La inseguridad, la incomodidad y la urgencia. Estas tres sensaciones, ligadas a un presente de crisis y de resurgimiento de las extremas derechas, llevaron a los historiadores Vania Markarian y Aldo Marchesi a escribir El tiempo no para. Historia, crisis y futuro para pensar proyectos de izquierda, publicado recientemente por Ediciones del Berretín.
La inseguridad frente a un “cambio de época” y la “ausencia de claves para su explicación”. La incomodidad, porque la mirada hacia el pasado dictatorial que tuvieron en sus trayectorias los dos autores parece hoy “poco productiva para alimentar la imaginación política de un futuro diferente”. Y la urgencia, porque mientras las “nuevas derechas” se oponen a “la expansión de derechos propiciada por los sectores progresistas en los últimos lustros” y van contra la “laboriosa construcción democrática” de las últimas cuatro décadas en la región, “hay un espacio de vacancia en la reflexión sobre las izquierdas”.
Markarian afirma que la acumulación de estudios sobre el pasado reciente, “que dio un montón de claves para explicar pero también para construir consensos”, “no está siendo suficiente para explicar el dramatismo de la nueva crisis en la que estamos insertos”. En la misma línea, Marchesi señala que en un contexto de cambios “las preguntas que hacemos al pasado se transforman”, y es “esa relación entre presente y pasado que nos motivó a escribir un libro que es una reflexión intelectual, pero también personal, sobre qué historia estamos haciendo para qué tiempo presente”.
Dictadura, progresismos y agenda de derechos
El lenguaje de los derechos humanos (DDHH) fue “uno de los andamiajes más importantes” para la reflexión y la acción política de los últimos tiempos. Estaba la convicción, indican los autores, de que la lucha por los DDHH de la historia reciente “favorecía una suerte de aprendizaje social que curaría las heridas del pasado y evitaría la repetición de tales episodios traumáticos”. La denuncia del terrorismo de Estado, la búsqueda de la verdad y de la justicia, la reparación a las víctimas y el “nunca más” constituyeron los ejes centrales de las producciones académicas, de la movilización social y, en algunos casos, de las políticas públicas en los gobiernos progresistas.
“En ese esquema, la memoria se convirtió con frecuencia en una lectura única de un pasado marcado por la predominante tragedia del terrorismo de Estado” y “muchos se sintieron excluidos de una prédica que insistía en la implementación de medidas específicas hacia las víctimas directas de las dictaduras”, señalan los autores, que de todos modos reconocen “la eficacia de ese lenguaje como programa antiautoritario capaz de concitar apoyos diversos en una época traumática y empezar a definir las condiciones de un futuro democrático”.
Marchesi apunta que esta noción de DDHH está muy atada a “la violencia del Estado sobre los cuerpos, sobre las personas”, y que hoy es necesario “ampliarla, pensar otros procesos” que “son centrales para el mundo en que estamos viviendo”, procesos “de fragmentación social, de violencia social”. “Hay una necesidad de tratar de entender varios de los problemas contemporáneos que está enfrentando Uruguay y que no se explican sólo porque la dictadura persiguió a ciertos sectores de la oposición política, sino que se explican por muchas transformaciones que tuvo la sociedad uruguaya de los 60, 70, 80 hasta acá y que sin embargo no están en esos relatos de la historia reciente”, explica el historiador.
Los autores señalan en el libro que los progresismos fueron y son en ciertos contextos “los principales defensores del sistema democrático” y que apuntaron a una expansión de derechos que “buscaba asegurar la defensa de la vida que sentían amenazada los sectores más vulnerables”, pero advierten que “esta idea de derechos no abrió la posibilidad de pensar un camino de salida permanente de tal situación de vulnerabilidad social o cultural”. Se perdió “la reflexión sistemática sobre el sistema capitalista”, no se interpeló la “esencia del neoliberalismo como forma de vida económica” y “su impacto en la destrucción de la trama social”. Esto “impidió articular escenarios futuros más plurales que construyeran un sentido común más emparentado con las tradiciones igualitaristas y los horizontes utópicos de las diversas tradiciones de izquierda”, indican los autores en el libro.
La agenda de derechos impulsada por los progresismos en el siglo XXI, al igual que el lenguaje de los derechos humanos vinculado al pasado reciente, no tuvieron una “pretensión universalista”: “Se atomizó la categoría de víctimas en una sucesión de grupos cada vez más pequeños o específicos de pertenencia y afirmación identitaria”.
Las izquierdas y los futuros
Los autores advierten que las nuevas derechas tienen una mirada de largo plazo sobre el pasado y también una idea de futuro.
Respecto del pasado, proponen en algunos casos revalorar “una supuesta edad de oro asociada al orden oligárquico” y cuestionan la idea de “justicia social”. Sostienen “discursos negacionistas o incluso reivindicativos de las experiencias autoritarias que precedieron a las transiciones democráticas”. Hay también un “renacer del anticomunismo como sustento ideológico para pensar las lógicas de la política contemporánea”.
Pero, más allá de su nostalgia por un pasado remoto, las extremas derechas tienen proyección de futuro, con “aspiraciones de construir sistemas políticos y económicos nuevos guiados por la postulación del mercado y la tecnología como reguladores sustanciales de todas las relaciones sociales”.
En cambio, señalan, “el horizonte emancipatorio de las izquierdas (no ya solamente las vías para lograrlo)” se ha “restringido de modo dramático”. Ya no se habla de revolución, en su vertiente armada pero tampoco en su vertiente legalista, y no se recupera la vieja asociación del siglo XVIII entre derechos y revolución, que se sostuvo incluso desde vertientes liberales, y que “sugería que el incumplimiento de los derechos humanos volvía legítimo rebelarse y aun iniciar una revolución para crear un nuevo orden donde fueran respetados”.
Los progresismos “se recostaron más en el lenguaje de ampliación de derechos que en el de la revolución, y no existió una reflexión profunda sobre las condiciones estructurales que hacían posibles esos derechos”. Los progresismos no buscaron o no fueron capaces “de persuadir con la promesa de un futuro radicalmente diferente a las pragmáticas reformas del presente”. “Es posible señalar allí una debilidad de estos proyectos, que habían abandonado la idea de revolución sin ofrecer otra posibilidad de pensar alternativas para el cambio profundo del sistema capitalista”, apuntan los autores.
Esto no fue responsabilidad exclusiva de los progresismos: los cambios en las subjetividades, el debilitamiento de las instituciones y de los procesos colectivos, la erosión de la planificación y de la creencia en el progreso incidieron en la imposibilidad de imaginar futuros diferentes. Los autores mencionan como una excepción los feminismos, que han logrado “convocar un movimiento de masas” con “un cuestionamiento radical al orden patriarcal vigente” y son “uno de los pocos planteos utópicos del progresismo actual”.
Los autores concluyen que para volver a pensar un proyecto de izquierda “parece entonces necesario que las fuerzas progresistas reconsideren su trayectoria más cercana en el marco de una historia extendida que las vincule en un diálogo con los legados y los conceptos de esas tradiciones en todo el siglo XX y más allá”. En ese proceso “es necesario contar con las robustas bases sociales que el lenguaje de los derechos humanos y la nueva agenda de derechos supieron construir en estas décadas”. Y es necesario también sostener “un rechazo visceral a las formas de violencia política donde siempre triunfan los más fuertes” y realizar “una defensa cerrada de los procedimientos democráticos y liberales de debate y decisión, hoy mismo bajo ataque”.
“Hablamos como historiadores, pero también asumimos esta necesidad de volver a pensar el cambio social en una clave que podríamos llamar de izquierda”, sostiene Markarian. Y dice Marchesi: “La historia sirve para pensar cuáles fueron los futuros del pasado, o sea, cómo durante el siglo XIX y el siglo XX las sociedades se movilizaron y se transformaron a partir de ideas de futuro. Eso es inevitablemente necesario, porque si no, no hay acción colectiva posible”.