“Hace un rato pasó por la calle el Dios Verde”, le contaba Felisberto Hernández a Amalia Nieto en una carta, escrita en Mercedes en 1936. Y seguía: “Es un hombre de unos 35 años, de barba hirsuta y castaña; va por el medio de la calle, descalzo, con un camisón blanco de franela que le llega hasta los tobillos y un poncho patrio puesto en forma de manto como lo llevaba Jesús; vive en una carpita en la costa del río en un lugar silvestre a pocas cuadras de la ciudad”. “Van muchos jóvenes a reírse”, comenta Hernández hacia el final de su descripción, y agrega: “Él lo sabe pero les contesta con dulzura y sabiduría religiosa”, tras lo que concluye: “Impresiona su locura mística”.
Interesado desde hace tiempo por la figura de José Salles –el Dios Verde de la carta–, el poeta y crítico Pablo Thiago Rocca imagina en su nuevo libro de poemas los apuntes de una bitácora imposible del peculiar asceta, a quien imagina fundido con el entorno, como esa talla de la figura de Salles que hizo Hugo Rey en 2007 en un eucaliptus vivo y que, como constató hace un par de años Rocca, va siendo poco a poco “fagocitada” por el árbol, que la cubre con su corteza.
Ganador de un primer premio en la edición de 2019 del concurso Juan Carlos Onetti, Los cuadernos del Dios Verde presenta una nueva línea creativa en la obra del autor de Nada (2009) y La bicicleta etrusca (2014). Marcado por la experiencia del campo uruguayo, la tentación inicial es pensarlo (como hacen los miembros del jurado que lo premió) como parte de la tradición poética “nativista y contemplativa”, aunque estas dos cosas no siempre vayan juntas ni, por lo demás, tengan relación alguna con un “decir genuino”, sea lo que sea que eso quiere decir.
En todo caso, hay en la poesía de Rocca una búsqueda que de algún modo se puede asimilar a una corriente de la poesía contemporánea que Amir Hamed identificaba en el ensayo introductorio de su muestra de poesía uruguaya “Del país al paisaje”, publicada en 2015 en la revista Hispamérica. En ese texto, en efecto, Hamed notaba un repliegue bucólico que comportaba una salida de la polis (y, en consecuencia, de la política y de la confrontación que había caracterizado a la primera literatura de temática campera, la gauchesca): una poesía que el escritor y crítico definía negativamente por su desentendimiento del amor y de la guerra y caracterizaba por la “contemplación fuera de la ciudad” y la vuelta hacia la elegía.
Estos elementos, que no agotan el poemario de Rocca (como tampoco agotaban la obra de Circe Maia, Eduardo Espina, Aldo Mazzucchelli, Roberto Echavarren, Silvia Guerra o Javier Barreiro, los autores elegidos por Hamed), están de todos modos presentes en el tono general del libro (no en vano se trata de la recreación de la voz de un hombre muerto hace 50 años que dejó la ciudad para vivir en la “naturaleza”) y en varios de los poemas, ya sea los que se elaboran a partir del decir de animales y plantas autóctonas como los que esbozan un elogio de la vida retirada.
En este sentido, hay una apuesta a lo mínimo, un contagio de la pequeñez de la fauna y flora del país, que atraviesa varias de las piezas: así, el guazubirá es un “pequeño dios”; el tatú mulita, un “guerrero dócil / acorazado / diminuto”, luego un “diminuto guerrero” y más adelante “cielo dócil”; de la viudita blanca se dice que “su materia es más leve que el alba”, y los ojos del zorro son “pequeños faros”. Ese deslizamiento, en la mayoría de estos casos, se da entre un sustantivo que sugiere cierta magnificencia y un adjetivo que la relativiza, en una discreción del decir que impregna estos versos que, no obstante, buscan dar constancia de un sistema de pensamiento, de una ética y un modo de estar en el mundo, que el poeta imagina que podría ser la de Salles.
Cuando esta vertiente se hace más explícita, tal vez por eso mismo, es cuando el libro se muestra más débil, como en “filosofía de la comadreja”, en el que un impulso se diría didáctico termina por limitar las posibilidades de lectura: mientras en poemas como “la verdad del hornero” se lee una suerte de queja por el uso del animal como metáfora o símbolo (en este caso, de la laboriosidad), a veces este carácter moralista parece colarse en los versos de Rocca. Más allá de estos reparos, el poeta logra momentos de gran vitalidad, en los que funcionan varios niveles de significación.
Un ejemplo se encuentra en las mejores estrofas del ya mencionado “filosofía de la comadreja”, en el que la autorreferencia (“mi madre”, “mi infancia”) aparece inesperadamente entre versos casi enciclopédicos (desde el nombre científico del animal en cuestión como subtítulo hasta el uso de palabras técnicas como “tanatosis”) y perturba la estabilidad de ese “yo” que dice, a quien los lectores tendemos a asociar con la voz autoral y en este poemario pareciera tener un emisor declarado que se desdobla todo el tiempo.
Como contrapartida a esa búsqueda de lo ínfimo referida anteriormente, las más intensas páginas del libro están sin embargo dedicadas a la grandeza. Es lo que sucede por ejemplo con el poema “lechuza de campanario”, en el que las imágenes buscan un desborde y provocan un registro nuevo, tal vez propiciado por la nocturnidad del tema. “yo también vi tu máscara terrible”, dice el poema, que continúa unos versos más adelante: “como un rostro humano la llevabas / y un chistido rayó la oscuridad”, versos que ellos solos justifican la lectura de este libro que, acompañado por bellos dibujos de Conrado Gil Vicente (abuelo del poeta), abre un camino en fuga que puede terminar en un paraíso más terrenal pero no por eso menos luminoso que el otro.
Los cuadernos del Dios Verde, de Pablo Thiago Rocca. Montevideo, Intendencia de Montevideo, 2020, 64 páginas.