Una constelación llamada oscuridad es el poemario de Gabriel Weiss que editó La Coqueta en marzo. Quince textos casi sin puntuación y organizados en tres secciones de versos breves alcanzan para que los mapas del espacio, como también los del tiempo, se dilaten.
La migración acompaña al hombre desde sus orígenes y en esas pocas pertenencias que se llevan, tanto como en las nadas que dejan, la constante es la carencia, el vacío, la errancia. Maletas flacas, paños finísimos de los que cuelgan botones, manos azules y el vientre pegado a los huesos. Así, llegan a nuevos territorios en los que se siguen desdibujando, hasta que alguna parte de ellos se hace polvo.
Este poemario presenta una constelación que sólo se intuye, porque los puntos que la conforman no tienen luz. No hay espacios conocidos ni propios. Los lazos son memorias opacas sin voz. No hay patria ni lengua conservadas; por el contrario, los recuerdos vienen sin mirada y se esfuman en la gran oscuridad, aunque dejan en el yo la resonancia de algo que lo antecede y no es capaz de definir.
El hijo del hijo reclama precisión para sus recuerdos con la urgencia de comprender su sino aunque ya sin fe. Busca entre fragmentos de existencias y encuentra un pozo sin fondo, un espejo y el retorno de aquel cíclope hendido por un rayo. El pozo no brinda la esperanza de sus aguas, a ellas no es posible acceder. El espejo es la grieta por donde se cuela tanto el tiempo como el espacio y, a la vez, en donde se mira el yo. Más justo sería decir en donde se contempla, porque ese espejo, desde siempre, es pensamiento. La búsqueda de la identidad cuando ya no quedan los ancestros ni lengua, incluso, tampoco queda nombre es la muestra explícita de aquello que se deshace en polvo en el proceso migratorio.
Los apartamentos no tienen ventanas ni baldosas, incluso “la luna es un algodón sucio” y el viento “azota la espalda con un látigo de siete puntas”: “el alma es un campo de flores amarillas nacidas por un viento amargo”.
Hungría lejana y presente en “los ojos de mi padre irradiando dolor”, en “el Bora [que] aún sigue soplando en nuestra sangre” y en el caliente gulash de su madre en el que lo cotidiano murmura ajenidad: “en la cocina vapores/ y humedad, monólogo/ interior en húngaro,/ a veces / al descuido/ tarareaba una/ extraña melodía/ viajando por el/ tiempo un violinista/ciego”.
La tristeza viajó como polizón, acompañada del perro flaco sarnoso, del toro bramando amenazante, del cuervo, y del otro lado del espejo vino también el mito. Todas especias de aquel gulash que de tan sazonado lastima aún. Porque no se trata de hazañas, porque no son hechos que repercutan en una comunidad, sino en una historia mínima, íntima y de pobres desarraigados. No hay héroes, sino hombres y mujeres con su fortuna marcada al momento de abordar aquel barco equivocado.
El lugar del viento
Sopla el viento y en Tambores el silencio deja escuchar su repique en las venas. Caminos de polvo, curvas que guían a su encuentro, sierras que suenan, sed y hambre en ese desolado paraje. Lugar de muerte que desafía al observador atento al hallazgo de pulso. Hay vida, sí, sólo para aquellos que se detengan a contemplar el detalle.
Irse del ruido que anula al yo porque lo incomunica y elegir aquella estepa para volver a definirse resulta primero un hallazgo que el paso de las noches con sus días confirmará en retorno. En ese regreso aprende que con humildad mide su fuerza frente al viento lo mismo que aquel pájaro que obstinado se aferra a la rama: “el viento, el viento/ Un aterido pájaro se atreve/ aferrado a una rama./ Resiste./ Yo lo miro, estoy en él./ Erizados los dos,/ mi piel, sus plumas./”. Imágenes sensoriales pintan los ojos y susurran al oído en este descanso del trajín. Tregua que habilita el espacio para la expresión y la contemplación de lo ínfimo.
En ese hallazgo se ejercita en atrapar el tiempo: “Pero aquí, en este espacio imperfecto,/ absorto en silencio y pájaros,/ el mundo no gira/” es un lugar en el que se detiene el transcurso aunque las sombras se estiren y el cielo se aloque: “Aquí no es el tiempo lo que importa/ en estas tardes de espacios anchos,/ sino esta taza de café/ o mis lápices y dibujos”. Pliegue de sierras que vuelve a sus habitantes, en apariencia, victoriosos cazadores de los años, todo es quietud.
El yo en un aquí y ahora dilatado se vuelve analogía de los cerros: “La soledad, cumbre del hombre,/ me empareja contigo”. Pieles empedradas, el sol que lame llagas de la tierra, y el tiempo se hace herida mientras el tercer hombre “busca poder descubrir de una forma bella aquellas vacas y aquellos caballos”. Obstinado el yo, rebelde encuentra poesía en la casa cercana al cementerio y, entonces, Tambores se vuelve su última Thule, aquel espacio que designaba lo que estaba fuera de los límites conocidos en la cartografía romana. En ese “inmenso espacio de ausencias” abundan calandrias, cardenales, bandurrias, abejorros, molles, macachines y yuyos. Todos testigos del buitre que rasga a la serpiente y, así, recuerdan la dinámica del uroboro.
Ni vivos ni muertos, ¿qué diferencia hay? Cantan pájaros y cantan los muertos desde los cerros circulares y desde la espiral de las épocas. En esta obra del tacuaremboense Miguel Ángel Olivera Prietto (autor de Dioses pobres, de 2012, y Restos de lluvia, de 2019) se hacen presentes Walt Whitman, Circe Maia, Borges, Cavafis en la biblioteca del tercer hombre, o acaso, en este momento, se trate sólo de algunos estantes. Altares estos en los que siguen encendidas las mismas preguntas que acompañan, ahora, la soledad de la estepa, y participan en la formulación de las grandes cuestiones: “¿Será el viento el que une los continentes?/ ¿El que arrastra semillas e insectos?/ ¿El que germina, enflorece y alimenta bestias?/ ¿Será esa maravilla una danza espacial/ que sostiene lo vivo?”. Resulta que hacia el final, una y otra vez, hay tiempo para la duda antropológica, aquella de Simmias, que sigue dejando a todos en un largo silencio.
Una constelación llamada oscuridad, de Gabriel Weiss. 82 páginas. La Coqueta Editora 2025. El lugar del viento. Poemas de Tambores, de Miguel Ángel Olivera Prietto. 62 páginas. Yaugurú, 2025.