general de la cultura de los 90 tardíos y el siglo XXI). Los movimientos Occupy son el ejemplo más fácil de evocar, pero desde esa idea de “resistencia” es fácil encontrar sus equivalentes argentinos, por pensar en un ejemplo cercano. O, sin ir más lejos, las consignas de Roger Waters en sus performances (“permanecer humanos”, “resistir”, etcétera).
La crítica a esta “política folk” es expuesta con claridad: el modo de pensar a la defensiva y esencialmente retrógrado evita que se piense en la construcción de un futuro alternativo, y ahí está el verdadero “hacerle el juego a la derecha”. La izquierda folk, entonces, para Srnicek y Williams, ha descuidado al pensamiento de avanzada, ha permitido que la derecha usurpe y bloquee el futuro, y se dispersa en nostalgias y conservadurismos: no ha logrado dar cuenta del avance acelerado de la tecnología ni ha logrado usar para su beneficio las armas que sí fueron aprovechadas por las políticas rivales.
En Inventar el futuro ese diagnóstico ocupa los primeros tres capítulos, que incluyen (además de algunas apreciaciones un poco extrañas del 2001 argentino y sus consecuencias: por momentos parece que se hablara de un mundo paralelo, una ucronía) una interesantísima historia del modo en que el neoliberalismo pasó de ser una tesis marginal en un contexto ante todo keynesiano a ser la ideología hegemónica. Después arranca lo que podríamos llamar la propuesta específica: que la izquierda debe esforzarse por abrir camino a un mundo postrabajo. Primero, acelerando los procesos de automatización de la mano de obra (aquí, a contrapelo del impulso humanista más evidente, que sería más bien lo contrario: evitar la pérdida de fuentes de trabajo humanas), segundo, estableciendo una renta básica universal y suficiente para vivir de forma holgada. Esto no sólo empoderaría a los desempleados, sino que haría del trabajo una opción personal. La idea no es nueva, por supuesto, y recuerda al JG Ballard de los cuentos de Vermilion Sands (“el trabajo será el juego último”), pero Srnicek y Williams argumentan pausada y concienzudamente los beneficios del desempleo masivo, la mano de obra automatizada y las maneras en que los gobiernos del mundo podrían optimizar sus economías para asegurar la renta universal básica.
En términos de propuestas concretas, el libro no va mucho más allá, y con los dos capítulos finales por delante el lector (bueno, cierto lector, no el militante de la “resistencia” folk) puede pensar que extraña el vértigo aceleracionista de pensar más allá de las subjetividades consabidas y construir un futuro realmente novedoso; es en ese momento que los autores responden que su propuesta de “un mundo sin trabajo” ha de entenderse como la primera fase en el proceso del poscapitalismo, y que no hay manera de saber a dónde nos llevarán los avances tecnológicos. Acá es inevitable encontrar ecos del entusiasmo por la “singularidad tecnológica” que hace al meollo de tantos textos fundamentales de Land, pero Srnicek y Williams se cuidan de parecer un par de escritores de ciencia ficción (cosa que a Land le preocupaba poco y nada: más bien se ocupaba de superar la imaginación de los autores del género) y, a la vez –lo que le da un pliegue de complejidad extra y muy bienvenido a su propuesta–, proponen que, entre otras cosas, lo que hemos perdido son las utopías o que, cuando defendemos la idea de la utopía, en rigor estamos enarbolando las utopías rancias de un mundo pasado hace décadas. Hay que pensar en el futuro sin miedo, señalan, pero también hay que hacer propuestas concretas para el corto y el mediano plazo. Y, en lo que podría pensarse como una de tantas lecciones aprendidas de la escritura y publicación del manifiesto, conviene también buscar cierta retórica de la sensatez.
En ese sentido, el libro es un aporte de primer orden al debate sobre el capitalismo y su final posible. Que se puede criticar o enmendar la visión ofrecida está más que claro, y es de hecho lo deseable, en tanto quizá una de las mayores virtudes de Inventar el futuro es su arenga a que nos despojemos de ciertas taras de ciertas izquierdas y afrontemos la tarea de pensar seriamente en un futuro mejor: en su crítica de la política folk, hegemónica en buena parte de las izquierdas, hay sin duda un elemento de gran interés y un punto de partida para reflexiones necesarias. Las propuestas concretas son discutibles, como siempre, o corregibles o lo que se quiera, pero no puede dejar de apreciarse el impulso de argumentar con rigor y amplitud de miras que exhiben Srnicek y Williams.
Se trata, entonces, de una lectura urgente, necesaria. Digámoslo así: un hermoso punto de partida.
Inventar el futuro: poscapitalismo y un mundo sin trabajo. Nick Srnicek y Alex Williams. Malpaso, Barcelona, 2016 (2ª ed. 2018). 335 páginas.