Muchas veces, cuando un crítico literario se enfrenta a una obra escrita en un tiempo anterior al suyo, al encontrarse con las marcas de la época propia del autor, evidenciadas en determinadas posturas morales, usos sociales o hasta en el mismo lenguaje, distanciadas del presente del observador, suele afirmar que “la obra envejeció mal”. La gastada muletilla puede hallarse en los análisis de novelas, películas, pinturas, óperas, obras teatrales, etcétera, expresada con total soltura, como si el crítico de marras contemplara todo desde un tiempo autosuficiente y preclaro, y como si la obra de arte analizada debiera incluir, obligatoriamente, la necesidad de satisfacer las particularidades del presente. La máxima de que determinadas obras han envejecido mal, además de subrayar la miopía del crítico, se encuentra en la base de los actuales movimientos en los terrenos del arte que llevaron recientemente, por ejemplo, a que la Universidad de Edimburgo retirara el nombre del filósofo David Hume de su edificio central, a raíz de las expresiones contra los negros manifestadas en algunos de sus textos, o a que una película como Lo que el viento se llevó (1939) haya sido suprimida de la programación de una plataforma de cine por su representación de la raza negra.
Todo esto viene a cuento de la novela Tributo a Blenholt, del escritor estadounidense Daniel Fuchs (1909-1993), publicada en el año 1936 y recientemente vertida al español por la editorial Automática. Ambientada en un par de días de 1935, en un complejo de viviendas del barrio Williamsburg, en el distrito neoyorquino de Brooklyn, una zona especialmente receptiva a las sucesivas oleadas de inmigrantes centroeuropeos, irlandeses e italianos, con una abigarrada comunidad de judíos ortodoxos, la novela capta con creces el pulso del presente de la historia, no sólo a través del lenguaje de la calle, los giros idiomáticos propios que los inmigrantes labran sobre la nueva lengua y las costumbres injertadas en el país de destino, sino, y sobre todo, a partir de las marcas que en la cotidianeidad dejan elementos como el cine, la radio, los periódicos y los avisos publicitarios. La suma de todo eso, que a un crítico como el que fuera silueteado en el párrafo anterior lo llevaría a pontificar sobre el envejecimiento de la obra, funciona a pleno en esta novela de rabiosa cercanía y actualidad.
El arte de Fuchs se luce en la incorporación de los mass media a los conflictos que viven un puñado de personajes: las melodías populares escuchadas en el omnipresente aparato de radio, las funciones continuadas en el cine del barrio, el periódico disputado para leer las tiras cómicas, los resultados de las carreras o las novedades políticas, y el sonsonete de la publicidad como músculo incansable de esa criatura llamada consumo.
Aunque por la cercanía temporal y geográfica, además de por la condición de judíos de los protagonistas, la familia de Tributo a Blenholt se emparenta con la de Días de radio (1987), de Woody Allen, en la que la injerencia de los medios, en concreto de la radio, nuclea las diversas historias que la componen, el principal referente de esta novela temprana de Fuchs es la inconmensurable Manhattan Transfer (1925), en la que John Dos Passos captó la fibra viva de la Gran Manzana, a través de las historias episódicas que va engarzando.
Tributo a Blenholt sigue los pasos de tres amigos veinteañeros que residen en el mismo complejo de viviendas en Williamsburg, desocupados y raleados, cada uno a su manera, del sistema productivo de la sociedad: no tienen empleo, viven de sus familiares directos y acarician sueños irrealizables. El motor de la acción lo constituye Max Balcan, un incansable inventor de objetos inútiles y sistemas dudosos para ganar dinero (desde una línea telefónica de estrenos cinematográficos a jugo de cebolla embotellado para evitar que las amas de casa de todo Estados Unidos sufran al pelarlas), quien se ha propuesto asistir a la ceremonia fúnebre de Blenholt, un inspector de alcantarillado a tiempo parcial y gánster a tiempo completo, arrastrando en el periplo a sus amigos Coblenz (un alcohólico que sueña con la yegua que le hará ganar dinero en el hipódromo) y Munves (un lingüista que vive rodeado de diccionarios, cazando rarezas idiomáticas entre los pliegues de las lenguas).
Si bien los personajes van y vienen, salen del barrio, atraviesan la ciudad, van al cine o suben a altísimos edificios, siempre terminan coincidiendo en el piso de los Balkan, donde la matriarca campea alrededor del teléfono en espera de un llamado que los arranque a todos de su pobreza digna.
Fuchs, prosista ameno y dialoguista torrencial, es un verdadero estilista en la descripción de sus personajes, a los que introduce con pinceladas sutiles, que en la acumulación adensan el carácter. Puede verse, por ejemplo, en la presentación del padre de Max, a quien encontramos por primera vez “sentado en el sofá cama, con la cabeza asintiendo sobre el Tag: un hombre desgastado a pesar de sus colores chillones. Iba vestido con un refulgente y parcheado traje a cuadros. Los zapatos, probablemente diez números más grandes de la cuenta, no solo eran enormes, sino que estaban lacados en rojo. Por debajo del pantalón asomaban unos llamativos calcetines”. Así sigue un buen rato hasta que descubrimos que nos está describiendo a un pobre payaso viejo, que se gana la vida como hombre sándwich para una vendedora de cosméticos y que supo ser, en su país natal y en su lengua, un excelso intérprete de Shakespeare.
Más que como novelista, Daniel Fuchs suele ser reconocido como guionista –Criss Cross (Robert Siodmak, 1949), Panic in the Streets (Elia Kazan 1950), Storm Warning (Stuart Heisler, 1951), entre otras–, labor que desempeñó durante décadas y cuyas particularidades forman parte de otro libro suyo, de reciente aparición en español: Historias de Hollywood (Editorial Gallo Nero), que esperamos comentar próximamente en estas páginas.
Tributo a Blenholt. De Daniel Fuchs. Madrid, Automática, 2020, 314 páginas. Traducción de Enrique Maldonado.