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Giorgio Manganelli, 1964

A tres décadas de la muerte de Giorgio Manganelli (1922-1990)

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“Corrupta, sabe fingirse piadosa; espléndidamente deforme, impone la coherencia sádica de la sintaxis; irreal, nos ofrece falsas e inconsumibles epifanías ilusionistas. Falta de sentimientos, los usa todos. Su coherencia nace de la ausencia de sinceridad. Cuando desecha su alma encuentra su destino”. Así, con este fragmento de un texto de 1967, Giorgio Manganelli –del que, en este tan aciago 2020, se cumplen 30 años de su muerte– trazaba los escandalosos rasgos de la literatura, su esencia más irreducible, su núcleo de resistencia a cualquier sumisión. El ensayo La literatura como mentira salía en una colección en la que publicaban los miembros más destacados del Gruppo 63, célula de intelectuales que proponía una implosión del establishment literario desde adentro.

El Manga –como se llamaba a Manganelli– ponía de manifiesto una idea de literatura un tanto ajena a la “comprometida”, heredera de los neorrealismos y todavía de moda, y a la comercial y conciliatoria, eternamente en boga. Los adeptos del primer género eran los que “rascan la epidermis de metáforas hasta obtener el Espíritu de la Época, y un líquido pútrido, blando, blanquecino, que es la Weltanschauung”, mientras los demás no estarían ejerciendo el antiguo oficio, ya que “no hay literatura sin deserción, desobediencia, indiferencia, negación del alma”.

Imposible de resumir

El proteínico y concentrado jugo de aquellas páginas era, en definitiva, que a nosotros, los mortales, la literatura nos oponía “su predilección por la muerte, insustituible figura retórica”. Por supuesto, Manganelli estaba hablando primariamente de su propia literatura, que en aquel momento se limitaba a una novela, Hilarotragoedia, escrita “tardíamente” (a los 42 años) y de las obras de sus antihéroes de papel, entre muchísimos otros. Fue un lector insaciable de Thomas De Quincey, Daniello Bartoli, Giacomo Leopardi, Lewis Carroll, el Carlo Collodi de Pinocchio. Pero aquella idea que antepone el esfuerzo semántico, el laberinto sintáctico, la frondosa logomaquia a cualquier otro elemento que compone lo literario lo acompañará durante dos décadas y decenas de libros más, en un corpus de obras que no tiene igual, por coherencia y sofisticación, en la literatura italiana reciente.

Manganelli fue partisano durante la Segunda Guerra Mundial, estuvo a un paso de ser fusilado, y si bien volvió a la Milán natal con su familia, huyó pronto y dejó a su esposa y a su hija, sobre todo a raíz de la relación atormentada que mantenía con su madre, una fanática religiosa que, literariamente hablando, dejó su marca: la religión es un tema recurrente de su producción, aunque siempre trabajada laica y retorcidamente. En Roma empezó su carrera de traductor del inglés (es extraordinaria, entre muchísimas otras, su traducción de los cuentos completos de Edgar Allan Poe) enseñando literatura anglosajona en liceos.

Más tarde también fue profesor universitario, pero la academia lo decepcionó y decidió abandonarla a principios de los 70, para dedicarse únicamente a la escritura, viviendo sobre todo de colaboraciones en diarios y revistas (escribió para los más importantes del país). Esta sucinta y apresurada biografía tal vez le gustara a Manganelli, quien abiertamente se proclamó ajeno a la idea de la trama (“me interesan los libros que tienen un tema, no una trama, libros que son imposibles, o extremadamente difíciles de resumir”, sostenía en 1989): de hecho sus “novelas”, en las que, a menudo, la ficción y el ensayo se vuelven indistinguibles (casi nunca, por ejemplo, los eventuales personajes tienen nombre), rechazan el plot y tejen excéntricos bordados de digresiones, desvíos, glosas. Glosas: esa podría ser una de las claves de lectura de mucho Manganelli (el monumento más directo de tal postura compositiva sería el Nuovo Commento de 1969, que es, para sintetizar malamente, una interminable serie de apostillas a un libro que no existe), elaboradas en un estilo que podríamos etiquetar de barroco (el escritor explicitó, en varias ocasiones, su amor por los autores del siglo XVII).

Arcaísmos, multilingüismo y neologismos desparramados en períodos largos y enrevesados, exasperantes, pero siempre sorprendentes y a menudo humorísticos, que involucran un repertorio –locura, deformidad, demencia, crueldad y, como majestad, la muerte– embebido de significados ambiguamente psicoanalíticos, posiblemente adquiridos durante su terapia, primero con Ernst Bernhard y luego con otros jungianos, que lo acompañó toda su vida adulta. Para adentrarnos en su tupida producción, ya que son muchísimos los libros póstumos que han aparecido en estas últimas tres décadas, además de los “de viajes” que se han recopilado, conviene abordar tres de sus sobresalientes obras, disponibles en castellano.

Tentar al turista

Manganelli inició su carrera literaria con un imposible y oximorónico viaje por el inframundo. Define grandilocuentemente Hilarotragoedia (1964) como una “cosmogonía: catálogo de todas las formas posibles de muerte y separación”, y luego, jugando con viejos tropos retóricos de modestia, como un “tratadito, manualito teórico-práctico”. O, multiplicando las entradas, “como un baedeker sobre las bellezas del infierno, agregando noticias para tentar al turista”, dice en una carta que escribe al artista Gastone Novelli.

Sin necesidad de creerle firmemente a este escritor que proclama la necesidad de una literatura mentirosa, el libro es un acopio abigarrado de notas, acotaciones, perífrasis, acumulaciones, neologismos, antojos lexicales y digresiones que, lejos de explicar, sirven a la máquina literaria para seguir adelante, para abrir nuevas elucubraciones. Es el caldo de cultivo de una literatura antimimética, autónoma. Puro juego con la lengua, puro desdén de la trama, pura mixtura de géneros. Pura provocación al lector. O no tan pura, porque la pureza no puede ser, para el escritor, un valor. Hilarotragoedia funda con el lector esa relación de afable desafío, amable hostilidad, humilde fanfarronada que se mantendrá durante toda su obra. Vínculo que, al ser entrevistado a propósito del libro, asume en términos juguetona y militantemente éticos: al lector es “indispensable someterlo a una serie de frustraciones parciales antes de consentirle el acceso al objeto literario”.

Reto que se exaspera en sus sugerencias de lectura para el inagotable Centuria. Cien pequeñas novelas río (1979): “Si me permiten un consejo, la mejor manera, pero costosa, de leer este librito sería: alquilar un rascacielos que tenga un número igual de pisos que las líneas del texto a leer; en cada piso colocar a un lector con el libro en sus manos; a cada lector se le asigna una línea; a una señal, el Lector Supremo empezará a lanzarse desde lo alto del edificio, y a medida que pase frente a las ventanas, el lector de cada piso leerá su línea en voz alta y clara. Es necesario que el número de los pisos corresponda con el de las líneas, y no existan equívocos entre entrepiso y primer piso que podrían causar un embarazoso silencio antes del reventón. Perfecto también leerlo en las tinieblas exteriores, mejor en el cero absoluto, en habitáculo espacial perdido”.

Pese a la temeraria invitación suicida, a diferencia de su Hilarotragoedia, la superficie de Centuria (1979) se presenta pacífica. Las legiones romanas formadas por 100 hombres a las que hace referencia el título se diluyen en sosegadas cuestiones literarias: a partir de ese 100 que estructura el nacimiento a la literatura italiana con Dante y Boccaccio. Centuria ofrece al lector 100 novelas de una página, una condensación quimérica que sólo se sostiene, como señala, mediante una lectura “anamórfica” que atienda a los “juegos de luz que permiten leer entre líneas, debajo de las líneas, entre las dos caras de la hoja, en los sitios donde se apartan capítulos elegantemente escabrosos, páginas de noble crueldad, y digno exhibicionismo, ahí depositados por pudorosa piedad a infantes y canosos”. Manganelli sustituye la novela, producto masivo por excelencia, por una opción laberíntica: da tramas que el lector deberá tejer.

Encomio del tirano. Escrito con la única finalidad de hacer dinero (1990), último libro publicado por Manganelli, cierra su corpus narrativo. Y si la despersonalización del mercado editorial de los años 80 puede funcionar, como se ha señalado, como contexto para leer el libro, al adentrarnos en él se demuestra como una anécdota superficial, pueril. Con el Encomio el escritor vuelve a sus andanzas antinarrativas, “anarcoides”, palabra que usa para designar a la literatura. Y se niega a complacer inmediatamente al editor, prefiere el desvío, el juego de palabras, la (ficción de la) charla. Crea, para ese editor-tirano, la imagen del escritor-bufón que ostenta el manejo de los procedimientos lingüísticos, que podría contarle historias y divertirlo, pero no lo hace, cuenta sólo fragmentos. Amén de su gozoso contenido metanarrativo y de sus devaneos por una lengua llena de vericuetos, de su artificiosa estructura, Encomio del tirano es uno de sus libros más terribles y más risueños. Una buena entrada para franquear su universo enrevesado; para llegar, a contrapelo, a su Hades.

Finalmente, como emblema, heraldo o insignia de estos y muchos otros libros, hay que citar, una vez más, al Manga mismo, cuando en una entrevista de 1979 repensaba su escritura, desde “la perspectiva de un lenguaje entendido como totalidad absoluta, no atravesable por otra cosa que no sea el lenguaje mismo”. Nadie como él, en el siglo pasado, ha logrado cumplir tarea creativa tan difícil y necesaria.

Fragmento de "Centuria"

“Un escritor escribe un libro acerca de un escritor, que escribe dos libros acerca de dos escritores, uno de los cuales escribe porque ama la verdad y otro porque ella le es indiferente. Estos dos escritores escriben, en total, 22 libros, en los que se habla de 22 escritores, algunos de los cuales mienten, pero no saben que mienten, otros mienten sabiéndolo, otros buscan la verdad sabiendo que no la podrán encontrar, otros creen que la encontraron, otros creían haberla encontrado, pero empiezan a dudar.

Los 22 escritores producen, en total, 344 libros, en los que se habla de 509 escritores, ya que en más de un libro un escritor se casa con una escritora, y tienen entre tres y seis hijos, todos escritores, menos uno que trabaja en un banco y es asesinado en una rapiña, y luego se descubre que en su casa estaba escribiendo una bellísima novela sobre un escritor que va al banco y es asesinado en una rapiña; el ladrón, en realidad, es hijo del escritor protagonista de otra novela, y cambió de novela simplemente porque le resultaba intolerable continuar escribiendo junto con su padre, autor de novelas sobre la decadencia de la burguesía, y en especial sobre una saga familiar, en la cual aparece también un joven descendiente de un novelista autor de una saga sobre la decadencia de la burguesía, cuyo descendiente se escapa de la casa y se vuelve ladrón, y en un asalto a un banco mata a un bancario, que en realidad es un escritor, pero no sólo a él sino también a un hermano que se había equivocado de novela, y buscaba con recomendaciones hacerse cambiar de novela. Los 509 escriben 8.002 novelas, en las que figuran 12.000 escritores, en cifras redondas, que escriben 86.000 volúmenes, en los que se encuentra un único escritor, un balbuciente maníaco y deprimido, que escribe un único libro en torno a un escritor que escribe un libro acerca de un escritor, pero decide no terminarlo, y fija con él un encuentro, y lo asesina, determinando una reacción por la que mueren los doce mil, los quinientos nueve, los veintidós, los dos, y el único autor inicial, que consigue de esta manera el objetivo de descubrir, gracias a sus intermediarios, al único escritor necesario, cuyo fin es el fin de todos los escritores, incluido él mismo, el escritor autor de todos los escritores”.

Traducción GT y RB.

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