Dentro de los vastos terrenos de la novela negra hay autores que se apropian, por necesidades de las tramas que desarrollan, por las características de sus personajes centrales o por cuestiones más personales incluso, de determinados ambientes, volviéndolos marcas recurrentes de su obra. Sin salir de las fronteras de la novela negra estadounidense, pueden mencionarse acá, a modo de meros ejemplos y sin ningún afán de completud, las zonas residenciales pobladas de mansiones de Los Ángeles que recorre el detective Lew Archer, de Ross McDonald; los escenarios portuarios o en alta mar de varias novelas de Charles Williams; los espacios suburbanos que se vuelven rurales en varios libros de Jim Thompson; y las barriadas de la comunidad judía de Nueva York en diversas historias escritas por Jerome Charyn. En esa asimilación de una obra literaria con un espacio geográfico determinado, pautada por su propia toponimia y las particularidades funcionales de su territorialidad, hay que inscribir a la llamada “Trilogía de los pantanos”, del escritor misuriano Daniel Woodrell (1953), iniciada en 1986 con la aparición de Under the Bright Lights, que el sello español Sajalín ha publicado como Bajo la dura luz.
La acción de la primera entrega de la saga, así como de las dos novelas siguientes –Los matones del ala (Muscle for the Wing, de 1988), también editada por Sajalín, y The Ones You Do (1992)– se ambienta en la ficticia ciudad de Saint Bruno, Louisiana, un enclave delictivo fermental, de urbanizaciones modestas y casas destartaladas a las que se accede por sinuosos caminos de tierra, y rodeado por peligrosos y malolientes pantanos. El protagonista de la trilogía es el detective Rene Shade, un exboxeador devenido sabueso policial que, al menos en la primera entrega de la serie, se mueve de manera bastante pachorrienta, desdibujándose su importancia en la trama entre el accionar de algunos delincuentes, otros policías y la propia familia del detective, en la que se destaca la figura de su hermano mayor, un personaje ambiguo, propietario de un bar de mala muerte frecuentado por todo tipo de malandras y que, gradualmente, va adquiriendo mayor peso en la novela.
Daniel Woodrell es un escritor directo y conciso, expulsado de los Marines cuando joven por “tendencias antisociales graves”, que desde hace años vive (y escribe) en una cabaña perdida en medio de los montes Ozark. Estos trazos biográficos, repetidos en muchas reseñas y entradas sobre el autor, suenan más a una baladronada explotada por los editores que a hechos relevantes que se transmuten en verdadera literatura, aunque es cierto que en Bajo la dura luz se aprecia una tendencia a desestabilizar las resobadas convenciones del género policial (las mismas con las que año tras año muchos autores publican novelas como chorizos), ensamblando dos historias que fluyen en paralelo –la investigación propiamente dicha, llevada adelante por Rene Shade y un puñado de agentes y oficiales inútiles y desencantados, y una suerte de crook story (ese subgénero protagonizado por los delincuentes, en el que brilló con creces el injustamente olvidado novelista William Riley Burnett) que sigue los pasos de un par de sicarios menores. Las dos líneas se terminan entroncando en uno de los pantanos antes mencionados, dándole forma a un clímax y posterior resolución que se leen con avidez, sin respiro, y en el que Woodrell contrabandea de gran forma, a través de su personaje central, ciertas reflexiones sobre el paso del tiempo que se aplican, en realidad, a la propia evolución del género que cultiva: “En la época en que Shade llevaba zapatos brillantes de punta afilada, las navajas eran algo vulgar, y las pistolas de acción simple eran un signo de madurez. En estos tiempos, a veces uno tenía la impresión de que cualquier quinceañero que se preciase había disparado a alguien al menos una vez con un fusil de asalto. La violencia había perdido el toque personal, la supervivencia había perdido su componente de orgullo y había sido sustituida por las cobardes posibilidades que ofrecía la tecnología avanzada”.
Conviene detener acá cualquier otra referencia a la trama de Bajo la dura luz, experiencia que es mejor arremeter de primera mano, a sabiendas de que la aparente tosquedad en el desarrollo de la historia (o de las varias historias que nuclea) oculta precisos ramalazos de sentido, desestabilizadores giros y pertinentes elipsis que afloran en su verdadera significancia llegado el caso, para consignar un par de apuntes sobre la aparición de este libro en el marco de la colección Al margen, del sello Sajalín. El género negro goza de buena salud en el mercado editorial en español, tal como refleja el mismo catálogo de esta colección, poblado de títulos firmados por autores como Newton Thornburg, Ted Lewis, Edward Bunker y Chris Offutt, entre otros. La traducción que firma Diego de los Santos puede resultarles excesivamente ibérica a algunos lectores de estas tolderías (en la página 16, por ejemplo, se lee: “El chaval parecía duro como la gente del campo, pero era hortera como un paleto”), aunque se trata de un elemento decididamente menor en la ecuación si uno baja la guardia y se deja atrapar por la impronta de una historia bien contada.
Bajo la dura luz. De Daniel Woodrell. España, Sajalín, 2022, 224 páginas. Traducción de Diego de los Santos.