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Foto: Sabrina Mandirola

Espinosa viejo

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Por estos días el escritor Gustavo Espinosa abandona momentáneamente Treinta y Tres y viene a Montevideo con el proyecto de blues y recitados Saxo Oral. Pueden leer la entrevista que le hizo Daniel Machín y también podrán escucharlo directamente a él este viernes, cuando visite la diaria Radio.

La conexión entre la música y la literatura, de las payadas al rock progresivo, es evidente en casi toda la narrativa de Espinosa, saturada de guitarreros, melómanos y coleccionistas. Esta irrupción “a nivel nacional” de su trabajo en el escenario no hace sino darle más visibilidad a una prolongada pasión doble que en su ciudad es conocida desde hace tiempo. Además de guitarrista y cantante, Espinosa ha sido docente de literatura de varias generaciones y, como intelectual, intervino en debates sobre educación, especialmente en páginas de Brecha.

Voy truncando por acá el CV sin haber llegado a sus obras para insertar algo en lo que vengo pensando desde que publicamos la entrevista de Machín.

Premeditadamente o por descuido, autores, lectores, editores, periodistas, comentaristas, académicos vamos armando un “personaje” en torno a los escritores. Formamos y nos formamos una noción sobre esa firma que incluye tanto ideas y temas como anécdotas y caprichos. De ahí salen las caricaturas de Borges lector irrefrenable, Hemingway hombre de acción, Mariana Enriquez dama gótica, y así. Con algunos autores contemporáneos resulta más fácil, para felicidad de la industria, y a otros hay que “ayudarlos” a construir una historia paralela, una aproximación a cierta sensibilidad específica que ayude a promover su obra. Con Espinosa es al revés: se van descubriendo capas de intereses y relaciones después de que su obra ha atraído la atención hacia él.

Lo que hace, lo que hizo Espinosa son novelas que combinan, con aparente comodidad, tramas atractivas, referencias locales y nada inocentes posturas teóricas. Todo lo que ha publicado es recomendable y pueden encontrar buena parte, gratis, en Biblioteca País.

Ahora sí, el comentario. Hace unos cuantos años, en 2009, publiqué en la diaria una reseña de Carlota podrida, su segunda novela, que lo “reinsertó” en el panorama narrativo (montevideano). El material de aquellos años es difícil de conseguir online, así que me pareció bien compartir ahora con ustedes aquel texto. Su amigo Amir Hamed (1962-2017) había quedado muy impresionado con lo que le parecía que era una reivindicación de la escritura de toda su generación, pero los libros que hablan de ese folclore “del 83” quedarán para otro boletín.

Los dejo con el texto de 2009.

Johnny Sosa fue

Casi diez años pasaron entre la publicación de la novela anterior de Espinosa, China es un frasco de fetos, y esta. Valieron la pena: Carlota podrida es una marca alta en la narrativa que se está escribiendo por estos lados, y tal vez no sólo eso. Tal vez sea un gran ensayo sobre la condición posmoderna vivida desde la periferia.

Antes de explicar esto, convendría repasar la trama de la novela. Sergio Techera es un músico cuarentón de  Treinta y Tres. La oportunidad de marcharse a estudiar filosofía en Montevideo le fue arruinada por la muerte de sus padres, y ahora sobrevive como bajista de Diamante, una banda de cumbia (género que detesta: lo suyo es el rock progresivo de los 70). Soporta el día a día a base de grappa y algunas salidas, también excusas etílicas, para acampar y pescar con amigos en el Olimar. La novela comienza en el momento en que Techera comprende que la rutina de su vida está cerca del fin cuando se entera de que la actriz Charlotte Rampling, por la que sintió atracción adolescente, visitará su ciudad.

Desde la apertura, logradísima, vital, queda claro el tipo de novela que es Carlota podrida. La escena no parece más que un cumpleaños en un bar con personajes típicos del interior, diálogos verosímiles y humor localista, pero la manera en que todo está descrito insinúa otra cosa. La mezcla de discursos –especialmente, la facilidad con la que ingresa la voz del aparato de televisión– y la sutileza con la que vamos penetrando en el descubrimiento de Techera avisan que estamos bien lejos de la trillada literatura de pueblo chico. El capítulo siguiente confirma que, aunque el protagonista es un músico, no se trata de una versión dosmilera de La balada de Johnny Sosa: escrito en primera persona (lo anterior está en tercera), este apartado inicia la confesión intermitente del crimen de Techera, o, en sus propias palabras, “la bochornosa educación sentimental de un epígono paraguayo de Bin Laden”. Porque lo que hace Techera no es simplemente raptar a la estrella británica, sino que pretende hacerle entender, con esa confesión escrita, las motivaciones exactas de su crimen.

Importa poco lo que comprenda Rampling, destinataria explícita de esa larga misiva de Techera (que se intercala con la narración “objetiva”); la novela de Espinosa está jugada a lo que de esa explicación íntima conecte el destinatario implícito, el lector.

Maestros posmo

Mejor no entreverarse discutiendo sobre eso que en un momento se llamó posmodernidad, que otros prefieren pensar como continuación de la modernidad y/o nombrar “capitalismo tardío”. Lo que sí existió, y existe, es el posmodernismo como forma de expresión, al menos en literatura y arquitectura. En los 60 algunos autores (mayormente norteamericanos: Thomas Pynchon, John Barth, Donald Barthelme) llegaron a elaborar un programa más o menos explícito de escritura posmodernista, que tenía entre sus puntos la mezcla deliberada de elementos de lo popular y lo sofisticado, la baja y la alta cultura. Treinta años después, también en Estados Unidos, ese registro literario de lo pop dejó de ser patrimonio de la vanguardia para convertirse en una forma convencional de realismo; quien lo expresó más claro fue el recientemente desaparecido David Foster Wallace al apuntar a la naturaleza doble del fenómeno, que se debía tanto a la influencia de “los primeros posmodernos” como a que las “irrupciones mediáticas” que ellos buscaban realzar en sus obras se habían vuelto con los años parte de la experiencia cotidiana común.

Entre los escritores uruguayos contemporáneos, Natalia Mardero e Ignacio Alcuri son los que de manera más explícita integran referencias a material proveniente del cine o la televisión. Aunque comparte con estos autores jóvenes el manejo cómodo de elementos pop, sería complicado tomar lo que hace Espinosa (Treinta y Tres, 1961) como una radicalización de lo que ellos intentan, porque en Carlota podrida la obsesión por lo mediático está mucho más allá, y a la vez mucho más acá, de ser una mera excusa narrativa. En cambio, buscar parentescos por el lado de los coetáneos puede ayudar a situar mejor a Espinosa, aunque traiga otras complicaciones.

Por ejemplo, hay conexiones evidentes entre la novela de Espinosa y Artigas Blues Band y Troya blanda; pero estas obras de Amir Hamed son novelas históricas, más cercanas al proyecto de los primeros posmodernos norteamericanos que al “naturalismo” de Espinosa. Lo que sí tienen en común es también patrimonio del grupo de ensayistas que se reunió en La República de Platón (el suplemento que dirigía Sandino Núñez a mediados de los 90), algo que ellos prefirieron llamar “barroco” y que apuntaba a una mezcla, con fines tanto críticos como estéticos, de retórica afrancesada, cultura pop y fascinación/rechazo por las nuevas formas de expresión que la tecnología de la época estaba posibilitando.

Los intocables

Hace tres años, en uno de los artículos de Visión de paralaje, Slavoj Zizek intentó blanquear el truco que hay detrás de sus propios ensayos (o de muchos de los de La República de Platón). La técnica, o la gracia, está en unir dos mundos que en realidad no pueden tocarse; por ejemplo, utilizar la película Pájaros para explicar el concepto lacaniano de lo real. Zizek, por si hacía falta, aclara que no puede haber conexión, que el único punto donde verdaderamente Alfred Hitchcock y Jacques Lacan se tocan es en el ejemplo, en su propia capacidad de asociación. Lo que hace el esloveno, entonces, es desmontar el programa de los primeros posmodernos; algo parecido hace Espinosa en Carlota podrida.

Mientras los tramos realistas (y posmodernos, a mucha honra) de la novela se ocupan del rapto de Charlotte Rampling y demás minucias criminales, en las irrupciones “confesionales” hay toda una teoría del deseo tercermundista (y no teoría tercermundista del deseo). Con la intención de que su crimen cobre sentido, Techera hace un repaso de la formación paulatina de su gusto de varón coleccionista (de especies zoológicas, de marcas de autos, de grupos musicales y de ambientes cinematográficos) que apunta a describir cómo, en su mente, se delineó la concepción de un ámbito platónico, intocable, perfecto, que entre otros habitan ciertas estrellas del espectáculo. La llegada de Rampling a Treinta y Tres altera ese esquema algo olvidado pero persistente, al acercar el mundo ideal a la bajeza de la vida diaria. El crimen de Techera aparece así como un ahondamiento de una ruptura previa de esas reglas que indican que ciertos ámbitos deben permanecer intocados entre sí. El protagonista de Carlota podrida no pretende restaurar el orden, sino llevar la transgresión a un extremo, sumiendo a su objeto de deseo en una insoportable proximidad (con todo lo que implica en una historia donde el olfato es una especie de personaje fantasma).

La alteración profunda que provoca la consumación del crimen es mucho más divertida (y a la vez, más desesperanzadora) de lo que pueden sugerir estas líneas. Pero más que la anécdota “policial”, lo que permanece es la teoría sobre lo inalcanzable que elabora Techera. Carlota podrida es, o puede ser, muchas cosas: una versión afilada de La traición de Rita Hayworth (o de otras novelas cinéfilas de Manuel Puig), una contraparte desde “el mundo de la mente” (y no desde la psicología) de El miedo es el mensaje (último libro de Sandino Núñez) o una vuelta de tuerca “sana” al autismo y la esquizofrenia de China es un frasco de fetos. En cualquier caso, es la mejor novela uruguaya de lo que va de 2009.

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