Siempre es peligroso, y en un punto hasta intrascendente y arbitrario, que una vez que la bibliografía de un autor se cierra por su muerte se establezca cuál es su mejor libro. Ya la palabra “mejor” desorienta y perturba: parece apelar en demasía al gusto personal de quien la enuncia y hunde el estilete de la duda en la masa de criterios que se ha empleado para definirla. ¿Es Bajo el volcán el mejor libro de Malcolm Lowry? ¿Es Absalón, Absalón el mejor libro de William Faulkner? ¿Es El astillero el mejor libro de Juan Carlos Onetti? Las respuestas a todas estas preguntas pueden ser sí. O no. Que haya sido el libro más atendido por la crítica o la academia, que haya obtenido más premios y haya sido traducido a más idiomas pueden ser razones de peso para convertirlo en el “mejor”, pero no las únicas ni tampoco excluyentes.
Personalmente, me parece que los tres tomos que conforman Los diarios de Emilio Renzi, visto como una unidad en sí misma, publicados en entregas por cuestiones meramente editoriales, conforman el mejor libro del escritor argentino Ricardo Piglia (1940-2017). Allí se encuentra la poética del autor, la conformación de su estilo, el registro de su trabajo diario con la escritura y la biografía final de su notable álter ego. Sin embargo, hay cierta convención establecida entre estudiosos, académicos, periodistas culturales y otros actores del universo literario acerca de que el mejor libro de Piglia es la novela Respiración artificial, de cuya publicación este año se cumplen cuatro décadas.
El libro
En el tercer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, llamado Un día en la vida y editado póstumamente en 2017, nueve meses después de la muerte del autor, en las entradas de los primeros meses de 1980 se asiste de primera mano al proceso febril de escritura de Respiración artificial, así como a su inmediata publicación.
Casi sin dormir, sudando la gota gorda en un tórrido verano porteño, Piglia teclea y teclea su novela. “En diez horas ininterrumpidas de trabajo y con 38 grados de calor, sentado contra la máquina desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, escribí veinte páginas del capítulo II”, registra en la entrada del 9 de enero. Por esos días, las entradas en el diario son breves en comparación con los meses anteriores, fruto del tiempo y el desgaste dedicado a la novela en curso. El libro ha invadido toda su esfera mental, tanto en la vigilia como en el reposo. “En la noche del domingo soñé un poema que incluí después en la novela. El equilibrista camina lento sobre un alambre de púas”, anota el 28 de enero. El diario también aporta detalles estructurales sobre algunos caracteres de la trama, como el dato de que el personaje de Marconi está lejanamente inspirado en el escritor Osvaldo Lamborghini o que el Senador en principio se llamó el Viejo Lafuente. Finalmente, el 2 de febrero Respiración artificial quedó terminada: “¿Será entonces posible? Los sueños más íntimos. Escribir una novela en dos meses. A partir de resolver el capítulo I, escribí a una velocidad increíble, doscientas páginas en menos de cuarenta días”.
Entre febrero y marzo de 1980, Piglia le llevó una copia del manuscrito a Enrique Pezzoni, de la editorial Sudamericana, y otra copia a Óscar Molina, de la editorial Pomaire, que finalmente la publicaría; además de pasársela a varios amigos y colegas como Beatriz Sarlo, Andrés Rivera y Luis Guzmán, todos atentos y críticos lectores que saludaron la obra. “Anoche llamó Pezzoni, elogios excesivos. ‘La mejor novela desde Rayuela’”, consigna Renzi/Piglia en la entrada del 6 de marzo del Diario.
El 15 de mayo, Piglia viajó por dos meses a México y, a su regreso, siguió de cerca el proceso de publicación de Respiración artificial. Curiosamente, el título se le ocurrió el 5 de junio, después de haber firmado el contrato y con el libro a punto de entrar en imprenta. Desechó el primer nombre –La prolijidad de lo real, que es el último verso del poema ‘La noche que en el Sur lo velaron’, de Borges– y optó por el definitivo. La razón del título quedó consignada en la entrada de aquel día, a través de una pregunta que era, en verdad, una marca de la dictadura cívico-militar que desde hacía cuatro años asolaba Argentina y que demoraría otros tres aún en desaparecer: “¿De qué otro modo podría alguien sobrevivir en estos tiempos sombríos?”.
Historia y trasfondo
No es el momento ni el espacio, ni mucho menos la intención ni las ganas de quien esto firma, de glosar acá el argumento de Respiración artificial, una novela de estructura compleja, basada en el plano conversacional y a la que muchos lectores le huyen por difícil y demasiado metaliteraria. Por entre sus páginas brotan diversas historias, nucleadas alrededor del narrador Emilio Renzi, un escritor de 35 años que acaba de publicar su primera novela. El centro del libro lo constituye la segunda parte, denominada ‘Descartes’, ocupada por el encuentro que mantienen en un bar de la ciudad de Concordia Renzi y un polaco llamado Tardewski, trasunto de Witold Gombrowicz, uno de los escritores más admirados por Piglia.
En ese encuentro nocturno, en el que dos hombres conversan hasta por los codos, se cruzan Kafka y un joven Hitler, Roberto Arlt y Borges, Carlos Astrada y Martin Heidegger, Paul Verlaine y Leopoldo Lugones, y muchos, muchos otros. Sin nunca mencionarla directamente, tanto en el cruce epistolar de la primera parte como en la larga conversación de la segunda, se yergue, ominosa, la sombra de la dictadura cívico-militar. En ese sentido, Respiración artificial se distancia de otras obras notables de la época, que también tocaron el tema, como El cerco (1977), de Juan Martini, y Últimos días de la víctima (1979), de José Pablo Feinmann, para dialogar más estrechamente con otro libro también publicado en 1980, Nadie nada nunca, de Juan José Saer, en el que el peligro de la bestialidad criminal de los militares se escenifica a través de la historia de un asesino de caballos en una zona rural de Santa Fe.