En el cuento ‘Sodoma y Gomorra’, que abre el libro homónimo publicado por Curzio Malaparte en 1931, el narrador, de visita por Jerusalén, se dirige a caballo al monte Nebo para visitar el sepulcro de Moisés, cuando se topa de lleno con un polvoriento Ford conducido por Voltaire. El asombro del protagonista por la irrupción del filósofo en otro siglo y a bordo de un vehículo motorizado es aplacado por el propio Voltaire, que afirma: “He llegado a imponerme sobre el funcionamiento de estas máquinas con muchísima mayor propiedad y exactitud que la de muchos de mis discípulos sobre el funcionamiento de mi propio sistema filosófico”.
La idea de incomprensión permea siempre los basamentos de cualquier sistema filosófico, que no termina de cerrarse con la muerte de quien lo enuncia sino que, al contrario, prolifera en nuevas capas de sentido, muchas veces opuestas, contradictorias, a través de las interpretaciones posteriores de sus exégetas y de las críticas o negaciones de sus detractores.
En el caso de quien nació como François-Marie Arouet todo se potencia y se dispara, volviéndose inaprensible, cuajando en nuevos sentidos con el paso del tiempo y manteniendo así la vigencia de la obra que dejó tras de sí, tal como puede comprobar, en este presente aguachento, quien se acerque al Tratado sobre la tolerancia (1763) o al Diccionario filosófico (1764), por mencionar dos títulos canónicos de un corpus variado y extenso.
Censurado, difamado, vituperado y maldecido en vida, Voltaire no se constituyó en una de las mentes más lúcidas de su siglo sólo por la magnitud de su obra sino que, además, como señala David Friedrich Strauss, uno de sus tempranos biógrafos, también fue grande por vivir una larga y dilatada existencia, factor que le permitió asistir de primera mano al auge y caída de algunos poderosos, a la concreción de innúmeros fenómenos sociales y políticos y a la interacción (amistosa a veces, beligerante otras) con muchos pensadores de su tiempo.
Todos los claroscuros de una mente que se mantuvo lúcida hasta el postrer suspiro, así como todas las veleidades, grandezas y miserias de ese período fecundo conocido como la Ilustración, se encuentran compendiadas en el libro Un café con Voltaire, del escritor, periodista y productor televisivo Louis Bériot (1939), una poliédrica biografía intelectual del Patriarca de Ferney escrita como una novela. Construido como una sucesión de diálogos, el libro presenta, en capítulos ensamblados sin un orden cronológico –‘Voltaire y Montesquieu. El enfrentamiento’, ‘Voltaire en la corte de Federico II’, ‘Voltaire en casa de Buffon, naturalmente’, etcétera–, un interesante repaso por algunos tópicos que ocuparon el pensamiento del filósofo (la religión, la tolerancia, la experiencia, la muerte), así como un fresco de los sitios en los que vivió, muchas veces protegido por algún poderoso y otras en plena clandestinidad por haber caído en desgracia tras morder la mano que le daba de comer.
Está claro que Bériot leyó innumerables páginas de y sobre Voltaire (dato que consta en el largo apartado de agradecimientos final), pero a la hora de hacer dialogar a su protagonista con los diversos interlocutores que se le presentan no encharca la fluidez dialéctica con citas de la propia obra del filósofo, ni con interpretaciones al margen, en lo que suele constituir un problema común en este tipo de obras (Un café..., de hecho, casi no tiene notas al pie, exceptuando alguna pertinente puntualización de la traductora). El libro tiene, así, una pátina de texto de divulgación, para no iniciados, digamos, que funciona muy bien con la forma en que Bériot introduce situaciones, escenarios y personajes. Es verdad, también, que a veces se le va la mano en los subrayados, como cuando al relatar la visita que Voltaire, Alexander Pope y Jonathan Swift le hacen a Isaac Newton en Londres, sobre el final del encuentro le hace pronunciar al autor de Gulliver una de sus citas más famosas –“Cuando en este mundo vil aparece un auténtico genio, se le puede reconocer por el hecho de que todos los imbéciles se alían contra él”–, sin que venga a cuento de nada, reduciendo así a quien la pronuncia a la condición de mero figurante.
Entre los momentos más destacados que protagoniza el Voltaire de Louis Bériot quiero detenerme en dos: la visita que el filósofo recibe de Jean-Jacques Rousseau y la inauguración de un pequeño teatro en su patria de Ferney. El encuentro Voltaire-Rousseau, presentado desde el arranque como “irreconciliable”, es un extenso diálogo entre dos hombres que se han leído hasta el detalle, que en la superficie respetan sus alejadas cosmovisiones y que, en el fondo, se odian. Durante varias páginas, ambos caminan por los jardines de Ferney seguidos de cerca por el padre Adam, un jesuita acogido por Voltaire luego de que en 1762 el Parlamento de París suprimiera a la Compañía de Jesús. La conversación es un perpetuo chisperío que amenaza todo el tiempo con convertirse en incendio, pues ante un embate de Rousseau, Voltaire contraataca con munición pesada, y cuando el patriarca cree ganar la partida, el ginebrino le propina una puñalada trapera.
Más adelante, un Voltaire ya viejo y achacoso inaugura un teatro en Ferney, situación que le permite recibir a un puñado de destacadas personalidades –D’Alambert, Condorcet, Richelieu, Madame D’Épinay, etcétera– a las que lleva a recorrer su propiedad, erigida muy cerca de la frontera suiza. Al otro lado de un campo de gusanos de seda, una hilera de chopos marca el sendero para una eventual huida, “en caso de que los esbirros del rey de Francia, o los de los pastores ginebrinos, o hasta los del rey de Prusia, vinieran a buscarme las cosquillas”.
Ameno y cuidadosamente estructurado, Un café con Voltaire se lee de un tirón e invita a leer al Patriarca de Ferney, propiciando así esa conversación silenciosa, nunca monólogo, nunca soliloquio, que suele entablarse con los libros.
Un café con Voltaire. De Louis Bériot. España, Arpa, 2017, 318 páginas. Traducción de Mar Vidal.