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100 años de Orfila Bardesio: Cuando me llaman, mi nombre tarda siglos en llegar (*)

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Porque el vuelo las trae a la mirada,
las gacelas no se preocupan.
Orfila Bardesio

1. Gacelas

Hablemos de gacelas, ese animal no muy grande que cruza a los saltos la sabana africana —al menos en los documentales que veía de niño— siempre huyendo de algún predador, idealmente una leona. Tiene una cara peculiar, la gacela, esos cuernos casi rectos, levemente curvados hacia atrás, los colores que buscan perderse entre los pastizales amarillentos de su hábitat natural. Frente a su lejano pariente el ñu (después de todo, ambos son bóvidos), que deja ver cierta pesadez en el cuerpo y los modos, la gacela atraviesa la imaginación en certeros movimientos rítmicos, casi sin hacer ruido, precisa y elegante. ¿Qué mal puede hacer, por eso mismo, una gacela que corretea por el poema, el animal ya no en sus amplias planicies, sino la otra gacela, un sonido vuelto símbolo en la página estática? Uno respondería que se trata de una criatura del todo inofensiva, pero sin embargo su presencia repetida ocasionó crudas lamentaciones a fines de los años 40, cuando a juicio de algunos críticos infestaba como una especie invasora, junto a otros extraños animales del todo ajenos a nuestro entorno, a la poesía uruguaya.

En 1949 y con motivo de los polémicos resultados del concurso de poesía organizado ese año por la asociación Amigos del Arte, Sarandy Cabrera traza en una nota publicada en la revista Número una tosca genealogía que va hasta principios de la década, cuando la literatura rioplatense empezó según él a llenarse de curiosas bestias: “después y paralelamente a Canto [1940], de Sara de Ibáñez”, dice el poeta crítico, “aparecieron [...] una serie de poemas de afilada retórica y vacío interior, poblados de lugares comunes, flora y fauna que podría enumerarse con: palomas, leones, musgo, tigres, cisnes, gacelas, abetos, almendros, etcétera”. No obstante será, a pesar de la lista extensa, el herbívoro africano —acostumbrado, según sabemos, a ser presa— el que vuelva a aparecer tiempo después en la pluma de Mario Benedetti, que califica desdeñosamente a la lírica de los poetas posteriores al 900 como una poesía “de corzas y gacelas”. Son ya los años 60, y el poeta sigue denunciando lo mismo que notaba, a fines de los 40, su colega Cabrera: esa fauna y esa flora “tímidamente librescas” y, además, “una total ausencia de reales asideros” que signaba a esos escritores cuyo gesto no era ya de “evasión” sino de lisa y llana “ajenidad”.1

En 1946 había sido publicado Poema, un libro de algún modo iniciático de Orfila Bardesio —posterior a Voy! (1939), de adolescencia, y a La muerte de la luna (1944)— en el que Ola O Fabre (seudónimo de Idea Vilariño) veía ya estos mismos rasgos que criticarían luego Cabrera y Benedetti. Tras señalar, en su reseña aparecida en 1947 en la revista Clinamen, al libro como “uno de los acontecimientos poéticos más importantes del año pasado”, la crítica afirma: “El lenguaje, que es en demasía fino, escogido, abunda en palabras poéticas a priori, palabras como garzas, gacelas, capullo, medusa, terciopelo, las habituales flores bellas: magnolias, nardos, deplorables desde todo punto de vista”. El juicio es tajante y coherente con la búsqueda poética de Vilariño, que se despacha a la vez contra la introducción de Jules Supervielle, figura fundamental en la historia intelectual de Bardesio, que lo conoce siendo muy joven y quedará marcada por el sostenido entusiasmo del francouruguayo en relación a su poesía. Supervielle, de más está decirlo, iría en la dirección opuesta de Vilariño: para él, a partir de la lectura de la poesía de Bardesio “hay palabras como leopardo, cordero, cisne, que serán asociadas para siempre a su nombre de poeta, de gran poeta”, porque son palabras que “Ascienden a la superficie de sus versos y allí se fijan sin perder levedad”.

Tal es su fascinación con sus versos que, en un texto celebratorio de la poesía americana llamado “Champs-Élysées”, de 1946 —aparecido en el libro Oublieuse mémoire, de 1948—, la mencionará representando a los uruguayos junto a Roberto Ibáñez, Carlos Rodríguez Pintos y Juana de Ibarbourou (estos dos últimos, jueces en el concurso que provocó la indignación de Cabrera en 1949). Única figura de la poesía joven del momento en el verso de Supervielle, su aparición allí será significativa, porque esa vinculación con escritores y artistas de otras generaciones va a marcar de algún modo la creación de Bardesio, que claramente se sentía más cómoda entre sus mayores, como se evidencia en su libro de ensayo autobiográfico El pasado cultural uruguayo (2006), en el que están ausentes los grandes nombres de la llamada generación del 45 y aparecen en cambio los de las principales figuras de décadas anteriores, como Felisberto Hernández, Supervielle, Alfredo y Esther de Cáceres, Joaquín Torres García, Carlos Vaz Ferreira, Susana Soca, María Eugenia Vaz Ferreira o Alberto Zum Felde. Tal vez sea por esta elección afectiva, que aparece siempre apoyada sobre sus propias concepciones morales y estéticas, que en 1968 Enrique Fierro la incluye y excluye a la vez de su selección de poetas “del 45”. En efecto, si bien la incluye al mencionarla en su ensayo publicado como parte de Capítulo Oriental, a la vez la excluye al hacerlo a través de un recuadro en el que la califica —a ella, que cuenta en sus textos en prosa las numerosas tertulias en las que participó desde adolescente— como “Una solitaria”. Peor destino tendrá Concepción Silva Bélinzon, que será, apenas, otra solitaria.

Casualmente o no, se trata de dos poetas vinculadas a Supervielle, que vio en ambas el verdadero genio poético. Ambas, por su parte, se lo agradecieron dedicándole algunos de sus mejores poemas: Silva Bélinzon, en 1965, desde las páginas de El más justo llamó; Bardesio en un texto de Uno. Libro segundo, de 1959, que, según me ha contado José Fernández Bardesio, estaba entre los preferidos de su madre.

2. “Gacelas”

En 1902, Rainer Maria Rilke está en Francia, donde se encuentra con Auguste Rodin y, a pesar de sus inmensas diferencias de carácter y de los 35 años de vida que los separan, se hace su amigo. Rilke está todavía buscando una voz y admira el trabajo de su mayor, que se ve tan seguro de lo que hace, tan dueño de una herramienta que usa con maestría, siempre trabajando, como si no dudara. “Mire los animales”, le dice Rodin, repitiendo el consejo que le había dado su mentor, Antoine-Louis Barye. Y eso hace el poeta: va al Jardin des Plantes y pasa sus tardes observando a las fieras cautivas, que podían —como no podían los objetos— mirarlo a él.2

De esas visitas nacieron poemas en los que esas observaciones pacientes del animal enjaulado se transforman en algo que trasciende su inmediatez. “La pantera”, que es la que daba vueltas en su jaula y es la estatua del felino que poseía Rodin, se transforma en los versos en una excusa para una reflexión sobre los espacios del adentro y del afuera, sobre la vida auténtica, sobre la voluntad. “La gacela” surge en otro viaje a París, en 1907, en otras idas al zoológico, en el que tres de estos animales le llamaron la atención y lo obsesionaron: no podía dejar de mirarlas. Dice, en esos versos, que se mueven como si fueran metáforas, y que sus cuernos parecen los dos brazos de la lira, imagen metonímica de la poesía por excelencia. Estancado en sus nociones románticas del poeta inspirado, Rilke encontró en el sencillo consejo de Rodin una vía para transformar el mundo en algo suyo y el poema se le aparece así como una experiencia.

Yo podría haber buscado, por supuesto, otras palabras, obsesionarme con la recurrencia de otros animales en esta poesía, la de Orfila Bardesio, profusa en naturaleza, pero hay algo en la gacela, que es también la gacela rilkeana, que me resulta especialmente conmovedor; quizás esa irritación que provocaba en los críticos, que parece tan exagerada frente a su inocencia. Sin embargo, creo que ahí se puede encontrar un símbolo de esa soledad que veía Fierro, que tenía que ver precisamente con la distancia de su poética con la de sus contemporáneos más estrictos, que pensaban, en buena medida, en el lenguaje como un mero instrumento o como un medio y por eso, acaso, despreciaban la metáfora, las palabras poéticas, lo libresco. Los interlocutores de Bardesio serán, como hemos visto, en consecuencia, en su mayoría sus mayores, que se convertirán en sus principales promotores, los que verán una poesía que en esa repetición de términos consagrados buscaba algo que va más allá de la voluntad (apreciable en otros, por cierto) de hacer poesía, de entrar en un mundo precodificado por la puerta de las palabras prestigiosas. Bardesio construye, sirviéndose de la tradición y de sus propios acercamientos, una forma de decir que tensiona los registros de lo religioso y lo sensual, en un mundo que había inaugurado para la literatura Charles Baudelaire en sus famosas correspondencias, en versos utilizados como epígrafe de Uno. Libro primero (1955).

La poesía aparece entonces como un espacio de realización de esas correspondencias, un mundo hermético en el que las cosas se comunican de manera esencial, donde todo tiene un eco y llama a un nuevo sentido, un mundo ordenado y evocador que existe en los límites estrictos del verso, de un lenguaje que, por más que tenga un referente, no refiere a nada, es en sí mismo. En el primer libro de Uno, y a pesar de las lamentaciones de Cabrera y Vilariño, las gacelas abundan; aparecen, aunque menos, en el segundo tomo, y en el tercero, de 1971. Están también en Juego, de 1972, en La flor del llanto, de 1973, y reaparecen más adelante en Dieciséis odas y una canción (2001) y en su libro final, La canción de la tierra (2009).

En “Paisaje”, de Juego, se lee:

Muros intensos separan a la niña de su aire
con noches duras.
Su voz quebrada vuelve sobre ella misma,
sin las gacelas que la enviaron:
¡Guía, muéstrame el mapa de mi país,
muéstrame el puerto de mis naves!
¡Mientras camino, permíteme llorar
en pinos altos!,
¡ayúdame a pronunciar su idioma!
¡Dime si puedo entrar en sus templos
con mis manos desnudas!
Para besar un olor a resinas,
¿debo morir, antes que él
me ofrezca sus promesas?
¿Debo bañarme en el río? ¿Debo callar?
¿Debo perder los años en un instante?
¿Beber un siglo al mirar, al decir,
o debo dar la sangre a una liebre
presa de rojas furias inocentes?
¿Extraviarme como mendigo
enamorado del mundo,
conquistar territorios con mis llantos?
Para rezar en la oración
y para arrodillarme en la humedad,
¿debo de haberme ahogado
en el océano, hace mucho,
y tener la salud de ese bautismo?
¡Oh, Guía! ¡Tuerce la brida hacia la sombra!
¡Cúmpleme en la penumbra de los pinos!
¡Dame mi paso en esa catedral,
mis pies en esa tierra,
mi fuerza en sus victorias,
y déjame anidar en el secreto
aunque la luz me toque desde lejos!
¡Yo quiero ser la sombra,
quiero que al fin la esclava,
la olvidada, la pobre,
a sonidos y a huesos,
sea invitada!
Guía: ¡llévame a conocer mi rostro
por los estanques nunca sostenido!,
¡llévame ante mis madres y mis hermanos!,
¡preséntame a los miembros de mi familia!
¡Cuenta las peripecias de mi viaje,
los vivos cementerios en que he sido enterrada!
Condúceme al calor que diga con silencios:
“esta es tu casa, entra...”
—Cuando el punto que el Ángel sostenía en sus manos
sobre el exhausto pecho de la niña es labrado
una paloma alumbra.—

Hay entonces un repliegue sobre esas palabras certeras, no demasiadas, pero notorias: está la gacela, por supuesto, pero están también el ángel, el pino, la liebre, la paloma. Están los lugares de la poesía religiosa de una manera que se puede encontrar en la obra de Christina Rossetti, está el ruego como forma retórica, cierta dimensión dramática de los versos que aparecen como oración, dichos, palabra proclamada. Hay un mapa de lo ideal, los tropos de la expulsión y del retorno, ¿quién es el Guía, con mayúscula? ¿A dónde se vuelve esa voz de la niña, figura ideal del abandono? Se puede concebir ese momento de soledad, de noche, ese momento de búsqueda de esos mundos que están más allá de este mundo, una comunión perfecta con lo otro y con uno mismo. Esa peregrinación se dice con palabras elegidas, repetidas a través de los libros, ese deslumbramiento de corderos y de cisnes, de ciervos y de cebras, de un mirar que es ideal, emblemático. Bardesio crea así un mundo que se superpone al otro, ese paisaje alumbrado, que hay que ir descubriendo, que está más allá de los sentidos. Como la pantera de Rilke, que cree que el mundo es una celda pero a veces parece poder ver lo otro, que se le escapa, la niña del poema parece a su vez entender que hay algo más, como si, para usar la imagen del poeta alemán, un telón se levantara de sus ojos, y lo reclama. Esa iluminación, ese retorno a la casa, a la quietud.

Hay por eso, en esta poesía, una búsqueda narrativa: porque se trata de un viaje. Y hay, a menudo, alguien que habla: porque se trata de encontrar en las cosas, en los animales, en “lo inanimado que amó el divino Hesíodo”, según el verso de Rubén Darío, un lenguaje que es más que humano. Y hay, muchas veces, un deslumbramiento: porque ese encuentro es siempre un éxtasis.

(*) Texto leído en un evento organizado por la Biblioteca Nacional realizado el 18 de mayo pasado, fecha del centenario de la poeta.


  1. Sobre esto, véase el artículo “Cruces y caminos de las antologías poéticas uruguayas”, de Pablo Rocca. 

  2. Leer, a este respecto, You Must Change Your Life. The Story of Rainer Maria Rilke and Auguste Rodin, de Rachel Corbett. 

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