Fui uno de los jurados que adjudicaron el premio de narrativa Juan Carlos Onetti 2013 a la novela Siempre París, de Rafael Mandressi. Por esa razón abordé con simpatía la lectura de la nota de opinión publicada por la diaria el lunes 19 bajo su firma. La terminé mal y medio amargado.

Mandressi escribe bien, qué duda cabe, es ingenioso, concibe imágenes atractivas, suelta algunos párrafos eficaces: fuegos artificiales que no alcanzan para disimular la desprolijidad de su aproximación a un tema que es demasiado grande, demasiado complejo para ser planteado, discutido y resuelto a los empujones en unas pocas líneas llamativamente iracundas.

El autor se carga algún milenio de filosofía e incontables bibliotecas en un delgado renglón de pretensión apodíctica, en el que niega la trascendencia y, en la búsqueda del argumento definitivo que no encuentra -nadie lo ha encontrado hasta ahora-, se entretiene en la clausura y demolición de lo que identifica como “piso de arriba”. El artefacto es muy liviano y francamente desproporcionado para alcanzar el resultado que pretende el autor. La excesiva virulencia del lenguaje (que no se le da bien a Mandressi) no agrega ni un gramo de peso a sus argumentos y desnuda un arranque de furia explicable sólo a causa de la impotencia.

“¿Cómo garantizar el derecho a la burla, y por qué no, a la manifestación del desprecio ante narraciones del mundo que reclaman el exorbitante privilegio de ser aceptadas como una verdad excluyente?”, se pregunta luego, sin advertir que su ademán incurre en el mismo pecado que atribuye a las mentadas narraciones del mundo: abrazado a su propia “verdad excluyente”, que expone con pretendida autoridad, la emprende a la vez con la trascendencia, las religiones monoteístas y las religiones en general, “por completo”.

En la recta final de su opus acelera propinando un porrazo en plena frente a la laicidad (“respirable”, “imperfecta”, “inacabada” como la ve), de la que reniega cuando propone “salir del monoteísmo” (aquí significa suprimirlo) y de la religión. Descuento que el autor no profesa alguna confesión politeísta, porque sería una contradicción excesiva visto el agregado de último momento que parece comprender a todas las religiones.

Esa propuesta, su tono, la adjetivación empleada, ponen de manifiesto que Mandressi incita a una verdadera cruzada. Pero enseguida, tal vez atemorizado por la dimensión exorbitante de su iniciativa, suelta el acelerador y sugiere “la construcción de una sociedad” cuyo talante sería el de una “resignada alegría”. Poca cosa, moneda más bien falsa, tristona, por cierto insuficiente para fundar la utopía que propone. Porque entonces la cruzada se desparrama un poco desvencijada, se achica, deviene utopía de baja categoría, cerrada de antemano en un horizonte de resignación. “No hay razón para no perseguirla”, dice el autor. Tampoco para considerarla siquiera tal, me parece, al menos sobre bases tan poco estimulantes. Un lánguido desencanto ocupa ahora el lugar del ímpetu belicoso que alentaba unas líneas más arriba.

Recurriendo como fundamento a la ciencia, a la filosofía e incluso -en los casos de menor cuantía- a la inspiración, la convicción o la bronca personales, se han escrito y divulgado innumerables notas con orientaciones semejantes al del autor de ésta -en general más serias y mejor defendidas-, se han desarrollado importantes empresas filosóficas, se han publicado infinidad de libros, tesis y trabajos de empaque doctrinal que se detienen en el mismo punto que sus opuestos: el de la imposibilidad de probar sea la existencia o la inexistencia de Dios.

En algunos autores se manifiesta un respetable valor personal, en otros una clara inteligencia; a veces un conmovedor pesimismo -ora extremo, ora moderado-; no pocos revelan en su discurso un odio hacia la religión y sus derivaciones, hacia una u otra iglesia o corriente religiosa, odio en muchísimos casos plenamente comprensible, nacido de episodios dramáticos o de tragedias personales, o familiares, o de un pueblo, una etnia, una nación, provocados por el fanatismo en que no pocas veces en la historia han desembocado todas las religiones.

Junto a ésas y otras motivaciones -algunas valiosas, más que por su enjundia argumental, por su intención de defensa de la libertad y de la dignidad del ser humano- he creído descubrir con frecuencia una veta discordante e incómoda, que irrita y a la vez impulsa a ciertos autores: la desesperación camuflada, el rencor íntimo que suscita la renuncia a la trascendencia o la incapacidad personal de asomarse a ella. Hay quizá también un componente de angustia que irrumpe cuando se intenta levantar un edificio que se quiere sólido, sobre el tembladeral de una certidumbre indemostrable.

Algo de eso aletea en la prosa por momentos sabrosa de Mandressi. No dudo de que lo mueve -entre otras cosas- su deseo de defender la libertad, la autonomía y la dignidad del hombre. Pero llama la atención la temperatura de sus palabras, el tono agresivo y despectivo que entorpece algunos de sus párrafos y desautoriza sus razones.

Para terminar: Bergoglio, el papa Francisco, está empeñado -él sí- en una tarea titánica que ha emprendido con firmeza, humildad y coherencia. La torpeza de Mandressi y su enojo se combinan para arrastrarlo a obsequiarnos una nota pirotécnica, proferida con malhumor y que de momento lo alinea con los sectores más conservadores y también con los más corruptos de la Iglesia Católica, a los que se hermana en el intento de menoscabar al pontífice.

En los últimos días hemos asistido horrorizados a dos acciones terroristas sucesivas: el ataque criminal contra los periodistas de Charlie Hebdo y la condena a muerte y ejecución de los asesinos perpetrada por las fuerzas de seguridad francesas, que lograron de este modo un sangriento empate en la cancha de las barbaridades.

Los asuntos que reclaman nuestra atención y requieren un debate sereno y universal -me refiero por ejemplo a los límites (o no) de la libertad de expresión, la manipulación de la opinión y los sentimientos del público por los grandes medios, los peligros que para la paz y la convivencia de los humanos encierra la reacción visceral de odio que alientan y alimentan éstos, la simplificación brutal que significa identificar a los musulmanes y al Islam con sus excrecencias fundamentalistas, la búsqueda de los mecanismos imprescindibles para recomponer sobre bases de paz, tolerancia y respeto recíprocos los vínculos entre las diferentes culturas- están ausentes del artículo que escribió Mandressi, y para su consideración no aporta absolutamente nada. Lástima.

En cambio agrega -su iracundia orienta la brújula en esa dirección- leña a la hoguera de los odios, abarcando en ellos a todas las religiones.

Demasiado papel desperdiciado, mucha letra, mucha ira, poca sustancia.