Hay cierta fama módica a la que puede aspirar un escritor. Digo, con excepción de los tres o cuatro best sellers o premios nobeles de ocasión –incluso así, la fama es efímera, y los invito a revisar el listado de premios nobeles a ver a cuántos recuerdan–, no es una vida de alfombra roja. Es llamativo, los escritores no suelen vivir de sus libros: en general penan por sus ingresos, hacen una actividad improductiva en términos de lo que socialmente ha sido consagrado como útil y, pese a todo, guardan cierta aura de personas renombradas o bien vistas. Son respetados. En ese campo sí, entonces, Martín Kohan es una celebridad. Módica, más citado que leído, me atrevo a decir, pero aun así célebre. Y ocasionalmente viral –ese modo de notoriedad fugaz que es aún más efímera que la del Nobel–, como cuando en 2017 hizo una profusa alocución en defensa de la cifra de 30.000 desaparecidos a manos de la última dictadura cívico-militar argentina, ante un inefable funcionario de ocasión que, balbuceante, trataba de replicar que no era la cifra correcta. Ese video en La Nación+ tuvo miles de reproducciones, se coló en redes y canales de TV, y cada 24 de marzo posterior ha vuelto a viralizarse, y volverá en unas semanas, porque siempre hay lugar para el arduo trabajo de construir la memoria colectiva.
Kohan, que para entonces ya había publicado diez de sus 11 novelas, tres de sus cuatro libros de cuentos y siete de sus diez libros de ensayos, ocupaba una centralidad que la cultura mainstream no suele deparar a los escritores e intelectuales. Todo al calor de esa viralidad ocasional y, sobre todo, de su participación lúcida en apariciones mediáticas: entrevistas radiales y televisadas, podcast, columnas en diario, charlas. De hecho, en unos meses será quien abra la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Su nombre se hizo más conocido. Su presencia empezó a desbordar algunos círculos literarios. A fines de 2022 publicó su décimo libro de ensayos, ¿Hola? Un réquiem para el teléfono, en el que expone un estado de situación sobre la conversación, privada y pública, a partir de recuperar experiencias propias, colectivas y referencias pop sobre ese aparato que ya no es lo que era. Al regreso de las vacaciones atiende a la diaria por videollamada, halagado por la recepción que ha tenido su libro, y muy demandado: sólo unos minutos antes de atender la llamada agendó una charla en Puerto Madryn, contestó un correo por una invitación a Cracovia, otro de una editorial chilena que quiere publicarlo, y coordina una entrevista con un podcast local, mientras ve progresar la proliferación de ventanitas abiertas. La demanda es inmensa, y, aun feliz por eso, advierte un límite. “Mi límite es cuando me desmayo”, bromea.
Con la tecnología tenemos esta múltiple demanda y disponibilidad, y sin embargo en alguna entrevista dijiste que te gustaba hablar por teléfono y que ya no tenés con quién. ¿Por qué cuesta tanto ese vínculo?
Creo que hay un retroceso de las escenas de interacción. Ojo, siempre hubo gente a la que no le gustaba hablar por teléfono: toda tecnología tiene adeptos y renuentes. Hay gente a la que no le gusta viajar en avión, gente que no toma subtes y gente a la que no le gustan los teléfonos. Siempre hubo gente a la que no le gustaba y también gente que no sabía hablar por teléfono; que uno pensaba que eran secos o ásperos, pero no era con uno, sino con el medio. Pero más allá de eso, me parece que hay un retroceso del contacto. De un tipo particular del contacto que propiciaba el teléfono, una proximidad y un efecto de presencia –pero no presencia– que producía una intimidad incluso más fuerte, en algún sentido más intensa, que el encuentro a solas. Por teléfono se permitía hablar cosas que incluso estando personalmente no se dirían: ni en un café ni solos en un cuarto. Y eso es por el efecto de intimidad diferente a la del encuentro a solas, en el que ambos estaban a solas pero con el otro; en cambio con el teléfono, sobre todo con el viejo teléfono de línea en tu casa, ambas personas estaban solas, pero en contacto con el otro. Es un tipo de vínculo alejado y, al mismo tiempo, con ese efecto de proximidad dado por la voz. Esa intimidad, la de la voz, de alguien que te habla al oído y al que le hablás al oído, pero sin mirada ni rostro, y combinado con el hecho de que uno hablaba a solas; con el otro, pero a solas. Ese contacto entró en crisis si uno interroga qué tipo de conversaciones reemplazan al teléfono: el mensaje de texto y Whatsapp.
Alguna vez dijiste, a partir de tus libros Me acuerdo y Confesión (ambos de 2020), que tu interés por el pasado y la memoria se dan como diálogo con el presente. ¿También revisás el teléfono de ayer en su diferencia con la comunicación actual?
Efectivamente. Por un lado, por la aceleración de estos 20-30 años de la tecnología de la comunicación, que es notable. En ese contexto puede tener una nota de nostalgia o melancolía respecto de eso que estaba tan presente y se está perdiendo, pero creo que no es una visión apocalíptica como rechazo al presente para añorar las viejas formas. Todas estas miradas tienen que ver con interrogar al presente. Sólo que, en este caso con el teléfono, que esté omnipresente pero a la vez ausente –porque eso [el celular] no se usa como teléfono– lo hace más especial. También es un detalle significativo que conserve el nombre cuando no se usa para hablar: se usa como linterna, como radio, como reloj, como computadora, como grabadora o como telégrafo, pero le llamamos teléfono.
No sé si eso es un triunfo o una derrota del marketing.
Debe ser un triunfo, porque el marketing gana siempre.
Una vez Pablo Katchadjian dijo que era un invento luciferino, porque responde a necesidades humanas, pero nadie pidió un aparato que las reuniera a todas y nos hiciera dependientes.
Es llamativo, porque ciertos aspectos del presente se iluminan en este aparato y en contraste con el pasado. Y sobre todo porque estos cambios vertiginosos hacen que se pueda naturalizar ciertas situaciones. Este libro es como un parate para reflexionar esa discontinuidad: no es lo mismo el teléfono que Whatsapp. Mi posición personal es que no uso Whatsapp, pero no quiero caer en un viejazo, ni hablarles a los jóvenes de mis tiempos; sí tratar de pensar en lo que se está transformando y, en medio de lo que evidentemente se está ganando, igual notar lo que se pierde. Lo que te decía Katchadjian me parece clave, porque tenemos al mismo tiempo un declive del teléfono, que está en trance de desaparición, y al mismo tiempo y como nunca estamos todos agarrados al teléfono permanentemente. En clase digo, a veces, acá hay 120 teléfonos, cámaras, linternas, etcétera. Antes nadie salía con cámara siempre. Antes estabas conectado a veces y a veces no, ahora siempre. Desaparece el teléfono, pero está omnipresente a la vez.
Hay varias lecturas existencialistas. Por un lado, hay 120 teléfonos, 120 GPS y todos localizables, pero, a la vez, aunque hiperconectados, la conversación y esa proximidad se van perdiendo.
No es un texto de evocación del viejo y querido pasado, sino una interrogación del presente. La pregunta es: si eso que hacíamos por teléfono ya no lo hacemos, ¿qué estamos haciendo? Hoy por hoy la marca de Whatsapp parece ser muy fuerte. El movimiento podría ser que, como decae el teléfono, la gente hoy se junta más a conversar personalmente; pero, al revés, una escena que se reprodujo hasta el hartazgo es la de personas sentadas a la mesa de un bar y cada uno metido en su teléfono. Y capaz hablando con otro. A con B, pero intercambiando mensajes con C. Y si estuviese C, quizás estaría intercambiando mensajes con B. ¿Y cuál es la disposición para entrar en contacto con otros? Esa forma que se inventó con la aparición del teléfono, que era un contacto sin cara a cara, pero de presencia, va siendo reemplazada por formas en que el contacto queda diferido.
Lejos de la melancolía entonces, supongamos que esa presencia en ausencia se pierde, no opera más, y que no tengas Whatsapp tampoco en el futuro, ¿qué tipo de conversación te sigue convocando?
En general lo que veo es un desplazamiento de lo dialógico en sentido estricto. No solamente que hablen uno y otro alternadamente, sino qué pasa con uno cuando habla el otro. Tiene que ver también con la escena de escucha y de recepción, la recepción afecta lo que uno emite (escuchás que se ríe, tose, bosteza, se mantiene en silencio, son devoluciones a lo que uno está diciendo). En el diálogo sincrónico la recepción afecta la propia palabra al momento en que estás hablando, ya no después. Traducir esa sincronía en un intercambio diferido, cuando vas a escucharme después y cuando yo hablo no estás, y cuando respondés no estoy yo, es la diferencia entre hablar con otro y hablarle a otro. Y eso, que sí me parece una marca de época, es que el diálogo es reemplazado por el intercambio de monólogos. Ninguno se deja afectar por la palabra del supuesto interlocutor. Uno lo ve mucho en televisión, por ejemplo, gente que lleva su discurso, lo que diga el otro no lo incorpora ni lo interpela, y sigue. Whatsapp es una pista sobre eso: el diálogo es en realidad intercambio de monólogos. A nivel personal me mantengo en el cara a cara y me gustan los bares. Me gusta más esa conversación que otras escenas. Por teléfono la gente enseguida quiere cortar.
Lo del intercambio de monólogos también se puede llevar a redes sociales. Durante muchos años resististe tener Twitter, por ejemplo, pero ahora tenés. ¿Observás ese no diálogo en la virtualidad?
Me interesan mucho las redes, pero no participo porque no creo que tenga nada para decir. De pronto leyendo sí, tengo algo para responder, y a mí eso me convoca, algo que dijo alguien. Me interesa estrictamente el diálogo. Y lo que me encuentro a menudo es que las personas no querían eso. Dijeron lo que dijeron porque supusieron que no se les iba a contestar. Me interesa muchísimo ese movimiento que es: sos un violento y estás insultando y agrediendo desde el monólogo, ¿qué pasa si lo convertimos en diálogo? De hecho, ya lo convertimos, porque entré y contesté. En este régimen de predominio monológico si uno lo interviene con diálogo, las reacciones son diversas. A veces no pasa nada porque sólo quería monologar; a veces entrás en diálogo y permite mejorar: si había violencia, se reduce; si había malentendido, permite ajustarlo; si había idea de elaborar, permite una mejor elaboración de ambas partes. En todos los casos, al pasar de monólogo a diálogo, pasa de algo menos satisfactorio a algo más satisfactorio. Por supuesto que el que quería sólo agredir prefiere el monólogo: pasa mucho en los comentarios de las notas, que se llenan de insultadores que no leyeron, no están contestando, hablan consigo mismos.
¿Es por el anonimato?
No siempre. A veces sí, y ha jugado toda la vida eso. La persona que tiraba el botellazo desde la tribuna.
O el que te insultaba por teléfono y colgaba...
Claro. Son las condiciones propias de todo régimen de anonimato. Y si la persona en la tribuna era individualizada, eso la frenaba. Riquelme una vez miró a uno que lo escupía y le dijo “¿por qué me escupís?”.
¿Las redes y ese anonimato no democratizaron la conversación pública?
Como es algo reciente, una de las cosas que siempre me llamaron la atención es con qué rapidez se tiende a cerrar las características de estos nuevos espacios de intercambio en la esfera pública: “Ya sabemos cómo es Twitter, es una cloaca”. Esta reificación es muy rápida, porque Twitter no es nada, es lo que hacés con esa tecnología como con cualquier otra.
Sin ser nostálgico, es cierto que Twitter hace diez o 15 años era diferente, más dialógico en cierto punto.
Así parece, yo entro más tarde, como a cada tecnología. Entro por mi mujer [la psicoanalista y escritora Alexandra Kohan], empiezo a mirar, a cogotear, a interesarme. Las herramientas para la democratización están dadas, están ahí, pero serán lo que hagamos con ellas, no son necesariamente así y ya: mi mujer también me dice que Twitter antes tenía una marca de ironía, de estilo zumbón, de agudeza e ingenio, y ella entra cada vez menos porque le resulta cada vez más frustrante. Con las tecnologías cada uno hace lo que quiere, pero en el análisis más colectivo lo pondría en esta pregunta: ¿la calidad de las conversaciones personales se mantuvo, mejoró o empeoró? ¿La calidad de nuestras discusiones públicas mejoró, sigue igual o empeoró? Hay algo que sostengo: cuando salgo de casa, el teléfono que llevo conmigo no tiene internet. Cuando voy al bar no tengo, hasta que vuelva a mi casa.
Para la escritura y la lectura es clave, porque es un distractor permanente.
Me concentro muy rápido, pero también me desconcentro con mucha facilidad aun en condiciones óptimas. Ahora bien, una cosa son los tiempos propios de desconcentración, esa dinámica más de uno, y otra cosa son los factores exógenos. Siempre puede haber, como decía [Witold] Gombrowicz en sus diarios: escribo una página, pongo al lector en vilo en una escena de revelación, y justo un segundo antes entra una mosca a la habitación donde está el lector y se me estropeó el efecto. Siempre puede haber una mosca que te distraiga, pero internet son millones de moscas que te zumban en la cabeza al mismo tiempo. En parte por las demandas que entran, pero en parte por distracción propia. Entonces en el bar me distrae la gente, el ruido, si está el diario lo agarro un poco, pero no deja de ser mi propio ritmo de desconcentración. Me doy cuenta cuando voy con mi mujer a un bar y cada uno lee, y como sé que ella tiene internet en el teléfono, entonces entro a ver algo; casi siempre es de fútbol, pero me distraigo mucho más.
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Martín Kohan lleva 30 años publicando libros, desde la publicación, en 1993, de La pérdida de Laura. No ha parado desde entonces. Lleva el mismo tiempo como docente en la Universidad de Buenos Aires, donde se licenció y se doctoró en Letras y donde aún da clases de Teoría Literaria. Ha ganado el Premio Herralde de novela, en 2007, por Ciencias morales. Y luego, en 2014, el Konex por su mérito como novelista. Una vida entera en la literatura.
Hace unos días le pregunté al escritor Juan Sklar para qué sirve la literatura y me dijo que estaba mal la pregunta, porque es imposible una respuesta general. La modifico: ¿para qué te sirvió a vos la literatura todos estos años?
Claro, porque es difícil la pregunta por la utilidad.
Aun en contra o con esa dificultad, la literatura es sometida a esa pregunta.
Contestaría en dos partes. Ha ido a parar a la utilidad en la medida en que vivo de eso, aunque no de la escritura de libros de ficción, por los porcentajes que se cobran por lo que se escribe y porque lo que escribo no podría tener ni pretende tener el grado de masividad necesario para vivir de eso. Pero de lo que vivo está relacionado con la literatura, de leer y escribir: doy clases de literatura. Lo interesante es que no deja de ser, la literatura, una forma de resistencia a la utilidad. No estamos inventando nada, en realidad. Cuando [Theodor] Adorno dice en su Teoría estética que la función social de la literatura radica en su falta de función, hace este juego con la utilidad y con que la utilidad radicaría en que se resiste al régimen de utilidad generalizado. Resiste cualquier forma de aplicación inmediata. Porque incluso nos lleva a entablar con las palabras una relación diferente a la relación de utilidad que establecemos con la palabra todo el tiempo en el mundo de la vida, es decir, esa utilidad inmediata porque usamos las palabras, el lenguaje, para comprar algo, para convencer a alguien, para transmitir una idea, para lo que sea. La relación que entablamos con las palabras para la literatura, tanto al leer como al escribir, no tiene esa inmediatez de lo útil. Ya sea porque se procura un efecto estético o porque se procura alterar los lugares comunes de los sentidos establecidos, o, si se pretende ampliar el campo de representación de los imaginarios sociales, sea cual sea la relación que establezcamos con la literatura, o si se trata de expresarse a uno mismo y poner al propio yo en juego; en todas esas diferentes maneras de pensar y practicar la literatura las palabras no quedan sometidas a ese régimen de utilidad inmediata propio del uso del lenguaje cotidiano. En ese resistirse a la utilidad estaría paradójicamente su utilidad.
También hay una literatura que busca operar linealmente sobre la realidad.
Claro que hay una literatura que vuelve a las palabras útiles, la que direcciona el sentido, la que en lugar de maniobrar con la ambigüedad trata de direccionar e ir a lo unívoco. Y tiene la creencia de que hay un efecto de inmediatez. Pero esto es Adorno de nuevo, pensar que en esa imposibilidad de efecto inmediato puede radicar la potencia crítica de la literatura. Por ahí va mi idea.
Recién decías, lo traduzco yo en forma burda, que uno puede tener diferentes aspiraciones con la literatura, como transformación social, representación; y cuando uno se pone a escribir hay cosas que ni siquiera domina en forma consciente. ¿Vos te sentás a escribir sabiendo qué querés hacer o es algo que aparece en la propia escritura?
A mí me fascina escribir por muchas razones, una de ellas es que, en la escena de escritura, más allá de las intenciones previas y de los efectos posteriores que uno pueda recoger de los lectores y el intercambio, es profunda e intensísima la relación con el lenguaje mismo. Es eso lo que se dice cuando uno dice que el lector no está en la escena y que no se escribe para el lector. Sería torpe entender en esa formulación que al que escribe no le importa ser leído, claro que quiere tener lectores, pero el asunto es cómo vive ese momento, esa escena de la escritura, si hay un cálculo o un objetivo direccionado al lector o si, deseando y sabiendo que habrá lectores, la escritura misma es un proceso muy intenso con el lenguaje y el texto. Y esa intensidad de compenetración tan fuerte entre uno y la escritura y las palabras es, precisamente, donde la experiencia, donde la soberanía de la intención encuentra sus primeros límites. Y digo sus primeros límites porque después los va a encontrar en la soberanía de las lecturas, de los sentidos de los que leen. Pero incluso antes de eso, entre la intención y lo que está pasando, entre lo que querías decir y lo que estás diciendo, entre lo que creés que estás diciendo y lo que efectivamente estás diciendo, hay una distancia. Algunos efectos los ves y decís, ah mirá, esto no lo pensé pero está, y algunos no los ves y no había manera de verlos porque es lo que el lenguaje está haciendo. Es fabuloso. Y eso vuelve sobre tu escritura. Esa escena es dialógica, incluso, si te dejás afectar por lo que el lenguaje está haciendo. La primera instancia de diálogo es entre la escritura y uno, después va a aparecer el lector.
Hablando de lector, ¿qué disfrutás más, escribir o leer?
Las dos, aunque puedo pasar un día sin escribir, pero nunca un día sin leer. La lectura está en todos los días de mi vida.
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Mientras lee libros sobre Boca, admite que lo han convencido de escribir un libro sobre el club del que es hincha fanático. Había resistido hacerlo, porque siente que demasiado apego puede jugar en contra. Pero se ha embarcado. Como lo ha hecho en la apertura de la Feria del Libro.
Pensaba que no importa lo que vas a decir, porque ya sabés que al otro día habrá polémica, está instalado así, ¿cuál creés que será esa polémica?
No lo sé, pero me resultaría muy halagadora toda polémica que se pudiera generar a partir de lo que diga. Como con los libros, lo peor que me podría pasar es que no pase nada, no en sentido de escándalo, sino de que no despierte interés: intervenir en la esfera pública tiene ese objetivo. Pero como bien me advertís, y debería prepararme para eso, se va a discutir algo sin importar lo que yo diga, lo cual nos devuelve al comienzo de la conversación: esas supuestas respuestas no son respuestas, no hay diálogo, en la medida en que no toman en cuenta lo que digo.
Igual estamos convencidos de que el diálogo sigue siendo posible.
Si uno no creyera eso, ¿qué hace? Mi trabajo como profesor y mi concepción de enseñanza-aprendizaje tiene que ver con ese intercambio. Y con la escucha, que también hay que registrarla, como decíamos con el teléfono. Si esa interacción no funciona, si intervenir públicamente no funciona, si escribir en los diarios no funciona, dejamos todo y nos vamos a la cancha el domingo y listo. Me parece que merece su importancia y su tiempito dedicarse a una palabra pública: si entra a Twitter o a los comentarios de las notas alguien que no sabe ni lo que dijiste, pero igual entra a hablar, hay que tratar de disputar ese espacio, porque es un buen espacio para discutir. La pregunta es qué hacemos con este estado de cosas donde buena parte de los que se pronuncian muy sonoramente y ocupando un buen espacio de la esfera pública no sabe ni quiere saber de lo que está hablando: toman la palabra sin haber escuchado o leído, y ocupan el espacio donde estamos queriendo dialogar.