Era un jueves de Carnaval de 1978 y hacía calor. Pertrechados detrás de un camión municipal, marchaban milicos de particular tocando marchas brasileñas, cortejados por lucecitas de colores, batucadas lejanas y algún que otro mascarito cansado. Son pocos los que recuerdan que esa noche, en un bar del centro de Treinta y Tres, Hebercito Espel sucumbió a la hipnosis de Ana Culo de Buje o, con menos rencor, Anita Culo, e inició una tríada que marcaría el rumbo de su sosegada existencia.

Más allá de la majuga y el desfile de criaturas impensadas, Anita, linda a rabiar (se había ganado ese mote por negarse a participar en un concurso de belleza), descollaba entre las mesas de lata del London. Hebercito le cayó flechado, con una careta de la Mujer Maravilla, sin prever los gritos enloquecidos de la madre -parece que sólo se distinguía la palabra “piche”- ni los dos milicos azules que salieron de la nada para reducirlo. Años después, cuando ya una amagada tuberculosis le aseguraba el sueldo municipal, Hebercito, Anita Culo y su marido, Fernando, no se despegaron más.

Rodeados de paredes húmedas, olor a guiso, notas de blues y motos chinas, Fernando Electrón Larrosa, docente de física y líder de un dúo blusero, y su amigo y guitarrista Hebercito Mondongo Espel estuvieron unidos por Anita Culo durante los escasos años que los separaban de la nada.

El que decide rescatar esta historia es el profesor y escritor Gustavo Espinosa, motivado por un nuevo emprendimiento editorial de la revista 3 Puentes, que se propuso documentar diversos personajes locales mediante una serie de separatas: “Quién mejor para contar la historia -cuenta el comité editorial- que el Prof. Espinosa, que no sólo es, pese a su modestia, el intelectual sensible que [...] enorgullece a nuestras letras”, sino que además fue, “como todos sabemos, uno de los amigos más cercanos de Fernando Larrosa”.

Mediante numerosas entregas, el autor reconstruye, desde las ruinas de la civilización, los días de Electrón y Mondongo, los héroes de culto de una desgracia que terminará filtrándose en sus vidas, arraigándose en la tierra que los vio crecer, allí donde bailaron con una mujer por primera vez y en donde vieron morir a alguien que querían. Por momentos, el relato da cuenta de desatinos pintorescos y acostumbrados, y en otros, se transforma en un racconto desesperado, con magníficas narraciones que retratan un mundo marginal y desencantado, poblado por seres que llegan al absurdo de la existencia y el abandono. Esos pequeños universos engendrados por Espinosa están habitados por personajes alucinados, como el Frankfrutero, el “único y triste” caso de asesino serial que registra la historia local, la Lid Clamaremos, o el Tarado Arbelo, el héroe fundante que, de frontman de Los Modernos, pasó a ser guitarrista de una versión de Los Iracundos.

Fernando -o Electrón- es el protagonista de esta “crónica coral de la tristeza”, como prefiere definirla Martín Bentancor en la contratapa. Él es el eje de este proceso, que lo encontrará impresentable y abandonado, embaucado en una doble y enfurecida lucha contra la muerte y el recuerdo, viviendo esa verdadera agonía de quien comprende que no sólo ha perdido el rumbo, sino también a sí mismo. De esa lucha, en la que no se cuenta con esperanzas reales, de ese desafío aceptado por un condenado a muerte, nace una novela en la que Espinosa vuelve a confirmarse como una de las voces más originales e inquietantes de la literatura uruguaya contemporánea, cuando podíamos pensar que ya había escrito mucho, o casi todo lo definitivo.

Los cimientos del mundo

Así como en Carlota podrida (2009) o Las arañas de Marte (2012) sobrevivía la ruina de un circo que apenas se sostenía en pie, y que había sido despojado y malherido por las enfermedades venéreas, los temporales, los adulterios, el cine y la televisión, en Todo termina aquí nos encontramos ante un tembladeral donde a los personajes no les queda otra que naufragar entre las ruinas, como obedeciendo a un designio desconocido, sin que ningún futuro les ofrezca los ecos tranquilizadores de lo cotidiano, de las rutinas aprendidas.

De este modo, tanto Sergio Techera y Quique Segovia, protagonistas de Carlota podrida y Las arañas..., como Fernando Larrosa, el de Todo termina aquí, son músicos que, en un momento de su vida, deben enfrentarse a su pasado o dejarse vencer por él: Techera comienza a fantasear con la idea grotesca de raptar a Charlotte Rampling, su fantasía adolescente, y darle a conocer su mundo inundado por olores a puchero, a sudor y a pobreza; Segovia es un guitarrista folclórico que, por diversas vueltas del destino, termina atrapado en un show miserable, mientras alterna coplas camperas, escapadas sexuales y militancia política, hasta que el recrudecimiento de la dictadura termina implosionando todo. Años después, compondrá un testimonio de la época, con el eje en un hecho de 1975, cuando un grupo de militantes -en su mayoría adolescentes- de la Unión de Juventudes Comunistas fueron detenidos y torturados.

Ya en su primera novela, China es un frasco de fetos, (2001), Espinosa ensayaba una recreación delirante de esa época, aunque nunca la nombrara. Todo termina aquí sólo se desplaza hacia aquellos años enajenados para darle cuerpo al comienzo de la historia, aparte de alguna anécdota secundaria sobre la presencia tupamara en la zona. En lo que sí continúa insistiendo es en ese humor negro, feroz y humano, que maneja con una maestría infalible (sólo como ejemplo: “Ya deberíamos saber que la literatura no es que a un gaucho le hayan vendido una máquina para hacer llover, o que una miss simpatía haya tenido que ser sometida a una cirugía heroica al otro día de su consagración en el Centro Progreso en 1971, con el fin de exhumarle una botella de Pepsi Cola súper familiar -llena- que se había incorporado vaya a saber por dónde (otra vez el teléfono descompuesto, la labilidad del cuchicheo, nos escamotean la exactitud del orificio)”. Y otro dato, para nada menor, es que en sus cuatro novelas hay ribetes rockeros y mujeres secuestradas o muertas.

La hazaña final

Si en Las arañas... el protagonista, años después, intentaba dar con el “sentido” de lo que vivió durante la dictadura, en Todo termina... Larrosa, si bien intenta dar con el lugar más próximo a la mujer que perdió -o con el que más se le parezca-, lo que en verdad parece buscar es una abolición total de los recuerdos, de la tragedia y de su propia existencia: “Creo que estoy consiguiendo algo: nadie que sepa quién fue el Profesor Fernando Larrosa, nadie que haya oído hablar del bluesman uruguayo Electrón Rosa o Viudo o Gordo, sabe que ahora estoy aquí acalambrado por el frío y entrampado en una campera ajena [...] no lejos del epicentro de la peste del fin del mundo”. Este recorrido, inevitablemente, problematiza el orden natural del mundo, los procesos que se esperan cuando los hombres atraviesan una descomposición infernal y deben resistir y seguir en esa máquina idiota que los termina conduciendo, también, a la nada.

Otro de los ejes compartidos que se pueden rastrear en su obra -incluso en ese visceral y magnífico poemario que es Cólico miserere (2009)-, y que se vuelven centrales al detenerse en estos personajes, es su resignificación de la noción centro-periferia (hace años ya lo había planteado la crítica María Olivera Mazzini en un interesante trabajo, que se puede encontrar en el sitioH enciclopedia). Aquí se trata de una periferia de la periferia, de tipos que, desde el borde, desde los márgenes, miran extrañados una racionalidad o una funcionalidad perdida. Y a veces, incluso, logran llevar el centro hacia ellos. A esa condición se refiere el propio personaje de Espinosa, cuando señala que los acordes de blues surgidos en el delta del Mississippi reaparecen en Treinta y Tres, “el territorio más pobre de un país pobre”.

Si bien en Las arañas... ya se pueden rastrear indicios de autoficción, en este nuevo trabajo ese procedimiento termina consolidándose. Aquí conviven el Profesor Espinosa, que publica notas folletinescas en una revista (y que en ellas llega a reflexionar sobre su propia obra, hasta coquetear con lo metaliterario: “... se me ha reprochado que la descripción de locaciones conocidas es redundante, y que la publicación y fijación de algunas peripecias, la transformación de personas en personajes, es obscena. Creo que no hay más remedio que insistir en esas operaciones de complicación o enrarecimiento, siempre que se lleven a cabo sin mentir, porque contribuyen a acercarnos oblicuamente a alguna verdad, a alguna forma de sentido”), un Espinosa al que remiten los editores, otro que comparte la experiencia con los demás personajes y, claro, el autor de la novela, el Espinosa persona, que podríamos llamar el “yo biográfico”. Y así, tal vez toda su obra sea el desmontaje de un portentoso diálogo entre el vacilar de la experiencia histórica y la certeza de lo imaginario. Una escritura con fantasmas de papeles en blanco. Y hasta se podría decir que su mundo es cada vez más un mundo de ficción, un escenario que él mismo construye.

Al mismo tiempo, este planteo provoca una nueva partida, sobre todo frente a la posibilidad de que no se trate de autoficción ni de autobiografía, sino de una novela compuesta por una serie de notas firmadas por un Gustavo Espinosa que también, como el autor, es profesor, escribió una novela llamada China es un frasco de fetos, es amigo de Amir Hamed y de Gustavo Verdesio (el amigo que vive en Michigan). Aquí se tensan las vertientes apenas visibles en Carlota podrida y Las arañas de Marte (con el caso de sus primas adolescentes torturadas durante la dictadura). Y seguramente, como alguna vez sugirió Sergio Blanco, de algún modo Gustavo Espinosa convoca a ese personaje homónimo pero sólo para traicionarlo, ya que el simple proceso de escritura lo termina desdoblando, corrompiendo, transformando y, en definitiva, impostando. Por eso la inquietud del lector frente a esa frontera borrosa desde la que se parodia, se ficcionaliza y se juega. De cierta manera se crea desde la incertidumbre y la indefinición. Pero no sólo a partir de los referentes “reales”, sino también desde un margen que ha sido expulsado del propio concepto periférico. Ya que no sólo se trata de Treinta y Tres, sino más precisamente de sus suburbios. Y no sólo se trata de subalternos, sino de tipos que pasan inadvertidos, de los que sólo puede llamar la atención su ausencia inexplicada.

Hacia el final, Larrosa reconoce que necesita un plan, “como el hombre de El pozo”, aunque su proceso no encuentra resolución en la escritura. Se trata de algo más evanescente, más hazañoso. Pero ese será su fin. Perdido, desaliñado y grotesco, recordando los días pasados, pero no para llorar sobre ellos, sino para obligarlos a suceder de verdad. Y así se impondrá, miserable y gozoso, confirmando que la vida no es más que una melodía que cada uno ejecuta de manera distinta. La música del autor de Todo termina aquí interpreta una cadencia esperpéntica y escéptica, marcada por la desazón y el desamparo. “Me parece que de pronto, en la parte baja de la ventana [...] se va a sobreimprimir una frase solemne, lista para circular en Facebook, acerca de la necesidad de preservar los bosques o de encontrar la felicidad en las cosas sencillas: la saturación de simulacros baratos nos ha arruinado la realidad”.