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Rosario Lázaro.

Foto: N. Ritter

Rosario Lázaro Igoa: Soberana de sus letras

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A fines de 2021 apareció Cráteres artificiales, una colección de cuentos que confirmó a Rosario Lázaro Igoa como una de las voces fundamentales de la narrativa reciente uruguaya.

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En 2006, había contribuido a una colección autogestionada, que promovían exparticipantes de los talleres de Mario Levrero y que publicó Delfos, con Mayito, la vuelta al balneario, una novela corta hoy inconseguible. Diez años después, y tras haber participado en concursos y publicaciones colectivas, como la influyente El descontento y la promesa, que antologó Hugo Achugar en 2008, apareció Peces mudos, una serie de relatos tan cuidados como envolventes que proponían escenarios y puntos de vista poco usuales en la literatura local.

Cráteres artificiales expande los mundos de Peces mudos: lo extraño, lo que descoloca casi imperceptiblemente se mueve por momentos en un entorno claramente cosmopolita –o aterritorial, como prefiere llamarlo ella– para pasar, en pocas páginas, a paisajes rurales fácilmente reconocibles. El crecimiento también se percibe en el sentido original: la mirada adulta aparece como una práctica asumida, lo que también marca una distancia con gran parte del arte producido por uruguayas y uruguayos sub 45 (o sub 50).

En cualquier caso, la aparición de Cráteres artificiales es una buena excusa para hablar, vía Zoom y a contrahorario, de las conexiones entre traducción, crónica, periodismo, puntillismo y otras obsesiones de Rosario Lázaro.

Una de tus voces tiene algo poco común en la narrativa reciente uruguaya: muchos de tus cuentos están contados desde el punto de vista de una mujer del ámbito rural –o no urbano–, generalmente joven. ¿Lo buscás así, o no es algo tan importante?

En alguna conversación vos hablabas de un lenguaje descentrado, que no es necesariamente el de Montevideo. Hay dos cosas ahí. Por un lado, en la construcción del argumento de la mayoría de mis cuentos está mi falta de centro, mi tránsito por diferentes espacios, no solamente geográficos. Nací en Salto, me crie en La Paloma, y estuve siempre muy ligada al medio rural por cuestiones familiares. Mi padre era agrónomo y yo lo acompañaba; incluso trabajé en una asociación de productores rurales. O sea, tengo esa vivencia del campo como algo usual. También está el mar omnipresente en La Paloma, y toda la vivencia del interior, que no necesariamente es costumbrista ni regionalista; no es lo que quiero tematizar en los cuentos. Y después, claramente el hecho de que yo no estoy en Uruguay, y no lo estoy desde hace 15 años. Ese descentrarse o esa aterritorialidad, si se quiere, de los escenarios de mis cuentos es deliberada y no lo es. Nunca todo es deliberado en la literatura, pero sí me interesa que no estén anclados en un lugar. Me interesa sí trabajar ese lugar más allá de la referencia. Sí puede ser La Paloma, sí pueden ser las sierras de Rocha o, como en el último libro, lugares de Brasil, pero no es Brasil lo que me interesa que esté en el texto, sino más bien una atemporalidad y una aterritorialidad. Los textos de Quiroga hablan desde un lugar bien delimitado, pero no es eso lo que me interesa de Quiroga, sino las tensiones que se establecen entre el individuo y el espacio en que está.

Por otro lado, creo que las narrativas urbanas están ancladas en referencias que son muy inmediatas y que además son compartidas por una gran cantidad de lectores. O sea, si hablás de Montevideo estás compartiendo espacios, vivencias, referencias. En el caso del interior tenemos un espacio que no ha sido poco escrito, pero no deja de ser un espacio que no está colonizado por la literatura. Pienso “Tristezas de la otra banda”, el cuento de Haroldo Conti sobre una ida a La Paloma en el que habla de todos los sentimientos encontrados del mar y de sus amigos que lo esperan, y en definitiva es uno de los pocos referentes que tengo de un espacio que es tan mío. La Paloma es mi espacio por excelencia, adonde vuelvo obsesivamente. Pero es y no es: es un espacio construido gracias a la distancia, gracias a la escritura.

Cuando hablás de que transitaste espacios no sólo geográficos entiendo que te referís a espacios culturales, porque en tus recorridos has estado trabajando, investigando académicamente, estudiando.

Yo estudié Comunicación sin saber mucho qué estaba estudiando, y estudié Letras. En un momento dejé Letras porque me di cuenta de que no iba a ser investigadora ni docente, aunque después terminé siéndolo. Hice un posgrado en traducción literaria, el único que hubo desde la Udelar, en 2005, y eso me abrió una ventana para unir el interés por la literatura, por las lenguas y por el análisis del discurso. Eso me permitió aplicar a una beca en la Universidad Federal de Santa Catarina, adonde me fui en 2009. Ahí hice la maestría, el doctorado y un posdoctorado. Fui reflexionando sobre la traducción, dentro de la traductología, y empecé a traducir sistemáticamente, desde el portugués y desde el inglés. Eso me dio una visión muy micro de la literatura, que agradezco: la visión de leer para traducir, del meterte de manera detallada en la literatura de otros. Por eso pasé varios años sin escribir, porque quedé paralizada por esa hiperracionalidad sobre el texto escrito. De cualquier manera yo seguía escribiendo, y muchos de los cuentos de Peces mudos fueron escritos durante ese período de relativa inmovilidad.

Digo que paré de escribir porque yo había sacado un libro en 2006, Mayito. Fue una especie de experimento, muy ligado a una prosa poética. Había descubierto con mucho asombro la literatura de Clarice Lispector, sus crónicas, y estaba fascinada. Venía leyendo a Virginia Woolf. Era una escritura más intuitiva, más transgenérica. Son escritos que se ligan entre sí, pero no era una novela en sentido estricto.

Eso seguía ahí atrás, y yo seguía traduciendo. Escribía de vez en cuando cuentos a pedido. Estuvo el concurso Entintalo [organizado por el Centro Cultural de España en 2011], donde publiqué el cuento “Chamizo”. En 2014 yo estaba en Bélgica, escribiendo la tesis, que fue una antología comentada de cronistas brasileños del siglo XIX y principios del siglo XX traducidas al español. Estaba traduciendo y reflexionando sobre la crónica, sobre estas formas modernas de inserción de la literatura en el periódico, cuando me llegó el pedido de Julia Ortiz, editora de Criatura, para publicar. Fue como un regalo, porque yo no lo había pensado demasiado. En ese momento ya habían salido uno o dos textos en la revista Lento, que fue un catalizador de esa escritura tan dispersa. Durante 2016 trabajamos los textos con Julia y con el título Peces mudos salió ese año. Fue algo que quería, pero no esperaba.

Seguí viviendo en Brasil, estaba haciendo el posdoctorado, más centrada en las antologías, en las mediaciones de la traducción, en el encuentro entre la literatura traducida y la literatura vernácula. Me interesa más estudiar esa reciprocidad que la crítica de la traducción. En 2018 ganó Bolsonaro y las cosas en Brasil se complicaron. No quiero ser ingrata, porque fue un lugar excelente para mí y conocí a intelectuales muy interesantes; Brasil fue muy generoso conmigo, pero pasaron también cosas a nivel personal. Falleció mi padre, quedé embarazada y surgió la posibilidad de venirse a Australia a través de mi marido, Norberto Ritter. Nos vinimos con la idea de ir y venir; yo había ganado un concurso en el CURE de la Udelar así que pensaba alternar semestres. Pero, pandemia mediante, las cosas se fueron al tacho. Estoy en Australia pero mayormente trabajo para Uruguay. Eso me hace estar en un horario bastante desfasado, y tengo una visión bastante extranjera de Australia, también por la pandemia. En enero del año pasado nos mudamos desde Adelaide, al borde del desierto, a Sídney.

¿Los cuentos de Cráteres artificiales fueron escritos en esa especie de aislamiento?

Hay uno que es un poco anterior, pero en definitiva la imagen es la de la madrugada fría en pandemia en Adelaide, y la oscuridad. Creo que son textos bastante oscuros por sí mismos. Yo además venía escribiendo una novela, y sigo con ella, que no tiene mucho que ver. Los cuentos fueron como una forma de destrancar la novela.

Pensaba que te ibas a “abstener” de escribir novelas, como Borges. Últimamente no es común que reciba atención alguien que sólo escribe cuentos. Incluso hace poco hubo un grupo de escritores que reclamaban que hubiera una subcategoría aparte en los concursos de narrativa.

El cuento y la crónica me parecen territorios de lo más interesantes. Los editores piden novelas, siempre, no sé si porque son más fáciles de comercializar. Pero es relativo. Una editora de una revista crítica de aquí, de Sídney, me decía que le llamaba la atención la explosión de formas breves en la nueva generación australiana. Nosotros ya la tenemos a lo largo de nuestra tradición. Se ha dicho que las formas breves son una herramienta frente a la precariedad: cómo te vas a dedicar a escribir un ladrillo si nadie te lo paga.

A mí me interesa la mecánica del cuento, la posibilidad de cerrarlo y abrirlo, o de dejarlo indeterminado, pero hacerlo funcionar. Me siento desafiada en ese micromundo que puedo armar y desarmar, y creerme un poco soberana de esas letras.

Rosario Lázaro.

Foto: N. Ritter

¿Tu novela va a tener esas exigencias también?

Mi novela no tiene forma de novela, pero nada tiene forma de novela en este siglo XXI. Se mete más con el espacio y con una temporalidad extraña, y eso es lo que estoy tratando de resolver ahí adentro. Soy muy lenta para escribir lo mío. No para las crónicas. Creo que también son un espacio circunscrito en el cual se pueden generar tramas y micromundos que se contienen. Me interesa esa maquinaria, esa microfísica de ese espacio reducido en el que pasa algo que podés explorar hasta el hueso, y que no se dilata. Soy lectora de cuentos, y creo que la fascinación inicial fue la que me llevó a leer. Leí mucho de niña y aprendí muy temprano a leer. El primer gran encuentro fue con la literatura de Borges, en los primeros años de liceo. Esa aparente perfección de sus cuentos, esa maravilla de un mundo construido en otro espacio, en otro lugar, que sí tiene que ver contigo, con tus circunstancias, pero estás en el terreno de la literatura. Yo nunca seré mínimamente erudita como para emular esa literatura eminentemente intertextual, pero sí me genera mucha fascinación.

¿Cuando decís “intertextual” te referís a las relaciones de los cuentos de Borges con otros textos y con disciplinas como la filosofía?

Me refiero a mundos dentro del texto, mundos en los que el correlato con lo real se espacia, porque se interpone el texto mismo. Son construcciones textuales, y que justamente se dan por la relectura de otros textos. Hay un momento en que se corta la relación con lo real, la referencia. En ese sentido, es algo que yo sigo explorando, no con ese nivel de complejidad ni con ese foco: la intertextualidad, la construcción de un mundo autónomo, ese énfasis posmoderno en qué es el signo, como decimos en el ámbito de la traducción y la comunicación. Sí me interesa que mis textos sean independientes de su circunstancia. No me interesa hacer literatura del yo, más allá de que escribo cosas en primera persona. Lo que trato es que funcione dentro del texto. Trato de detenerme en los significantes y en sus posibilidades: colocaciones extrañas, adjetivos desfasados, ese tipo de cosas.

Tus lectores percibimos un gran trabajo en esos detalles, en cada palabra, cada frase. Todo parece estar allí por alguna razón, y además, fluye. ¿Es una ventaja o una carga?

Me fascina. Soy una obsesiva con la lengua. Obsesiva en un buen sentido; todos elegimos esas obsesiones que nos desvelan y que son nuestros motores de búsqueda. Para mí, es la composición textual, que va en varios planos. Y lo que me ha dado conciencia progresiva de ese plano de la composición es, justamente, la traducción. Hay cadenas significantes, bueno: ¿cuáles son las palabras que forman los nudos de cada texto? Después, períodos sintácticos, que haya determinado ritmo. Me gusta mucho leerlos en voz alta y tratar de detenerme en algunos espacios, porque no es solamente lo que estás contando, sino cómo. Cualquier cosa puede ser narrable.

El año pasado releí bastante a Marosa, porque la tradujimos al portugués, y lo sigo haciendo para algo que ojalá sea más extenso. Me di cuenta de la influencia que ha tenido en mi escritura, de una manera tal vez no muy evidente. Esa adjetivación desplazada, las colocaciones agramaticales, las preposiciones que no coinciden, esa extrañeza de la lengua lograda desde la proliferación y el barroquismo, desde el florecimiento, el regodeo. Marosa no es económica, es al revés, prolifera. Más allá de que no siga una estética marosiana en un sentido estricto, esa forma de escribir ha tenido una gran influencia en mí. Está en Felisberto también ese extrañamiento radical, que se logra a través de una escritura que se corre un poco de la norma y que trata de buscar la sorpresa del signo utilizado de una manera levemente descentrada.

Y sí, hay muchas horas en la artesanía de cada una de esas frases. También está el diálogo con mi editora, Julia, y con la corrección de estilo, esos espacios que no quedan claros. Y hay lectores amigos que también ayudan en eso. Norberto me ayuda bastante como lector entusiasta. Espero que mi hijo Gabriel no lea estos cuentos por mucho tiempo.

Bueno, en el libro hay algunas visiones sobre la maternidad un poco inquietantes.

Es que es imposible que no lo sean. Ese espacio conquistado para poder hablar de la maternidad no idealizada es algo que le debemos agradecer al siglo XX y al siglo XXI. O sea, que se transforme en tópico, que sea algo válido de ser escrito. Mi literatura no es política, ni tampoco me interesan las cuestiones de género o visibilidad, pero sí me parece que son asuntos que atraviesan todo esto, y que gracias a ciertas reivindicaciones son asuntos de los que se puede escribir, en toda su contradicción, en toda su oscuridad, en toda su extrañeza y radicalidad. Antes de parir venía leyendo a un par de ensayistas norteamericanas, de estas que son muy del efecto, del shock. Maggie Nelson, en The Argonauts, hace la crónica de la transición de género de su compañero y ella quedando embarazada. O sea, describe el estado sumamente queer del embarazo, esa casi monstruosidad de un cuerpo que está al servicio de la especie, de algo más que nos supera. Más allá de todas nuestras construcciones, hay bombas de hormonas, hay toda una reconfiguración del cuerpo y la psiquis: eso era lo que me interesaba explorar, la minucia, el qué pasa con ese cuerpo que tiene la transformación más grande que se pueda experimentar en la vida. Yo acompañé ese proceso desde un lugar de análisis, no desde la censura sino desde la exploración de su potencial creativo.

El libro está dividido en dos partes. En un momento me pareció que estaba organizado así porque la primera parte era más cosmopolita, después me pareció que la división podía venir por el lado argumental, porque las primeras historias son de rupturas profundas, pero tampoco me convenció esa explicación.

No lo decidí yo. Sé que lo discutimos, pero no recuerdo bien. No era algo evidente. Lo propuso Julia y a mí me pareció bien. Justamente, es esa relectura, que ya no es mío el texto, más allá de que le ponga mi obsesión por los detallecitos. Pero hay una transición, más autoficcional si se quiere, pero son decisiones netamente editoriales y celebro que sea así, porque no puedo controlar todo.

Vos también has hecho periodismo puro y duro. ¿De dónde viene tu interés por la crónica, ese formato que mezcla periodismo y ficción?

Descubrí a Clarice por medio de las crónicas y después la empecé a leer como novelista y cuentista. Fue una fascinación de esas de las que cuesta salir; aún hoy tiene un influjo bastante fuerte. Y cuando fui a Brasil empecé a trabajar en otras cosas de traducción, en lectura comparada de Octavio Paz con Haroldo de Campos. Pero fue cuando hablé con mi tutor de doctorado, Walter Costa, y me propuso hacer una antología de crónicas, que es un género que se traduce poco. Yo ya venía escribiendo algunos textos cortos que podrían ser crónicas, e incluso Mayito podría considerarse una reunión de crónicas, y ahí empecé a leer mucha crónica hispanoamericana, y sobre todo crónica brasileña. Empecé a ver la libertad formal de ese género que está en el periódico, que tiene que negociar espacios y plazos, pero que al mismo tiempo deja tanto espacio para la poesía, para una cuestión autoral. En eso, la tradición brasileña es distinta: hoy la crónica en el Río de la Plata es periodismo narrativo, mientras que en Brasil es texto corto. Eso tuvo una influencia en mí, sobre todo darme cuenta de que eso también puede ser escrito, y lo hice para la diaria. Tiene que ver con algunos cronistas uruguayos. Mario Levrero, en las columnas de Posdata, que son una irrupción de lo cotidiano en un medio de prensa. Está esa tensión, y también el no saber quién lo está leyendo, porque no son exactamente los mismos lectores del resto del diario, y permite tener una dosis de literariedad pero a la vez anclarlo en algo del momento, en un hecho. Es un género imposible de definir, como cualquier otro, pero la crónica brasileña marcó mi propia escritura. Es la posibilidad de estar escribiendo al mismo tiempo que están pasando las cosas, pero también desde el lugar del escritor. Hago crónicas también por un poco de militancia, por no quedar circunscrita al espacio de la academia o de un libro cada cinco años. Quién lee, quién no lee: no tengo ni idea, es una caja de Pandora, pero es parte de la fascinación de la prensa.

Cráteres artificiales. Criatura Editora, 2021. El libro se presentará el jueves 23 de junio en la librería Escaramuza.

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