Cándida Kamerbeek, Cani para quienes la conocen, es antropóloga e investigadora en estudios culturales. Oriunda de Bahía Blanca, a fines de 2022 se vino a vivir a Uruguay y desde entonces recorre tablados y ensayos, libreta en mano, para observar, anotar y formular preguntas sobre la fiesta popular más grande del país.

El primer acercamiento de Kamerbeek con la murga fue a través de Falta y Resto, un invierno ya borroso en su memoria en el Teatro Municipal de Bahía Blanca, gracias al interés de su madre y su padre por las expresiones culturales latinoamericanas: “En casa siempre había plata para un libro o para un CD, incluso llegando a fin de mes con lo justo”, recuerda.

Ya adulta, hizo murga porteña y le empezaron a atraer los carnavales del continente. Fue a Chile, Perú y Bolivia. Le empezó a fascinar la murga uruguaya cuando su hermana le dijo que tenía que conocer lo que estaba haciendo Cayó la Cabra: “Ahí medio que nos obsesionamos”, rememora. De tanto mirar murga uruguaya por Youtube descubrió las murgas estilo uruguayo en Argentina y pasó de espectadora a partícipe.

Desde entonces articula el quehacer académico e intelectual como antropóloga, que es “bastante individual”, con la construcción colectiva que, asegura, la “convoca mucho”. Este 2024 participa en la murga Mi Vieja Mula como utilera.

¿Cómo se podría definir lo carnavalesco?

Lo carnavalesco es siempre algo que cuestiona la norma. ¿Qué pasa con la estructura? ¿Qué pasa con lo que nos enseñan? Desde lo verbal y desde lo corporal, que es algo que en Montevideo por lo menos no pasa tanto. Sentarse a mirar en un tablado es lo mismo que hacemos todo el año: vamos al cine, nos sentamos y vemos qué pasa. No tenemos tanta injerencia, más allá del aplauso. En lo carnavalesco hay algo del intercambio cultural, comunitario. Tiene que ver no sólo con cuestionar el discurso hegemónico, sino también la práctica hegemónica, romper con las prácticas cotidianas. Algo que descubrí viviendo acá es que en invierno Montevideo se vuelve una cueva, la gente se mete para adentro, y de repente en carnaval sale a la calle, todo el tiempo hay planes. Eso es cuestionador, modifica las prácticas cotidianas.

¿El concurso es carnavalesco?

Muy poco. Entiendo también, porque esta es una hipótesis que vengo debatiendo con muchísima gente, que gracias a que existen esas estructuras suceden las antiestructuras como Más Carnaval o Carnavalé. O, de repente, Metele que son Pasteles hace guerras de agua o fiestas de disfraces la noche de fallos. Ahí está lo carnavalesco. Se supone que la noche de fallos tenemos que estar todos frente a la tele o la radio escuchando, y ellos están haciendo competencia de disfraces. Pero me quedo con ganas de más espacios así.

¿Qué aspectos de la murga uruguaya te interesa investigar?

Algo que me llama mucho la atención es la disputa, la tensión entre lo viejo y lo nuevo. Hay una canción de Cero Bola vieja que dice: “Me gusta el coro masculino de verdad”. Nos criamos escuchando esas voces que suenan un montón, y yo entiendo a quien te dice “esto me mueve los huesos”. Pero hay otras preguntas: “Sí, hermoso ese sonido, pero ¿cómo fue gestado, qué implicó, qué implicó para quienes no somos varones?”. Me divierte pensar qué cosas nuevas vienen. Hay algo de la pregunta sobre la tradicionalización, la folclorización, incluso la patrimonialización de las cosas, que tiene que ver, a veces, con estancar determinados procesos sociales. Hay una pregunta sustancial que es cómo construyen identidad a través del carnaval. En un ensayo de una murga de muchos uruguayos me sentaron a escuchar canciones finales y retiradas de 2002 para mostrarme cómo la migración de uruguayos durante la crisis había impactado. Hay una construcción de emocionalidad ahí, de empatía y representatividad.

¿Hasta qué punto se puede desafiar las estructuras de los espectáculos y cómo se tensiona eso con la noción de identidad?

Es divertido pensar cuáles son los límites. Pienso en Mi Vieja Mula. Después de la primera rueda, un montón de comentaristas cuestionaron el uso de otros instrumentos, la sonoridad. Hay un reglamento, todo lo que esté dentro de ese reglamento para el concurso es murga. Ya está el debate. Es un embole que me digan que una murga no puede tener bombo y platillo, como La Clave el año pasado, o que no puede tener determinados instrumentos. En lo concursero se le pone límite al género. Saliendo del concurso, decir qué cosa es murga es más complejo. Te encontrás con un montón de expresiones. ¿Cuáles son los límites del género? Lo divertido de lo carnavalesco es que en realidad eso no existe. ¿Dónde queremos atarnos? Si yo quiero hacer una murga, me agarro de lo que entiendo que es representativo de una murga. La retirada o el cuplé son particularidades consensuadas, pero podríamos ponerlas en debate y pensar que en realidad lo que hace a una murga es el tipo de sonoridad.

Cuando se habla del origen de la murga muchas veces se remite más a una necesidad, a una intención, que a una característica técnica.

A eso le sumo la necesidad de amplificar la voz individual. Una cosa es lo que yo canto y necesito decir, otra cosa es lo que vos cantás y necesitás decir, otra cosa es lo que necesitamos decir juntas. Eso cobra otro poder. Y es lo que representan para mí la murga y muchas de las expresiones carnavalescas que hay en el mundo. ¿Qué es lo que queremos decir colectivamente? En esto de que la murga es la voz del pueblo, bueno, ¿qué pueblo? ¿Dónde está el pueblo que la murga representa? Es la porción del pueblo que está subida al escenario. Pero sigue siendo transgresor, tiene esa cosa de identitario.

¿La murga sigue siendo transgresora?

Ahí hay que pensar el contexto. ¿Dónde está posicionada? Si en el Teatro de Verano se abre el telón y suena una cumbia, como con la Mula, es transgresor. Después la Mula va a Carnavalé o Más Carnaval y no lo es. El contexto es lo que marca si transgredís o no, lo posible o lo no posible. Lo divertido de la murga es que es producto de su contexto. Que los uruguayos que emigraron reivindiquen las murgas de los 90, que son las que ellos escuchaban acá, o las que escuchaban sus padres, habla de una historia de vida. Hay algo emocional en eso y lo divertido en lo carnavalesco es pensar cómo construir diálogo entre todas las posturas.

El carnaval, sin embargo, funciona con individualidades. Cada conjunto presenta su espectáculo, el público sigue a quien le gusta. Parecería que no se da ese diálogo.

Sí, hay varias cosas que genera el concurso. La primera es la jerarquización. Cuando vos decís que hay uno que es mejor que el otro, ordenás. Sergio Triviño Rey, antropólogo colombiano que estudia el carnaval uruguayo, tenía en un momento una hipótesis a partir de la cual estudiaba quiénes eran los componentes de las murgas que iban ganando. Por ejemplo, que el Pitufo Lombardo haya ganado tantos primeros premios nos va enseñando a todos cómo se tiene que arreglar una murga si queremos ganar. Es un eterno debate: el concurso no sólo genera plata, sino que implica plata; entonces, por lo menos, me amoldo un poco y gano más plata. Lo otro es la necesidad de visibilidad que tienen los componentes individuales. Vengo bastante sorprendida con esa pelea sobre quién tiene más solos, quién tiene más participaciones actuadas. El concurso no permite transformaciones o mejoras individuales, porque está pensado desde el lugar de que lo mejor sea lo que se muestra. La delimitación, la estructura es necesaria, pero siento que se queda ahí. ¿Dónde está lo otro que sucede? Hay propuestas alternativas, pero participa el Estado.

Para profundizar en eso, ¿cómo analizás el rol del Estado en el carnaval uruguayo?

Acá la presencia del Estado no sólo es bastante fuerte, sino que cuando no está las cosas no se hacen. Creo que el Estado tiene que posibilitar la cultura y tiene que estar a la mano, pero ¿qué pasa cuando el Estado no está? ¿Qué posibilidades nos deja estar todo el tiempo pensando que el Estado va a estar? Pero también hay algo de la autodeterminación y el empoderamiento. Si el Estado no está, ¿el barrio está? ¿De qué me sirve que el Estado esté si el barrio no? Pongo el ejemplo de Cachengue, en Argentina. Hace 28 años que esa murga genera un corso autogestivo, cooperativo, barrial, de identidad grupal. Este año, de repente, cae la Policía y se llena de vecinos, se llena, y las murgas cantando sin sonido. La escena sola es carnavalesca y antiestructural. ¿Acá qué pasa si el Estado no viene con el sonido y nos cae la Policía? ¿Viene el barrio? Es una pregunta que me hago, no tengo la respuesta.