A diferencia del lector de estación, que junto con el frasco de protector solar compra un novelón de 800 páginas (o la biografía de un líder político, las perlas cultivadas de un ídolo deportivo o algunos de esos volúmenes de pensamientos escritos por filósofos televisivos) para leer bajo la sombrilla en la playa, plegando el borde de la página hasta la que llegó a modo de marcador, para comentar luego en ocasionales chispazos durante el resto del año “leí un libro este verano que no sabés...”, hay personas que hacen del acto de la lectura una práctica vital, casi respiratoria. Así, en su cosmovisión del mundo, en su sistema de valores, en su lisa y llana cotidianeidad las sucesivas capas del material leído van formando sedimentos de reflexión y conocimiento, marcas críticas y esporas de saber que conforman la memoria lectora.
Herido leve. Treinta años de memoria lectora, el frondoso volumen que acaba de publicar el escritor Eloy Tizón (Madrid, 1964), es la puesta en escritura de una vida dedicada a los libros, un repaso a la biblioteca construida con hallazgos y relecturas, con títulos aparecidos por el mero azar y con otros encontrados tras seguirles la pista a esquivos y poco promocionados autores. El volumen es, claro está, la celebración de uno de los gestos más individualistas y libres que puede emprender el ser humano.
Obras y autores
Las reseñas y los artículos que conforman Herido leve (originalmente aparecidos en medios tan variados como El Mundo, Revista de Libros, El Urogallo, El País, Turia, etcétera) hablan de una notoria voracidad lectora, pero también de una variedad de intereses que se evidencia en la larguísima lista de autores y obras que sustentan el volumen. Junto a Gustave Flaubert, Marcel Schwob, Clarice Lispector, Thomas Mann, Mark Twain y GK Chesterton, por nombrar sólo algunos, y todos nombres canónicos, por decirlo de alguna forma, aparecen textos dedicados a autores menos conocidos para un lector promedio, como Arnošt Lustig, Stig Dagerman, Milorad Pavić, Tahar Ben Jelloun y Christa Wolf, por citar solamente a un apretado puñado.
El estilo de Tizón es siempre claro y preciso, informativo y bien documentado, atento a realizar, cuando lo amerita, una presentación del autor y una síntesis del contexto de aparición original del libro, así como la referencia a las eventuales repercusiones críticas y a la inserción del texto en cuestión en el conjunto de la obra del escritor. La prosa llana, no exenta de puntuales iluminaciones en su transcurrir, está pensada para el lector de a pie; en el volumen no hay mayores disquisiciones ni reflexiones ensayísticas, a pesar de que en el recargado y solemne prefacio el autor se empeñe en designar a sus textos como “ensayos literarios”.
Atento lector
El aprendizaje de la lectura como una práctica sostenida, placentera en sí misma, pero también pautada por la pertenencia a un sistema mayor de ejercicio intelectual requiere una educación del ojo para saber separar –oh, odioso lugar común– la paja del trigo. En ese sentido, Tizón avanza siempre sobre seguro; las objeciones que presenta de vez en cuando son decididamente menores y, en ocasiones, pecan de trasnochadas, como cuando afirma que el minimalismo en las novelas de Richard Ford (Canadá, El periodista deportivo, Incendios) se diluye por su propia extensión si se lo compara con la brevedad de los relatos de Raymond Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor, ¿Quieres hacer el favor de callarte por favor?, Catedral), o como cuando al comentar la Antología del cuento norteamericano preparada también por Ford (un volumen de casi 1.300 páginas que Galaxia Gutenberg editó en español en el año 2002) comienza asumiendo el carácter sesgado y arbitrario de cualquier antología para, en el párrafo siguiente, ponerse a cuestionar por qué quedaron fuera determinados autores y por qué se incluyó tal cuento de un escritor y no otro.
Uno de los puntos destacados de Herido leve es la sección titulada “Lámparas rusas”, donde Tizón escribe sobre nueve autores de la tierra de los zares y los sóviets, en un arco que va desde Antón Chejov (de quien desmenuza con elegante precisión La dama del perrito) a Andrei Bítov, autor de La casa Pushkin, novela de corte experimentalista que escribiera entre 1964 y 1971 y que Nikita Jruschov, Leonid Brézhnev y la Guerra Fría volvieron impublicable.
En el artículo “La vida se fue”, Tizón se vale del análisis del libro Confesiones. Vivir en el fuego, de Marina Tsvietáieva (1892-1941), para narrar la degradación moral y vital a la que fue sometida la gran escritora rusa en medio de las purgas y el terror estalinista, para acabar suicidándose tras haberlo perdido todo y a todos. “Es una virtuosa, una pianista a la que han arrebatado su piano, sus partituras, su público, incluso su derecho a tocar y tener dedos, pese a lo cual ella sigue interpretando su vals sonámbulo, una y otra vez, para sí misma. No se rinde, no claudica, no consiguieron domarla, se les escapó: murió (se ahorcó) moviendo las manos”, escribe.
En la acumulación vertiginosa de libros y autores que propone Herido leve, más allá del despliegue escritural de esa memoria lectora con que se subtitula el volumen, Tizón ejecuta ante los lectores, que son sus pares, la construcción de una biblioteca, la suya propia, que en la arborescencia impresa que se va conformando entre tomo y lomo, en un estante y luego en otro, invita, en definitiva, a leer.
Herido leve. Treinta años de memoria lectora, de Eloy Tizón. Madrid, Páginas de Espuma, 2019. 652 páginas.