“A la memoria tenés que tratarla a latigazos”, me decía Ida Vitale hace unos meses en su apartamento de Malvín mientras intentaba recordar un nombre que llegó casi al instante.
Algo reacia en artículos y entrevistas al concepto de “generación”, Vitale ejerció siempre un juicio muy propio, muchas veces alejado de las corrientes dominantes del momento, sobre todo de sus más estrictos contemporáneos. En nuestra larga charla, que se interrumpió más tarde para tomar té, hablamos de varios de sus poetas recurrentes, como Enrique Casaravilla Lemos, a quien dedicó especial atención en su momento. “Creo que fue un escritor muy solitario. A mí siempre me gustó Casaravilla, pero no sé si alguna vez me llegué a acercar a él, porque no era alguien que circulara mucho, como [Emilio] Oribe o como [Carlos] Sábat Ercasty, por ejemplo. La hija de Sábat Ercasty, aparte, era mi compañera de banco en el liceo, y él era un encanto, muy generoso”.
“Yo iba mucho a la casa”, sigue contando, “pero iba más por la madre que por Sol, porque era una mujer estupenda. A mí su poesía –es un secreto que mantuve muchos años– no me gustaba demasiado, la verdad. Era muy ampulosa. Lo respetábamos, pero no lo leíamos mucho... Yo por esa época admiraba el soneto, aunque no lo practicara, porque me daba cuenta de que era una forma ya muy de un tiempo y como no iba a escribir sonetos españoles del siglo XV o XVI, prefería el verso libre, que parecía ganar terreno”. Entonces le recuerdo que la que sí escribía sonetos era Concepción Silva Belinzon, a quien conoció “ya de grande”.
“Concepción tenía una zona ligeramente ida”, me dice y se ríe por el juego con su propio nombre, “pero a la vez era fascinante, porque esa misma distracción de repente la llevaba a versos increíbles”. Clara, su hermana, agrega, era tal vez más formada, pero no tenía esos chispazos de genio que caracterizan los por momentos irregulares poemas de Concepción. “Es el único caso que yo tuve cerca de un margen poco claro. Siempre hay...”, dice y abre la charla a la rareza, esa categoría difusa que, siguiendo libremente a Rubén Darío, puso en debate Ángel Rama, primer marido de la poeta, en 1966.
Hablamos de los raros, esa normalidad uruguaya: de los raros “silvestres”, por decirles de algún modo, y de “las rarezas importantes”, como las llama ella, “las rarezas buscadas”. Nombra a Fernando Pereda, un “buen poeta” cuya “rareza principal era pensar que no tenía que mostrar sus textos porque le podían robar”, pero “era un poco el maestro secreto, al que nosotros respetábamos”. Inevitablemente, mencionamos las rivalidades, los choques, algunas de las polémicas que marcaron a ese grupo de creadores diversos que por comodidad llamamos “generación del 45”.
“Creo que la literatura en aquel momento era mucho más campo de batalla que hoy”, sentencia, “quizás porque había dónde publicar... Cada uno pretendía ser el poeta de tal revista o de tal lugar... Fue un género difícil la poesía, desde el punto de vista humano...”. ¿Y la crítica?, le pregunto. “La crítica tenía derecho a decir lo que se le ocurriera”, dice, y no puedo dejar de mencionar las peleas entre los críticos, a la que volveremos después, cuando le mencione a Emir Rodríguez Monegal: “Yo tuve siempre muy buena relación con Emir”, comenta, “era simpatiquísimo”. “A mí el estilo un poco inglés de Emir me encantaba... era muy especial, pero muy inteligente”.
Es imposible no hablar de esas generaciones de poetas y narradores, sin embargo, sin comentar las publicaciones periódicas que fueron espacio de esas luchas culturales, y si hablamos de revistas, para Vitale primero está Clinamen, cuyo consejo editor conformó siendo estudiante en la Facultad de Humanidades junto a Víctor Bacchetta, Manuel Claps y Rama. ¿Quién decidía qué se publicaba?, le pregunto. “El que ganaba”, dice riéndose. Y, lentamente, llegamos a Número, dirigida en un principio por Rodríguez Monegal, Claps e Idea Vilariño. “Número era más bien como enemiga”, afirma, “porque era otro grupo: era Emir, que era amigo mío, pero no de Rama, para nada. Él tuvo el buen gusto de pelearse con Rama pero no conmigo. Yo se lo agradecí y lo incorporé en mi sector privado”, agrega. “Y después había otros grupos que ya estaban muy separados, por ejemplo...”. Asir, la interrumpo. “Ah, los asires, sí... Defendían a gente que no nos gustaba tanto, o que no nos interesaba, tal vez por ignorancia nuestra”. ¿Y el nativismo? “Nunca me funcionó mucho... Supongo que hay cierta coherencia en una época y después una la va perdiendo, a fuerza de ser equitativa”.
Sin embargo, le recuerdo, ella fue de las pocas en reconocer en su momento el genio de Felisberto Hernández, poco querido, al menos en un principio, por Rodríguez Monegal, Rubén Cotelo o Carlos Martínez Moreno. “Lo que pasa es que Felisberto era complicado”, advierte. “Yo toda la vida tuve dos amigas a las que adoré, muy amigas entre ellas, mayores que yo, pero estupendas: Laura Escalante y Amalia Nieto. Amalia era mucho más discreta que Laura, a quien Felisberto le parecía un monstruo”, un desastre como marido de su amiga. “Felisberto a mí me fascinaba, pero es cierto que había un plano en el que había que pensarlo dos veces para tomárselo en serio, aunque como escritor era una maravilla”. Le hago notar que en esa época no todos decían lo mismo, a lo que responde: “Yo creo que mucha gente juzgaba a la persona en vez de juzgar el texto. A mí me parecía el gran escritor, pero es probable que Emir lo viera como un peligro nacional, que creara una escuela... No sé: Felisberto era lo bastante original como para que nadie pudiera incurrir en plagio. Nadie lo hizo”.
Pasamos entonces a dos escritores cercanos, José Pedro Díaz y Amanda Berenguer, en cuya editorial La Galatea, con la imprenta de tipos móviles que ahora forma parte del acervo de la Biblioteca Nacional, Vitale publicó sus dos primeros libros: La luz de esta memoria (1949) y Palabra dada (1953). “Era muy divertido”, rememora, “porque los fines de semana nos reuníamos para imprimir y era una actividad de toda la tarde, porque ponías la hoja, imprimías y te quedaba una parte más oscura, otra más clara... era como un ritual: se veía cómo había resuelto manifestarse la máquina y ahí empezabas a rellenar, a poner papelitos debajo, a probar para que aquello que era blanco ahora quedara negro”.
Al rato llega su hija Amparo, que se había ausentado un momento, con algunas copias de esas primeras publicaciones, en buen papel, impresas en rojo y negro, en un formato similar al de la editorial francesa Gallimard: “Éramos pretenciosos”, afirma Vitale mientras observa un ejemplar, “y hacíamos dos tiradas distintas, con diferentes papeles”. Me cuenta, por ejemplo, de la edición de Une métamorphose (1945), de Jules Supervielle, en formato más grande y muy cuidado, y hablamos del poeta a quien que tanto tradujo y, más particularmente, a su experiencia traduciendo teatro, como hizo con El ladrón de niños, adaptación de la novela homónima del escritor francouruguayo para una puesta de Escalante.
“Traducir teatro es distinto”, me dice, “porque ya la fidelidad no es al texto sino a la lengua y a que corra en español: hay que ocuparse de que lo que se dice sea fácil de decir, porque lo primero que hace un actor es preguntar si algo se dice así, si queda bien. Y el resultado tiene que ser distinto a lo que leés, algo que le llegue al público”. Y reflexiona: “En realidad, todas las cosas que uno hace tienen siempre una particularidad. Uno dice traducir, pero una cosa es traducir una novela, un libro de ensayo, y sobre todo es distinto lo que va a ser dicho. Es un mundo aparte el de la traducción: te tiene que gustar la lengua, te tiene que gustar ponerte al servicio, adaptar. A mí me gustaba traducir teatro porque además de ganar bien lo hacía con amigos, para amigos”.