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Foto: Alessandro Maradei

“Existe el otro y soy yo”: encuentro con Alejandro Ferreiro

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“Miles de imágenes valen menos que una palabra”. En tiempos de programas de radio transmitidos por televisión, esta sentencia puede parecer una ingenuidad, un ejercicio lúdico inofensivo y simpático, pero viniendo de Alejandro Ferreiro –“la tarea del artista es dar vuelta lo dado”– seguramente haya lugar también para la provocación, y sobre todo para la charla, abrir las ventanas y que corra el aire.

Le gustaba el teatro y la música, pero “no podía ser actor y músico todo a la vez”, entonces optó por la carrera de comunicación porque vio en el periodismo “un embudo invertido” por el cual podría salir a todas las ramas del arte que quisiera, si no para sumergirse y profundo, al menos para acercarse “y seguir medianamente vinculado con esas expresiones sin perderme de nada”.

Quizás esta pulsión aventurera haya comenzado algún tiempo atrás cuando alternaba entre el skate, el básquetbol, el fútbol y la biblioteca pública de su barrio, Sayago, donde pasaba largas horas. Si no le daba tiempo para terminar de leer allí mismo, se llevaba los libros y continuaba arriba de un tilo bien alto que había en el fondo de su casa. Los de química eran sus favoritos. Hacía pruebas, trampas, “quería vivir en un laboratorio”; le gustaba el contacto con la naturaleza, trabajar con madera y manipular todo tipo de herramientas, jugar con sus hermanos y amigos y en el camino ensuciarse la ropa, y también quería ser escritor.

Allá por los 2000, “para alivianarme de la mediocridad de ese diálogo en el que estaba metido”, dejó el periodismo político y volvió a la radio, dispuesto a seguir alimentando su espíritu curioso y con unas “ganas irrefrenables de preguntar”. Durante ocho años, en la noche del dial, en su programa Planetario entrevistó a diversas figuras de la cultura uruguaya. Un día tuvo una idea. Y esperó.

Mientras, luego de haber terminado su ciclo en El Espectador, hizo un programa de televisión, donde siguió conversando, escribió otras novelas, poemas y libros que se exhiben en las bateas de “literatura infantil y juvenil”. En 2020, sorprendido por la pandemia, echó mano a los instrumentos que tenía en su casa, abrió la computadora y, a la distancia, junto con Álvaro Riet comenzaron a crear canciones. En poco tiempo formaron Oiga! y grabaron Globos mecánicos y El número que usted seleccionó, dos discos de pura experimentación.

El año pasado, quizás en la ducha o merodeando algún bosque “tupido y enmarañado”, se acordó de aquella idea que había dejado macerando y vio que este, finalmente, era el momento. Escarbar el archivo para volver a conversar con quienes ya no están –en este caso, Mario Levrero, Abel Carlevaro, Marosa Di Giorgio, Alfredo Testoni, Lágrima Ríos y Gustavo Pena, el Príncipe– es lo que nos propone Alejandro Ferreiro en su nuevo libro, Irrepetibles, un proyecto que requería esperar, porque “a veces es en la espera –y no en la voz– donde reside la única palabra”.

Un libro de entrevistas de un programa de radio de hace 25 años me parece un bicho raro, una osadía editorial.

Mi intención era hacer entrevistas a personas valiosas que crearon un mundo que sería reconocido cuando ya no estuvieran. Mantener esos registros durante unos años, y cuando se fueran muriendo, volver a escucharlos y ver si es válido seguir conversando con ellos, y si lo es, hacer un libro periodístico, con las entrevistas plasmadas, pero en el que también yo hable de cómo las viví con el paso del tiempo. Es un libro de archivo. Yo también tenía mis dudas de que el bicho tuviera cuatro patas y pudiera caminar solo.

Es una idea que mantuviste durante mucho tiempo. ¿En estos años nunca pensaste que podría envejecer mal?

Si le preguntás a Marosa cómo es ser una mujer joven en Salto y dedicarse a la poesía, la respuesta va a ser más o menos la misma ayer, hoy o dentro de diez años. Estas entrevistas trataron de focalizarse en cosas que iban a tener cierta no rigidez pero sí constancia. Yo soy espontáneo en casi todo lo que hago, pero tengo una práctica diaria en cosas que sostengo desde hace años. Con Irrepetibles estoy vinculándome con estas grabaciones que promoví, y te estoy ofreciendo esa vinculación.

Para mí sólo existen la memoria y la imaginación, nada más. Lo que estoy haciendo es conversar con Alejandro en aquella época. Yo imaginé esto porque recordaba que no había tenido archivos de sonido en mi época, y ahora memorizo e imagino un libro, y lo escribo, y de nuevo imagino, por ejemplo, qué repercusión va a tener en la gente que lo lea.

De los entrevistados te interesaban sus procesos creativos.

Sí, me dedico a eso, ver cómo puedo ayudar a una persona a que encuentre motivaciones, obstáculos, trampolines, toboganes, a que desarrolle su dilema creacional, a que se dé la cabeza contra sus propios problemas y se invente otros, y en ese proceso yo aprendo muchísimo. Tengo avidez de conocimiento y de conversar.

¿Tenés otros proyectos para dentro de 15 o 20 años?

Tengo uno hace 13 años que todos los días va creciendo, y quizás cuando lo termine tenga que tirar todo a la basura porque perdió su valor, no lo sé, pero hace 13 años hago cosas que me ponen feliz, a lo mejor el proyecto es ese.

Nunca te aburrís.

Soy consciente de que el aburrimiento está ahí, trato de alejarme. Soy activo, pero también de la meditación, de estar mucho rato pensando, en la esquina, en un bar, observando. Hay una curiosidad desmedida que se alimenta a sí misma, como una locura entusiasta, y me ocupo de desarrollarla.

Alejandro Ferreiro.

Foto: Alessandro Maradei

Por algún motivo, las cosas que más nos interesan cuando somos niños y adolescentes, lo que genuinamente nos interesa, por algún motivo se van muriendo, y pensamos “cuando esté tranquilo me voy a dedicar a lo que me gusta”. Me parece muy triste postergar lo que te interesa –no lo que sabés: lo que te interesa– para cuando tengas tiempo, porque cuando tengas tiempo y te jubiles, ya no vas a saber qué era lo que te gustaba ni vas a estar apto para hacerlo. Postergás por miedo a fracasar en lo que te apasiona, y no sos bueno en lo que te apasiona; lo que te apasiona te va a llevar toda la vida, y si lo conquistás enseguida, no era pasión, era mentira.

Siempre dijiste que fue gracias a Levrero que empezaste a publicar, y él a su vez en el prólogo de Portland (2000), tu primera novela, se autopercibe como esa “voz autorizada” dispuesta a legitimar a nuevos autores. ¿Qué te parece este mecanismo?

Levrero me regaló la posibilidad de darme cuenta de que a veces el apoyo de otra persona –sobre todo si tiene un camino recorrido, y además es un camino que a vos te resulta interesante y que te gustaría recorrer– es una voz autorizada. Él percibió que yo sentía eso de él, pero también creo que lo percibió de mucha gente que iba a sus talleres. Supongo que lo veían como un maestro, en el área que fuera, maestro literario o simplemente como una persona con la que pasás bien.

Es un poco a lo que me dedico, hace como 15 años ya; es algo que empecé a practicar cuando lo conocí a él, pero quizás ya lo hacía antes, gracias a ciertas experiencias familiares y por sentirme muy acompañado por mis padres cuando era adolescente y tenía que tomar decisiones importantes.

A mí me parecía una locura lo que él escribía, y eran una locura nuestros diálogos, eran delirantes, eran diálogos de dos adolescentes locos, y ni yo era adolescente, y él mucho menos. Me acuerdo de un día que fui a su casa… Yo soy educado, me refiero a que soy atento, trato de no molestar, existe el otro y soy yo, me permito no necesariamente provocar pero sí ser lo suficientemente libre y desfachatado para, dentro de las normas de educación, decirte tal cosa… Fui a su casa, estábamos charlando lo más bien, y en un momento se paró y se fue, sin decirme nada, y no volvió más. Pasó mucho tiempo... se había acostado a dormir.

Estaba experimentando para escribir algo.

Yo creo que había una parte de provocación, pero también era generar cosas para que el mundo se modificara a diario, y ese es un punto de unión que yo tuve con él, porque yo hacía eso de niño y adolescente, y es lo que hago hoy en día. Creo que compartíamos ciertos pensamientos, él tenía una matriz de libertad que yo quería para mí, y quiero para mí, y te diría que quiero para todo el mundo. No creo que Levrero haya sido un maestro para mí, nosotros éramos amigos.

Tengo la sensación de que en tus libros siempre estás jugando, no sólo con las estructuras en algunas novelas, que sería lo más explícito: también los narradores, los personajes son lúdicos.

El juego siempre está, pero yo no creo que mi literatura sea una literatura que no está comprometida con lo que creo que tiene que estar comprometida, y para mí eso es la imaginación del autor, y poca cosa más. Tampoco me parece que mis temas sean felices ni livianos, ni tratados felizmente con liviandad.

Estoy pensando en el juego como escape a la angustia. No veo, por ejemplo, aquello de Levrero de “esto no es una novela, carajo, me estoy jugando la vida”...

Yo creo que la única manera de jugarte la vida en la escritura es que vivas en un país donde escribir esté prohibido, eso es jugarte la vida. O que estés prohibido y haya pena de muerte. Perfecto. Ahora, no es el caso.

Si bien el mecanismo del juego es vital para hacer las cosas, escribir no es un juego, pero tampoco puede ser una tortura, tiene que haber cierto equilibrio. Es doloroso, pero como también es doloroso levantarte de mañana y no tener una ducha de agua caliente, estar vivo es doloroso... Creo que lo más jodido, por así decirlo, de la tarea literaria es que estás muy solo, por lo menos como yo la entiendo, estás muy solo, y no creo que todo el mundo pueda sostener, semanas o días, una soledad extrema para escribir lo que tiene que escribir.

¿Y tu estilo? Lo noto fluido, no diría lineal, pero sin ramas, sin incisos que entorpecen, siempre al servicio de lo que pide la jugada, como un bálsamo.

No sé cuál es mi estilo y seguro no está formado, es algo que solamente podés identificar yendo hacia atrás o dentro de muchos años. Nadie es contemporáneo de su tiempo, y además el único tiempo que no existe es el presente.

Eso que decís de que parece fluido no es algo que me surja de forma natural, es una cosa que trabajo. Posiblemente, después de tanta experiencia y de tanto tiempo, sí, pueda escribir más fluido que tal vez una persona que nunca escribe, pero cuando estoy trabajando en una novela trato de meterme en un juego que sea nuevo para mí, realmente trato de que sea distinta a las anteriores, no quiero repetirme, porque ahí es cuando me aburro, y voy corrigiendo, ¿viste?, yo corrijo mucho.

Un escritor no es el que escribe todo el tiempo ni el que le emboca todo el tiempo. Un escritor es el que no escribe también. Es como la memoria. Una memoria que funciona bien olvida, esa es su tarea, olvidar, desechar. Lo que trabajo más casi siempre son los comienzos. En casi todas mis novelas en las primeras páginas te diría que te enterás de todo.

Te gustan los márgenes, habitar los confines... hace unos años fuiste a la Antártida.

En los márgenes es donde pasan las cosas, de alguna manera; pienso en el lenguaje; es en las cárceles y en los lugares marginales donde el lenguaje se modifica y va creciendo, donde se mantiene vivo, salvajemente vivo... Los márgenes son inquietantes, ¿no? No es fácil, es peligroso, en muchos márgenes te sentís un nabo, te sentís desprotegido. Me gustan en el sentido de que allí las cosas están en ebullición.

Lo de la Antártida fue un proyecto de residencia en movimiento, son 13 días de viaje en barco, y lo mismo para volver. Creo que en aquel entonces había algo así como 200.000 barcos circulando por las aguas del mundo: no nos cruzamos con nadie, no ves nada, y durante muchos días no hay pájaros. No podés escribir, no podés dibujar, estás muy atento a otras cosas, de vida, vitales. Hicimos una película. Fui por ansias de curiosidad y conocimiento... yo no sé nadar.

¿Fuiste a la Antártida sin saber nadar?

Teníamos simulacros de evacuación, incluso durante el viaje. De pronto a las seis de la mañana sonaban las alarmas y no se sabía si nos estábamos hundiendo o no, había que dejar todo y agarrar el kit de supervivencia, que tenía un traje muy pesado que te da dos o tres minutos de vida hasta que alguien te rescata, o algo, porque si te caés al agua, en 15 segundos te morís. Como parte de la preparación un día hicimos un viaje, cerca de Punta del Este, en aguas jurisdiccionales, y había que tirarse al mar, y yo estaba dispuesto a hacerlo. Me iba a tirar y a flotar, iba a flotar.

Nunca pensaste “voy y no sé si vuelvo”...

Aparece ese pensamiento, sí, sobre todo cuando cruzás el mar Drake, que no hay tránsito comercial. El barco va entre ciclones, son dos o tres días de movimiento, tenés que dormir atado, atás todas tus cosas porque se cae todo. Es rarísimo porque realmente no tenés experiencia, sentís que todo va a ser mucho peor, y tenés un poco de miedo, pero hay algo en el cerebro que cuando está jugado seguir pensando en la posibilidad de que te vas a morir se corta, deja de existir esa posibilidad.

Me acuerdo una madrugada, complicadísima, estaba atado viendo una serie en la computadora... Hay gente que se duerme, no sé, a veces pienso que si hubiera tenido hijos... Supongo que cuando tenés hijos hay una responsabilidad mayor que te hace no exponerte a una tontería, o a algo que pueda resultar una tontería, no lo sé. Es muy impactante el lugar tuyo en el mundo cuando estás ahí, debe ser como estar en el espacio, supongo, porque no hay nada.

¿Qué tiene que tener una buena pregunta?

Si es en español, signo de interrogación al comienzo y al final, por favor.

Irrepetibles. Entrevistas en Planetario. De Alejandro Ferreiro. Montevideo, Debate, 2022. 246 páginas.

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