Brasil eligió ayer un gobierno notoriamente fascista, y no sólo un gobierno de extrema derecha como puede verse en Estados Unidos, Italia, Polonia y, quizá, Francia y Argentina. Es un gobierno que no respeta las instituciones, sustentado en un discurso militar y en la práctica de la violencia.
El domingo 21 Jair Bolsonaro anunció que iba a “barrer del mapa a esos bandidos rojos”. O sea, a nosotros. Con todas las letras, el mesías del oscurantismo afirmó que “se van para afuera o van a la cárcel”. Se trata de un discurso esencialmente militar, para el que no existen adversarios políticos sino enemigos que deben ser eliminados. Es una visión totalitaria y antidemocrática. En manos de Bolsonaro, Brasil podrá volverse un experimento fascista en el corazón de América Latina y cambiar completamente la concepción de política que teníamos hasta ahora. Nuestro modelo político cambiará a una especie de “política de la bota”, regida por los ritos de continua humillación de la jerarquía militar y de obediencia ciega al líder supremo. Quien quiera apoyo deberá arrodillarse sobre el maíz y jurar fidelidad eterna.
La falta de respeto hacia las instituciones democráticas es el modus operandi de esta política de la bota, que busca someter a todos –partidos, parlamentarios en general, sindicalistas, estudiantes, movimientos sociales, incluso al Poder Judicial– para hacer de Brasil un experimento de diseminación de gobiernos fascistas en América Latina. De la mano de Paulo Guedes, Bolsonaro tiene a Donald Trump como su líder.
Frente a la crisis de 2008, el ex presidente estadounidense Barack Obama no consiguió llevar adelante todas las propuestas que impulsó, y contribuyó incluso con el crecimiento vertiginoso de China, que recibió a varias empresas estadounidenses. Mientras tanto, Brasil emergía como un modelo completamente diferente de gobierno, apoyado en la inversión pública y las políticas sociales, creando un cinturón de protección social que llevó, con Lula, a enfrentar la crisis. Parece increíble que ese mismo modelo, considerado exitoso en todo el mundo, fuese vilipendiado por los golpistas.
Con el eslogan “América para los americanos” y una campaña sustentada en noticias falsas, como las que vimos en nuestro país, Trump asumió el gobierno de la –todavía– mayor potencia mundial. Ignorando a Brasil, de forma vergonzosa para Temer y compañía, eligió a Argentina como su principal interlocutora debido a sus vínculos con la familia del presidente argentino Mauricio Macri, con lo que convierte la relación norte-sur en una conexión entre Washington y Buenos Aires. Ahora que la victoria del socialdemócrata Andrés Manuel López Obrador en México no lo favorece, Trump podrá tener como interlocutor de su política para las Américas a la figura absurda de Jair Bolsonaro.
En cuanto a los campos de la izquierda y del progresismo, no hay novedades. Bolsonaro quiere la extinción de los partidos de izquierda, de los movimientos sociales y de los sindicatos. Y la sumisión ciega de las fuerzas de seguridad y del propio Poder Judicial. La democracia agoniza y, estupefactos, descubrimos que es un valor en el que la población brasileña no cree. Los electores que hoy tienen 40 años eran niños en 1980. La gran mayoría, como demuestra el voto a Bolsonaro, creció alejada del significado de la lucha democrática, lo que prueba que deberíamos haber radicalizado mucho más la democracia para crear un clima de respeto a las leyes.
Con un discurso abstracto, Bolsonaro conquista el apoyo de la clase media, en especial de la clase media-alta, aquella que no verá su vida alterada. Seguirá yendo a Miami, comprando inmuebles y vehículos, mandando a sus hijos a escuelas privadas. Personas totalmente alejadas de los valores democráticos, que entienden la democracia simplemente como el derecho a votar a este o aquel candidato. Finalmente, si 73% de la población defendiese la democracia, como señalaba Datafolha, Bolsonaro no habría siquiera pasado a la segunda vuelta.
El Poder Judicial, débil, desmoralizado, incapaz de hacer valer la ley y de garantizar condiciones igualitarias en la disputa electoral, dejó más de una vez de cumplir con su deber constitucional y permitió que millones de brasileños cayesen presos del fascismo que rechaza el debate, incita a la violencia y se basa en la construcción de enemigos internos, como los “rojos” o los “comunistas”.
Esa deconstrucción de la política, que contó con el apoyo de los grandes medios de comunicación, notoriamente de Globo, continúa. Si fuese un medio comprometido con la democracia, la red Globo debería haberle garantizado al candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad, por lo menos la mitad del tiempo de debate. Cuando Bolsonaro se niega a debatir, también está impidiendo que otro hable. ¿Y qué decir del comportamiento de la Red Record, que mientras tenía lugar el debate en la primera vuelta electoral, en el mismo horario optó por una nota exclusiva con Bolsonaro?
No vamos a evitar este problema con discusiones en las redes sociales. Necesitamos fortalecer los medios alternativos con recursos para que puedan fomentar el debate junto a la sociedad el año próximo. Si no, ¿quién criticará al gobierno fascista de Bolsonaro? Para enfrentar la política de la bota necesitamos argumentos sólidos y no sólo textos de Whatsapp y Facebook. Las personas necesitamos entender lo que sucede en el mundo. Lo que está pasando en Brasil no es una política aislada: somos testigos de un cambio profundo en la política latinoamericana y mundial. El neoliberalismo expulsó a la democracia.
Joaquim Ernesto Palhares es periodista, director de Carta Maior.
Una versión más extensa de esta columna fue publicada en portugués en Carta Maior.
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