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Irene Vallejo.

Foto: Alessandro Maradei

Irene Vallejo: “La de los libros es una historia asombrosa”

8 minutos de lectura
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La autora de El infinito en un junco convocó a centenas de personas en la Intendencia de Montevideo.

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Faltaba una hora para el evento, pero ya eran cientos las personas que hacían cola en la Intendencia de Montevideo para presenciar de cerca la conversación que la escritora Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) iba a mantener con la crítica Alicia Torres en el Salón Azul, el más grande de la zona de conferencias del Palacio Municipal. Algunas llevaban a la vista su ejemplar de El infinito en un junco (2019), el libro sobre libros que lleva más de un millón de ventas en más de 40 idiomas.

Ese improbable bestseller, distribuido por Penguin Random House, conjuga ensayo académico e historias íntimas. Su éxito de público y crítica le cambió la vida a su autora y también, en forma retroactiva, a su producción anterior, que incluye antologías de columnas periodísticas (El futuro recordado), novela (El silbido del Arquero) y literatura infantil (El inventor de viajes), entre otras obras de divulgación y ficción.

¿Qué esperaban cuando se publicó el libro?

No había ni la más remota expectativa. De hecho, la editorial Siruela lo publicó porque encajaba bien en su catálogo, pero su máxima aspiración era que funcionara lo suficientemente bien para lanzar la segunda edición. Ese era nuestro horizonte máximo de expectativas.

No es una editorial masiva.

Es independiente, la más grande de las independientes españolas. Es una editorial muy importante para mí. La primera vez que gané un premio literario, como estudiante, me dieron un vale para una librería y lo que compré fue un libro de Siruela, una colección de relatos de misterio y de lo sobrenatural, una antología de Ítalo Calvino. Esa editorial había formado parte de mi vida siempre. Jamás imaginé que pudiera llegar a publicar allí y mucho menos todo eso que vino después.

Si hubiera pensado cuáles son los requisitos que debe reunir un bestseller, mi libro no cumple con ninguno. Es un ensayo –en España, al menos, es un género minoritario, con un público fiel pero comparativamente minúsculo respecto a la narrativa– y un ensayo sobre el mundo antiguo, de 500 páginas, en un momento en que más se nos repite que las humanidades están en declive, que a nadie le interesan, que pertenecen a otra época, que es el fin de una era. Yo misma, como filóloga clásica, toda la vida lo he estado escuchando. Con todo ese historial nunca me podía imaginar que un libro en el que había involucrado mis pasiones más excéntricas se convirtiera en lo que es ahora. Estaba convencida de que estaba escribiendo un ensayo en el que experimentaba con la forma, con los límites entre ficción y no ficción, con estructura compleja como una rayuela. Estaba haciendo un juego que a lo mejor incluso no gustaba a los tradicionales lectores del ensayo, sin mencionar a los de la narrativa o la ficción.

Tu caso es como el reverso del de Umberto Eco: él ya era un teórico consagrado cuando decidió hacer El nombre de la rosa, un bestseller en forma de novela.

Mi trayectoria es extraña. Yo pensaba que era una trayectoria sin norte, caótica, improvisada, y sin embargo, a partir de este libro, cobra sentido. Obviamente tengo una carrera académica y el libro es una reformulación de mi tesis de doctorado, pero luego tuve que abandonar la universidad y me dediqué al periodismo, luego a la literatura de ficción, y con El infinito... intenté elaborar todos los ingredientes de lo que había aprendido en esas tres etapas. Del periodismo traté de tomar la capacidad de explicar lo complejo con palabras sencillas. Y de la ficción, los pasajes narrativos y poéticos. Intenté hacer ese híbrido de lo que había aprendido. No es que haya sido una decisión consciente pasar por esas etapas, pero la vida te lleva a reconstruirte. No sabía si iba a afianzarme en nada, y ahora este libro ha sido el resultado de esa carrera extraña.

¿Qué es lo que amenaza al mundo de los libros?

Desde que hay testimonio de la existencia de libros los hay también de hogueras, persecuciones, censuras. Hay testimonios antiquísimos de destrucción de libros, de tablillas mesopotámicas, acusadas de ser mágicas, de libros condenados por impiedad, como Sócrates, por corromper a la juventud. Ovidio fue exiliado por el emperador Augusto porque no le agradaba lo que escribía. Es una constante de toda la historia. Lo habíamos olvidado, o habíamos pensado con optimismo que era algo del pasado, pero lo estamos reviviendo. Vengo de Estados Unidos, donde la Asociación de Bibliotecólogos ha dado la voz de alarma porque se están incrementando las peticiones de padres de familia para retirar libros de las bibliotecas. O sea, personas que no leen esos libros y no quieren que otros los puedan leer. Estamos ahora en un momento crucial, porque también están todas esas ideas de “vamos a cambiar los libros” para modificar los aspectos incómodos de ciertos textos, las palabras con las que no estamos de acuerdo. Es un poco una idea supersticiosa: suprimimos las palabras que definen una realidad incómoda y de esa manera creemos que suprimimos las realidades, que son muy tercas. Y además, son más dañinas cuando no hay palabras con qué nombrarlas.

La lectura además tiene mucha “competencia”. Hay otras formas de cumplir con sus expectativas.

Es así, ahora hay muchas alternativas de ocio. También es verdad que hay más libros que nunca. Cuando dicen que los libros están en decadencia, yo digo “¿respecto a cuándo?”. De un año a otro puede haber crisis, momentos de altibajo, pero en una perspectiva amplia nunca ha habido un momento en la historia en el que tanta gente esté alfabetizada, en el que existan tantas editoriales, en el que se publiquen tantos libros que haya que destruirlos porque es más barato que almacenarlos. Nunca han existido tantas bibliotecas públicas, bibliotecas en las escuelas. Las bibliotecas en mi tiempo de escolaridad eran rudimentarias; ahora se desarrollan, hay bibliotecarios en los centros educativos, están las bibliotecas populares que organiza la sociedad civil, los planes nacionales de lectura. Hasta el siglo pasado a nadie se le había ocurrido que los estados tenían que promover la lectura. En este cúmulo de circunstancias extraordinarias parece que siempre vemos el dato negativo, somos muy apocalípticos en la cultura. Siempre estamos pensando que todo se acaba, que desaparece, que los niños ya no leen. Al menos en España, según las encuestas de hábitos lectores, el segmento de diez a 18 años es el que más lee. Lo de que los jóvenes no leen es un mito, no es verdad, al menos en España.

Es curioso como tenemos esas percepciones tan pesimistas cuando en realidad, hay tantos libros, hay tanta lectura, tanta gente interesada en la historia de los libros. Lo ponen de manifiesto los clubes de lectura que se están multiplicando en todas partes, gente que se reúne y deja de lado sus tareas, que apaga sus móviles, para hablar de libros. Ocurre también en las redes sociales, que muchas veces son presentadas por sus adversarios como las que nos quitan tiempo para leer, pero cuántas cuentas recomiendan libros. En TikTok está lleno de jóvenes haciendo sus recomendaciones. Y es curioso porque en Instagram se fotografían libros de papel, nunca libros electrónicos. Es mucho menos fotogénico fotografiar un lector que una cubierta. Yo tiendo a ver siempre la parte optimista por contrarrestar esa vocación pesimista que se impone en los discursos, y que existe ya desde Sócrates. Él decía “hemos inventado la escritura y ahora se nos acabó el asunto, ya no habrá personas sabias, la sabiduría estará en los libros. Confiaremos la sabiduría a un objeto exterior pero ya no la recordaremos”. Como se dice ahora de los buscadores: sabemos buscar los datos, pero ya no los recordamos, entonces, “esto es el fin de la memoria, el fin de la sabiduría”. Ahí empieza toda una serie de gruñones de la cultura. En el siglo V a.C. ateniense había un apogeo cultural, pero estaban pensando que se iba todo a pique.

En una perspectiva más optimista, podemos decir que en realidad la de los libros es una historia asombrosa. Las historias son una cosa muy frágil, sobre todo en el mundo oral, porque las palabras son aire. Haber conseguido fijar toda una serie de relatos, acontecimientos, experiencias, poemas y haberlos traídos 2.000 años más allá, escribiendo, reescribiendo, a pesar de que una parte de los libros se quema, se destruye, se persigue, se los comen las polillas, cae en manos de herederos que no se interesan por ellos, y aun así hemos conseguido, por ejemplo, que La ilíada y La odisea nunca hayan dejado de circular desde los griegos hasta ahora. Ya nunca nos hemos olvidado de esas historias, como de muchas otras. Ahora un escritor puede ser un patrimonio del futuro, no sólo escribe para su época, y eso existe gracias a los libros. Escritores incomprendidos en su momento pueden encontrarse con el porvenir, como Kafka. O bueno, aquí tienen a Felisberto Hernández, un autor muy poco valorado en su época.

¿Qué otros autores de aquí te interesan?

Mi padre me transmitió el amor por Horacio Quiroga. Este no es mi primer viaje a Uruguay. La primera vez vine con mi padre en el año 2000 a seguir una ruta de Quiroga. Vinimos a Montevideo, luego pasamos a Buenos Aires y estuvimos en Misiones, en Posadas, a ver la casa museo. Cuentos de amor, de locura y de muerte me parece un libro absolutamente capital. De ahí viene toda esta literatura fantástica, Mariana Enriquez, todo ese universo. Y bueno, Armonía Somers, y Marosa Di Giorgio, que también me gusta mucho, sus poemas como seres inquietantes, sus mundos vegetales, que también los relaciono con él. Quiroga es un personaje muy fascinante, su relación con Alfonsina Storni, todas las tragedias que lo acompañaron en la vida, los suicidios, las muertes violentas, la vida en la selva. Y tiene unos relatos totalmente maravillosos, como “El almohadón de plumas”, “La insolación”. También me gustan los urbanos: “La meningitis y su sombra” es fantástico. Y tiene un “Decálogo del perfecto cuentista” que me parece espléndido. Además, mi padre amaba a Onetti. Para él era una piedra angular, mucho más que Vargas Llosa o García Márquez. Y bueno, la poesía. Mi padre siempre leyó a Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini, Ida Vitale, Idea Vilariño. Y Circe Maia.

Hace un par de años editaron un libro con relatos que Quiroga escribió bajo seudónimo

¡Sí, me lo regalaron en Buenos Aires! Son como folletines. Es el autor de mi adolescencia y lo compartía con mis padres. Mis padres tenían una biblioteca con muchos autores latinoamericanos porque en su juventud, en la dictadura española, la mayoría de los libros estaban prohibidos. Había que conseguirlos clandestinamente: entraban de contrabando a España y había autores españoles que circulaban en ediciones latinoamericanas: Lorca, Miguel Hernández, León Felipe, [Ramón J] Sender, nuestros propios clásicos. Se había decretado un absoluto silencio respecto a esos autores, o literatura contemporánea, porque por algún extraño motivo también Faulkner o las literaturas rusas estaban prohibidas, porque todo lo ruso sonaba a comunista. Lo que había que hacer era encontrar algún librero un poco contestatario, ganarse su confianza, y que te llevara a la trastienda, donde estaban los libros prohibidos. A veces los libros llegaban con otras encuadernaciones. Lo cuento en El infinito..., que una vez encontró mi padre un Quijote que en realidad adentro era El capital de Marx.

Recuerdo a mi madre leyendo a César Vallejo. No es que en realidad tengamos un parentesco, aunque me encantaría descubrirlo. Pero mi padre le regaló a mi madre unos de esos libros prohibidos: Trilce, de César Vallejo. Y mi madre dice que se enamoró de él leyendo ese libro. Cuento en El infinito... que no tengo ninguna prueba de genealogía, pero sin César Vallejo yo no estaría en el mundo, así que lo incorporo y lo considero pariente.

Esa mezcla de tus investigaciones, por un lado, y tu historia personal, es una de las claves del libro.

Siempre tuve claro que el libro iba a ser así. En primer lugar, porque creo que los libros forman parte de nuestras biografías, ya no podemos contar nuestra vida sin los libros, sin las bibliotecas, sin las personas que nos han traído determinados autores. Eso me parecía importante, no estamos hablando de literatura distanciada del hecho biográfico, están ahí nuestras emociones condensadas. Y por otro lado, cuando estaba en la universidad tenía una objeción con esa forma de escribir con la que te hacen invisibilizarte con la ficción de que eso es “objetividad científica”, cuando en realidad siempre hay una persona que elabora el discurso, que selecciona los testimonios, las pruebas, organiza la argumentación. Le decía a mi director de tesis que me parecía más honesto aparecer como voz que presenta, que se hace reconocible para explicar desde dónde escribe, para dar también unas coordenadas personales e ideológicas, y eso también deja al lector la oportunidad de hacer sus filtros o de tener sus cautelas. Me parece más leal, en el fondo.

El infinito en un junco se dirige a la “fraternidad lectora” y a la vez ha conseguido la aprobación de la institucionalidad de España, donde ha sido multipremiado. En 2020, los libreros de ese país le encargaron a Vallejo la escritura de un Manifiesto por la lectura.

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