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Western de laboratorio: lo más reciente de Alessandro Baricco

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La novela Abel retuerce el género del Lejano Oeste estadounidense.

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Durante décadas, una legión de autores españoles nutrió al mercado hispanohablante de un sinfín de “novelas de cowboys”, westerns resueltos con diversa factura literaria, pero unificados por un elemento en común: la apropiación de la mística del Lejano Oeste estadounidense en sus innúmeras variantes (pistoleros, saloons, sheriffs, vaqueros, prostitutas, diligencias, ataques indios, fuertes militares, caravanas de pioneros, duelos de la más variada laya, linchamientos y un amplio etcétera).

Esas “novelas de a duro”, tal su designación popular en España, en formato bolsilibro, de coloridas portadas, nucleadas bajo colecciones como Bisonte, Búfalo, Ases del Oeste, eran firmadas por llamativos nombres anglosajones, como, por ejemplo, Lucky Marty, Clark Carrados y Donald Curtis, seudónimos bajo los que se ocultaban Jesús Rodríguez Lázaro, Luis García Lecha y Juan Gallardo Muñoz, respectivamente. También merece que se consigne acá el caso del toledano Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984), que aunque recurrió varias veces al empleo de seudónimos a lo largo de su prolífica carrera –alrededor de 2.600 novelas del Oeste–, estableció con su nombre una suerte de factoría tan redituable que incluso sus hijos y hasta un nieto siguieron escribiendo “novelas de cowboys” con su firma.
Como en todo género popular, la conversión del western en tal se basa en una suma de convenciones estilísticas y en la reducción de diversos estereotipos a un elemento unificador común, que le permite al lector o espectador (en caso de su variante cinematográfica) ubicarse fácilmente en el paisaje del Oeste. Luego, quedará en el arte del escritor o del guionista de turno el trabajo sobre ese magma unificado para desarrollar una historia solvente, con personajes que escapen de la unidimensionalidad –tan cara a muchos autores de “novelas de a duro”– o que sean conscientes de la representación, como tan magistralmente ocurre con el personaje interpretado por Saul Rubinek en la película Los imperdonables (Clint Eastwood, 1992), el biógrafo de un temido pistolero (compuesto por el gran Richard Harris), que lo sigue a sol y sombra, registrando sus hazañas y asistiendo progresivamente a la desmitificación del Salvaje Oeste.

Sirvan los apuntes anteriores para abordar la lectura de la novela Abel, del escritor italiano Alessandro Baricco (1958), libro superventas que, según el pie de imprenta de la edición española de Anagrama, alcanzó seis ediciones en octubre, el mismo mes de su salida al mercado. A diferencia de la desenvuelta apropiación del género por parte de colegas españoles, aquí Baricco se apodera del western y sin despojarlo de las peripecias (que las tiene múltiples y variadas) lo envuelve en un denso tono discursivo, cerebral, en el que los personajes terminan separados de toda existencia terrenal para convertirse en meros arquetipos, como gigantescos hologramas perorando en medio de un desierto de aparente trascendencia que sólo subraya su inevitable insignificancia.

Abel presenta la historia en primera persona del sheriff Abel Crow, que durante el momento de enunciación del relato tiene 27 años, aunque la trama irá y volverá en el tiempo, llegando hasta su rústica niñez y su precisa conversión en leyenda al cargarse a los asaltantes de un banco, en un kilométrico capítulo de un tono descriptivo tan vulgar como, al decir de un personaje de Vladimir Nabokov, un cocinero con un delantal que diga “chef”. El registro grandilocuente que adopta el discurso de Abel Crow –no exento de citas y referencias a Platón, Tomás de Aquino y David Hume, entre otros–, lo aleja no ya de cualquier empatía que su historia de vida y sus hazañas puedan establecer con el lector, sino del propio interés que el relato de las acciones pueden tener en la progresión argumental.

Para exponer mejor la cuestión del tono de la voz narradora y captar la argamasa de la que se compone el relato de Crow, cito un párrafo de la página 67: “Hallelujah tiene manos pequeñas y labios orientales. Ya debo de haber dicho que una parte de mi mente está reservada a la grata e ininterrumpida tarea de saber que ella está ahí. No importa dónde. Pasa por mi vida sin detenerse, es algo que ya sé. Yo soy su hombre, ella es mi mujer. Pasamos sin detenernos, así es como funciona”. Me temo que ni el espíritu de Marcial Lafuente Estefanía, o alguno de sus prolíficos descendientes, podría salvar un pasaje como el anterior.

Al final de la novela, bajo la designación de “Agradecimientos”, Alessandro Baricco lista y agradece a todos los libros que “atestaron mi mesa en los años en que escribí Abel”. Aparecen allí historias del Lejano Oeste, el testimonio de un sioux, cartas de Calamity Jane, una biografía de Jesse James y hasta un volumen de fotografías tempranas de los indios del norte de Estados Unidos. La referencia a esta bibliografía no hace más que subrayar lo que ya había quedado claro al avanzar en la lectura: la condición de western de laboratorio de Abel, un texto compuesto bajo los dictámenes de una fórmula que, en este caso y a diferencia de otros grandes divertimentos notorios con los géneros –por nombrar sólo a dos: la novela de espionaje en Nuestro hombre en La Habana (1958), de Graham Greene, y la novela policial en 53 días (1989), de Georges Perec–, resulta fallido, aparatosamente fallido.

Abel, de Alessandro Baricco. Traducción de Xavier González Rovira. 176 páginas. Anagrama, 2024.

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