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Foto: Gabriela Salomone

La idiosincrasia del idioma: con el poeta Jorge Aulicino

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El traductor de la Divina Comedia habla de su carrera y de la escritura en tiempos de emoticones.

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Cuando joven, Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) se formó como poeta –signifique esto lo que signifique– en el Taller Literario Mario Jorge de Lellis, espacio al que también asistían otros escritores en ciernes como Irene Gruss, Marcelo Cohen y Daniel Freidemberg. Cuando joven, también, se propuso entender lo que decían los poetas italianos en su propio idioma, iniciándose así su derrotero como traductor que, con los años, lo llevó a verter al español a Cesare Pavese, Eugenio Montale, Pier Paolo Pasolini y Luciano Erba, entre otros, además de publicar, en 2015, su impresionante versión en tres tomos de la Divina Comedia.

Como periodista, durante décadas fue un animal de redacciones en agencias, revistas, diarios y suplementos, y en 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Desde hace 17 años administra el blog Otra iglesia es imposible, que se actualiza a diario con poemas de autores que conforman una lista kilométrica, volviendo al sitio un espacio de lectura y consulta obligada.

A primera hora de una tarde del otoño tardío y en un pequeño café sobre la avenida Rivadavia, en Buenos Aires, transcurrió la conversación con este escritor nocturno que, como poeta o traductor, persiste en escudriñar el sentido que se esconde en el revés de las palabras.

Lectura cruzada

Siendo un muy joven poeta, le enviaste tu primer libro –hoy desaparecido de tu bibliografía– a Raúl Gustavo Aguirre, reconocido bardo y traductor de Rimbaud y Apollinaire. ¿Qué te respondió?

Lamentablemente ya no tengo la carta, que estaba escrita a máquina y firmada a mano, pero lo que recuerdo es que me daba como una pequeña palmada tolerante, diciendo que se notaba la influencia de grandes maestros, que ese era un buen camino y que por ese camino tendría más logros. En una palabra: evitaba hacer una crítica, pero lo que me estaba diciendo era la verdad, que se trataba de un librito lleno de imitaciones, de influencias muy cruzadas.

¿Qué edad tenías en ese momento?

18 o 19 años. Cuando salió el libro tenía 20, pero los poemas los escribí en los años anteriores. Era un momento en el que estaba leyendo de todo y donde se mezclaba todo, por adición. Estaba muy influido por Mayakovski, Walt Whitman, Raúl González Tuñón, una mezcla que al fin y al cabo es muy de acá: una mezcla de influencias de grandes poetas europeos con una especie de porteñismo, con una mirada hacia la ciudad muy intensa. Pero en ese entonces, en mi caso, todo eso estaba muy mal asimilado.

¿Cómo operó en tu escritura y en tu propia percepción del hecho literario la asistencia al Taller Literario Mario Jorge de Lellis?

Ahí continuó la lectura cruzada, sobre todo porque comenzaron a intervenir otros poetas en ciernes que influyen, en el sentido que influye lo que ellos estaban leyendo. En el taller había un intercambio de libros y lecturas muy intenso, y en ese sentido me influyó muchísimo. Comencé a leer a poetas que nunca había leído. Ahí, justamente, empecé a leer a los poetas italianos más a fondo, y a tratar de leerlos en su idioma. En aquel momento, la segunda mujer de mi padre, mi madrastra, era profesora de italiano, por lo que yo leía los poemas de Ungaretti o Pavese con ella para tratar de entenderlos, y de esa manera aprendí el idioma. Esa fue la experiencia del De Lellis, taller al que le pusimos ese nombre como una especie de marca muy porteña, porque De Lellis era un poeta del tango, no un letrista, sino un poeta en quien estaba muy presente el tango en el sentido de la ciudad, el café y la melancolía. Era, a la vez, un poeta muy influenciado por Neruda, una especie de cruce de Neruda con Vallejo.

Oficio de poeta

¿Cuál fue el poema que escribiste en aquellos años que podés considerar como el punto de arranque de tu obra?

Para mí el comienzo estuvo mucho después de aquellos libros iniciales, durante la dictadura, con un librito muy pequeño que edité en 1983, La caída de los cuerpos, cuando terminó el ciclo militar nefasto, con poemas muy breves, como frases o pantallazos, y con un lenguaje mucho más ajustado, realista, menos sentimental. No te podría decir uno en particular, pero creo que ese conjunto de poemas marca el comienzo.

Tenías 25 años cuando publicaste Vuelo bajo, el que sería tu primer libro de poesía oficial, ya que los dos primeros se perdieron...

... en la bruma de los tiempos, sí. En Vuelo bajo empieza a haber un ajuste del lenguaje, donde comienza a funcionar la influencia del taller y a sentirse otras influencias, como la lectura de Montale, Pessoa y otros poetas más magros en la expresión, menos efusivos. Si bien todo empieza en Vuelo bajo, yo creo que el primer escalón para los libros que vinieron después fue La caída de los cuerpos.

Cuando en 2012 publicaste Estación Finlandia. Poesía reunida, optaste por dejar fuera algunos de los poemas de Vuelo bajo. ¿Algunos poemas desfallecen con el paso del tiempo, o la mirada del poeta cambia de tal forma que ya no los siente como suyos?

En el caso de esa poesía reunida hubo un proceso de descarte, de dejar afuera lo que me parecía que tenía que ver con lo anterior, de lo que en términos generales llamo sentimentalismo, una efusividad afectiva muy grande. El proceso fue el de ir tomando distancia, no sólo de ese libro en particular sino de las cosas; una actitud más fría, despersonalizada, que a mí me ayudó mucho ante lo que también era producto de la época. O sea, si queremos poner las cosas en términos sociales, ante una desgracia como la que se vivía acá, con la dictadura, uno tiene dos formas de reaccionar: llora o se endurece. Y a mí me parece que en mi generación hubo una especie de endurecimiento, como una reacción ante la generación anterior a la nuestra, que era mucho más tanguera, más llorona.

El poema que abre Estación Finlandia es “Saludo a Bret Harte”, que proviene de Vuelo bajo. Bret Harte, más que como poeta, por estas latitudes es conocido como un escritor costumbrista, aunque es verdad que ocupa un papel algo extraño dentro del panorama de las letras estadounidenses. ¿Leías entonces a Bret Harte? ¿Lo leés ahora? ¿Gravita de alguna forma en tu escritura?

A Bret Harte lo leí durante mucho tiempo. Es una herencia de González Tuñón. Él lo apreciaba mucho a Harte y lo mencionaba, así como mencionaba a otros escritores y libros que ahora tampoco son canónicos, como El gran Meaulnes [de Alain-Fournier]. Ahora bien, el punto de vista en aquel momento no era lo pintoresco sino la cuestión legendaria, lo que en el caso de Harte era el paisaje del lejano oeste visto de una manera llamémosle mágica, más que épica o costumbrista. Esa era un poco la visión que tenía Raúl y que, de alguna forma, nos trasladó a los lectores más jóvenes. Varios de mi generación leíamos a los autores que él nombraba, y siempre se trataba de autores que no eran del canon, menos frecuentados, a los que él rodeaba de un halo mágico y legendario. A Bret Harte lo leí en ese sentido, y creo que el poema traduce un poco esa lectura. Habla del cruce entre el sueño y la vigilia, y el punto en el que encuentro a Harte es ese, donde se cruza la realidad con la fantasía. Es un autor novelesco, en el antiguo sentido del término. Además, curiosamente, uno de los cuentos de Bret Harte impresionó mucho a Borges, cuando escribió el prólogo a una selección de relatos. Me refiero a “Los desterrados de Poker Flat”, en el que por una cuestión moralista unos personajes son expulsados de un pueblo, salen en una diligencia y quedan atrapados en la nieve. Y acá va un spoiler: mueren todos. A Borges le impresionó mucho la última escena, en la que el personaje del jugador se sienta para morir recostado a un árbol y con un cuchillo clava un naipe con su epitafio.

La interna del poema

En 2020 apareció Poesía reunida, una suerte de actualización de Estación Finlandia, pero ahí el orden de los libros es al revés, o sea, desde el más reciente hacia los primeros. ¿Por qué optaste por ese criterio?

La idea fue del editor Javier Cófreces, de Ediciones en Danza, y aunque al principio me pareció rara, después me dije por qué no, si al fin y al cabo yo cuando tengo en mis manos la obra reunida de un poeta primero voy al final, donde está lo más reciente, para ver el punto de llegada y no el de partida.

No sólo has escrito poesía sino que, además, has reflexionado largamente sobre el género. En ese sentido, tu libro Poesía y política (Ediciones del Dock, 2021) reúne tus columnas para el Periódico de Poesía, editado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Más allá de todas esas máximas que rodean a la poesía –que se lee poco, que a los poetas los leen otros poetas, que editorialmente no es redituable, etcétera–, ¿qué desafíos enfrenta la poesía en estos tiempos de inmediatez, de emoticones que sustituyen palabras y ante el avance de la inteligencia artificial?

A partir del siglo XX siempre hubo una relación conflictiva entre la poesía y la tecnología. La tecnología a lo largo de todo el siglo XX representó mayor velocidad en la transmisión, al punto de que llevó a Marshall McLuhan a decir aquella frase célebre de que “el medio es el mensaje”. O sea que, más que el hecho en sí, importaba la velocidad a la que se lo transmitía. De todo eso fui testigo como periodista: salías corriendo con cualquier noticia que estabas cubriendo, en una época en la que no había celulares, para comunicarla por teléfono. Por ejemplo, un político hacía un anuncio y los periodistas salían corriendo hacia los teléfonos que estaban cerca, que eran pocos, para comunicarla. Era una pelea. De algún modo, esa pelea por el teléfono condicionó a la poesía siempre. Los futuristas italianos, por ejemplo, enfrentaron la situación haciendo una especie de elogio de la velocidad, o del modernismo. Marinetti es eso. Y esto se fue acentuando en este siglo con una especie de transmisión que casi desplaza al transmisor, porque lo que interesa es lo que vemos en la pantalla. Es un proceso en el que vamos perdiendo el cuerpo. Me sorprende cuando me encuentro con gente que conozco “de internet” y es muy diferente a lo que uno supone, porque lo que se ve en la pantalla es como un fantasma, que borra la dimensión física del mundo. Me parece que la poesía todavía está un poco atónita ante esta realidad; no veo cuál puede ser la reacción interna, digamos. La reacción externa hacia afuera, desde el punto de vista de la difusión, las ventas, siempre es la misma: estamos en un margen muy lejano del mundo editorial y hay que asumir eso como una forma de ser de la poesía. A esta altura no podemos pretender que todo se trata de una conspiración contra la poesía, simplemente que funciona o no funciona de esa manera.

En otro idioma

Desde la infancia, en tu casa paterna tuviste contacto con el italiano, pero te convertiste en traductor en la “edad adulta”. ¿Cómo fue el proceso que te llevó a convertirte en traductor?

Me parece que todos los traductores lo que tratan de hacer es que el autor al que traducen suene en su propia lengua, lograr el equivalente, digámosle así. Se trata de una meta imposible porque no hay equivalente perfecto. Sí hay palabras que de un idioma al otro es indudable que significan lo mismo, pero aun así suenan de otra manera, y ya eso marca una diferencia y tiene una importancia en el resto del discurso que no es secundaria, porque el modo en que suena también es importante. No es lo mismo decir “agua” que “acqua”, como dicen los italianos. Todas esas cuestiones tienen que ver con el hecho de que, para traducir, primero se debe conocer la idiosincrasia del idioma y luego hay que encontrarle una forma en tu idioma. Uno no hace esto como una vocación de servicio, bah, no en mi caso al menos, en el caso de los traductores vocacionales como soy yo, que en cierto modo soy un aficionado, que no trabajo de esto y muy pocas veces me pagaron por mi trabajo. El tema es preguntarse si yo entiendo esto en el mundo del idioma original, cómo sonaría en el mundo de mi lenguaje, pero manteniendo a la vez, y esto es importante, la distancia, porque no puedo meterlo en mi mundo totalmente. Hay un atajo tonto que consiste en, por ejemplo, si uno traduce a un poeta italiano al porteño, usa el voseo y las palabras cotidianas de un argentino de Buenos Aires para acercarlo más. Y eso lo destruye. Me parece que el secreto está en mantener un juego de distancia y acercamiento; que se entienda en mi idioma pero que se mantenga cierto extrañamiento.

¿Cuándo leías a Pavese en la traducción de Rodolfo Alonso pensabas que en un momento lo traducirías?

No, ni se me ocurría. Yo leía a Pavese con 20 años, y lo traduje a los 50.

Me suena que en tu caso fue muy natural, por decirlo de alguna manera, cómo se fue dando ese proceso de traducción en tu propia formación de lector y escritor...

Fue un proceso de maduración y de conocimiento de la lengua extranjera. No es lo mismo lo que yo entendía del italiano a los 20 años que lo que entendía a los 50. Se dio naturalmente porque uno siempre elige cosas afines y porque siempre hay, como muchas veces nos reprochan a los traductores, algo de uno mismo que pone en la traducción, eso que hace que digan “todos los poetas que traduce Fulano se parecen entre sí y a lo que él escribe”.

¿Y cómo se hace, al ser poeta, para traducir la poesía de otro autor sin que se evidencie la propia poética?

Se evidencia. Eso es inevitable. Yo no busco que se evidencie nada, al contrario, trato de recrear lo que entiendo que es el tono y el mundo verbal del autor que estoy traduciendo. Siempre se cuela algo porque, por ejemplo, si uno lee a los traductores argentinos ve cierta tendencia a transformarlo en un autor propio. Esto se lo reprochaban a Alberto Girri, que fue uno de los primeros que acá tradujeron poesía norteamericana contemporánea. Los críticos decían que todos los poetas que traducía Girri se parecían a lo que Girri escribía. A mí no me parece, porque he leído mucho las traducciones de Girri y veo que él buscaba la diferencia, aunque se nota cierta sequedad o austeridad, que era muy propia de la poesía que él escribía. Y cuando tenía que tomar determinada decisión, siempre elegía la más prudente, digamos, no la más exagerada.

Dante y su tiempo

¿Cómo fue el proceso de trabajo en tu traducción de la Divina Comedia?

Estuve muchísimos años para decidirme a hacer la traducción. Todas las decisiones generales fueron improvisadas, porque al principio lo que pensaba era hacer el Infierno, con el Purgatorio vamos a ver qué pasa y, cuando lo traduje, me dije que ahora debía culminar con el Paraíso. Ahí fue donde más vacilé, porque cuando lo comencé a traducir pensé que no podría terminarlo. Yo había venido traduciendo a lo largo de los años algunos cantos del Infierno, ya sea porque leía citas de esos cantos o porque en una lectura en prosa que había hecho de la obra, cuando era muy joven, determinados cantos me atraían especialmente. Hasta que un día me planteé por qué no intentar traducir todo el Infierno y recién ahí empecé a darme cuenta de cuál era el proyecto de Dante. A nosotros nos llegaba siempre la Divina Comedia a través de citas aisladas y nos parecía, al menos a mí, que todo eran fragmentos, que lo que podía salvarse de toda la obra eran pedazos, como cuando se hace una excavación arqueológica y se van rescatando ciertas piezas. En un momento descubrí que la obra en general es un proyecto increíble, y que Dante lo haya ejecutado es aún más increíble. De todo esto, claro está, me iba dando cuenta a medida que lo traducía. El método no fue otro que poner el libro adelante, empezar a traducir y confrontar –como la Divina Comedia tiene una historia de traducciones muy larga– con otras versiones.

¿Con cuáles en particular?

La de Bartolomé Mitre, la de Ángel Battistessa, de la década del 60 del pasado siglo, y la de Luis Martínez de Merlo, que es más cercana en el tiempo. Traducía un canto y lo confrontaba con esas tres traducciones. Esa comparación te lleva a corregir cosas o a investigarlas más, sobre todo cuando encontrás muchas diferencias. Ese fue el método. Trabajé canto por canto y palabra por palabra, todos los días, y dedicándole alrededor de un año a cada libro.

¿Cómo hiciste para aprehender o mantener esa actualidad que tiene la Divina Comedia, en el sentido de que Dante escribía su obra e incorporaba a personas que estaban vivas en ese momento? Tenías el recurso de la nota al pie, claro, pero voy más allá de eso, hacia el interior profundo del texto...

Yo busqué que las notas al pie fueran las menos posibles. El primer secreto es que se pueda leer fluidamente, lo que significa todo un problema cuando, como les ocurrió a muchos traductores, se intenta respetar el terceto endecasílabo y rimado. Eso es una limitación en el sentido de la fluidez y es lo que provocó que mucha gente se haya alejado de la obra, o que no haya querido o podido entrar. Creo que lo que hace que uno pueda mantener la lectura de la Divina Comedia, aunque no sepa exactamente quién es cada quién, es que una idea general de la época hay que tener, de los personajes con los que trataba Dante. A partir de ahí, lo que hace que los personajes vivan es que el relato sea fluido, legible, sin llegar a la pavada, como a porteñizar o lunfardizar la Comedia. No es algo difícil, porque fuera de algunos momentos en los que Dante complica un poco la sintaxis, es un autor bastante fluido. Logró que un italiano que hablaba el pueblo, que todavía no era el italiano sino el idioma de la Toscana, funcionara literariamente. Ese es su gran mérito lingüístico. Gracias a eso el toscano se convierte en el protoitaliano.

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