Es sabido que todo premio es arbitrario y antojadizo. A diferencia de una carrera en una pista de atletismo, donde es claro que uno de los atletas cruza la meta primero, juzgar la obra de alguien –se trate de música, literatura, fotografía, ciencia o lo que sea– siempre es un proceso teñido de subjetividades, sesgos, irracionalidades y demás contratiempos cognitivos. Los Nobel no son una excepción, y alcanza un rápido repaso por su lista de premiados –masculinizada, caucásica, de investigadores del hemisferio norte, etcétera– para darse cuenta que de objetivos estos galardones no tienen absolutamente nada.

Más aún, su forma de premiar individualidades en una disciplina que es esencialmente colaborativa no sólo los lleva a ser injustos, sino que contribuye a impulsar una forma criticable de concebir la ciencia. Aun así, año a año los Nobel logran que, al principio de octubre, se hable de ciencia –aunque sea superficialmente– y de quienes la hacen –aunque sea siempre un grupo reducido de personas extremadamente similares entre sí–. Un poco como ver un debate presidencial –como el que tuvo lugar en Argentina el domingo de la semana pasada y volverá a darse mañana– siempre queda la sensación de que por más que sean perfectibles, son mejor que nada: se pueden sacar cosas positivas de un debate presidencial pobre como de una premiación sesgada de los Nobel. Y eso pretendemos hacer respecto de los tres Nobel a la ciencia dados esta semana.

Vayamos primero a ver cuáles fueron cada uno de los ganadores de las tres disciplinas científicas –Química, Física y Medicina y Fisiología– y veamos por qué se hicieron merecedores y merecedoras de tal distinción.

El Doctor Drew Weissman y a la Doctora Katalin Karikó ganadores del Premio Nobel de Medicina 2023. Foto de Peggy Peterson, Escuela de Medicina de Pennsylvania, AFP.

El Doctor Drew Weissman y a la Doctora Katalin Karikó ganadores del Premio Nobel de Medicina 2023. Foto de Peggy Peterson, Escuela de Medicina de Pennsylvania, AFP.

Nobel de Medicina por superar escollos que impedían soñar con vacunas ARN

Los laureados con el Premio Nobel de Medicina y Fisiología 2023 fueron la húngara Katalin Karikó y el estadounidense Drew Weissman. Ambos compartieron a partes iguales el galardón “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra la covid-19”.

A grandes rasgos, la idea de las vacunas es engañosamente sencilla: se le presenta a nuestro sistema inmunológico el patógeno que queramos combatir, el sistema inmunológico lo reconoce como un extraño a controlar, lo ataca, destruye, y guarda en su memoria que la próxima vez que ese virus o uno muy similar se presente deberá dársela con todo lo que tenga a mano. Hay varios trucos para lograr que ese primer encuentro no sea perjudicial, desde exponer al sistema inmune a virus alterados o en condiciones tales que sean incapaces de desatar la enfermedad, o a presentarle al sistema inmune una parte del patógeno que sea suficientemente característica –como quien dice mostrarle sólo las huellas digitales del presunto delincuente– pero que no sea el patógeno en sí. Las huellas digitales en el mundo celular suelen ser las proteínas.

Ya a fines del siglo pasado las posibilidades de trabajar con los genes –que son quienes expresan proteínas– abrieron nuevas puertas para pensar vacunas. Varios investigadores comenzaron a trabajar en una nueva posibilidad: dado que para expresar las proteínas los genes se valen del ARN mensajero, que lleva la información correspondiente del ADN al ribosoma, donde finalmente la proteína se monta de acuerdo con esas instrucciones contenidas en el ADN. ¿Qué tal si pudieran enviarse las instrucciones –el ARN mensajero– de forma que las propias células del organismo generen la proteína del patógeno y, de esa manera, se desate la respuesta inmune y así, en el caso de que ese patógeno ingrese al cuerpo, tenerlo ya en la base de datos de invasores a controlar y tener inmunidad? Algo así permitiría tener lo que hoy conocemos como vacunas ARN, como la Pfizer-BioNTech que nos dimos acá o como la de Moderna que se dieron en otras partes, por sólo mencionar a las más famosas de las vacunas ARN para combatir la covid-19.

El asunto es que en las pruebas in vitro esto de andar mandando ARN mensajero no sólo tenía algunas complicaciones sobre la forma de hacerlo llegar y demás problemas logísticos, sino que estos ARN mensajeros provocaban reacciones inflamatorias, siendo la inflamación una de las formas que tiene nuestro sistema inmune de reaccionar contra agentes extraños. Y entonces llegaron los dos galardonados.

Justamente en ese problema de la inflamación provocada al llevar el ARN mensajero a las células comenzó a trabajar en la década de 1990 Katalin Karikó, que si bien nació en Hungría, entonces investigaba en la Universidad de Pensilvania, en Estados Unidos. Allí fue donde conoció casualmente a Drew Weissman, con quien comenzó a trabajar en ese y otros problemas de la estrategia de emplear el ARN mensajero. ¿Por qué la fundamentación del Premio Nobel dice que les dieron el galardón “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra la covid-19”? Bueno, porque un poco fue eso lo que hicieron.

Al investigar por qué el ARN mensajero (al que se le dice también ARNm) provocaba la respuesta inflamatoria, hallaron que en su modelo las responsables de decirle al sistema inmune que ese agente extraño debía desatar la inflamación eran las dendritas. Y vieron que mientras el ARN mensajero transcripto in vitro generaba esa respuesta, el ARN mensajero de células de mamíferos no lo hacía. ¿Por qué? Porque en el caso de los mamíferos las bases de esos ARN –las letras que lo componen, que a diferencia del ADN no son A, T, G y C, sino A, U, G y C, es decir, en lugar de tiamina trabajan con uracilo– presentaban modificaciones. Karikó y Weissman –y mucha otra gente en sus laboratorios que no ganó el Nobel– se remangaron las túnicas y comenzaron a modificar las bases de su ARN mensajero de manera de evitar la respuesta inflamatoria. ¡Y lo lograron! El artículo en el que cuentan con elegancia sus resultados se publicó en 2005 en la revista Immunity y se llamó algo así como “Supresión del reconocimiento del ARN por receptores tipo Toll: el impacto de la modificación de nucleósidos y el origen evolutivo del ARN”.

Sorteado ese obstáculo –es algo bastante más complejo que este simple relato y, obviamente, no se solucionó todo con la publicación de un artículo–, el camino para pensar efectivamente en las vacunas ARN se allanó (más aún cuando sus modificaciones además provocaban un incremento de la expresión de las proteínas, como comunicaron en 2008 y luego en 2010). De hecho, tanto se allanó el camino que en 2013 Katalin Karikó se fue a la recién fundada empresa BioNTech RNA Pharmaceuticals. Faltaban aún siete años para que la covid-19 nos cacheteara.

Pulso de attosegundos del Instituto Max Planck de Óptica Cuántica.

Pulso de attosegundos del Instituto Max Planck de Óptica Cuántica.

Foto: Thorsten Naeser, MPQ

Nobel de Física por pulsos de láser de extremada corta duración

Como señala la fundamentación dada por el comité del Nobel de Física, el francés Pierre Agostini (hoy en la Universidad Estatal de Ohio, Estados Unidos), el húngaro Ferenc Krausz (hoy en el Instituto Max Planck de Óptica Cuántica, Alemania, lo que no quita que esta no haya sido una gran semana para la ciencia de Hungría, que también se llevó con Katalin Karikó una medalla en Medicina y Fisiología), y la también francesa Anne L’Huillier (hoy en la Universidad de Lund, Suecia), se hicieron merecedores del reconocimiento por concebir “métodos experimentales que generan pulsos de luz de attosegundos para el estudio de la dinámica electrónica en la materia”. ¿Qué es todo eso? Ya vamos.

Según la frase popular, la fama dura unos tres minutos. Para L’Huillier, Agostini y Krausz eso sería una verdadera eternidad, ya que aquello por lo que se los premia es el desarrollo de pulsos de luz tan pero tan breves que el tiempo que duran se anota con 18 cifras a la derecha de la coma. Justamente, attosegundo viene del sueco atten, que significa 18. ¡El pulso de luz con el que trabajan dura una trillonésima parte de un segundo! ¡Una millonésima parte de una millonésima parte de una millonésima parte de segundo! Tal magnitud ilustra a la perfección el imperativo de la medición minuciosa abrazado por la física desde su nacimiento. El propio Max Planck, uno de los próceres de la disciplina, al punto que da nombre al centro donde investiga Ferenc Krausz, decía que si un experimento es una pregunta que se le hace a la naturaleza, la medición es la respuesta que la naturaleza da a tal pregunta. Volvamos al Nobel de Física de este año entonces.

El mundo atómico desafía nuestra percepción del tiempo y el espacio. Las escalas que hay que manejar para intentar desentrañar qué pasa en un átomo nos llevan a cosas como pulsos de láser que duran attosegundos. Los tres investigadores –L’Huillier, Agostini y Krausz– perfeccionaron la técnica de generar pulsos de luz tan breves como para permitir ver cambios en los electrones, las partículas con cargas negativas que pululan alrededor del núcleo del átomo y que determinan cómo ese átomo se comportará con sus congéneres.

Anne L'Huillier, ya en 1987, trabajando con láseres que atravesaban un gas noble, encontró armónicos o matices de luz, electrones con energía adicional que se emitía en forma de luz, que dependían de los ciclos del láser interactuando con los átomos del gas. Según el comité del Nobel, eso “pavimentó el camino para avances posteriores”. Pierre Agostini siguió profundizando en el tema y logró en 2001 generar pulsos de luz que duraban 250 attosegundos. Por su parte, de forma independiente Ferenc Krausz hacía lo propio, logrando aislar “un único pulso de luz que duraba 650 attosegundos”.

De esta manera, según el comité, “los tres laureados hicieron contribuciones que permitieron la investigación de procesos que suceden tan rápido que anteriormente eran imposibles de seguir”. Su maravilla física a su vez permite otras observaciones en este campo, por lo que Agostini, Krausz y L’Huillier, con su forma de dominar los pulsos de láser, les pasan la batuta a otros físicos y físicas para que observen qué pasa en los átomos. Por todo eso, para la Real Academia Sueca el aporte de los tres investigadores abre las puertas “a potenciales aplicaciones en múltiples áreas”. Cita entre ellas la electrónica y pone como ejemplo “comprender y controlar cómo los electrones se comportan en un material”.

Moungi Bawendi, ganador del Premio Nobel de Química 2023.

Moungi Bawendi, ganador del Premio Nobel de Química 2023.

Foto: Len Rubenstein, MIT, AFP

Nobel de Química para nanocientíficos por descubrir y sintetizar puntos cuánticos

Si el Nobel de Física de este año nos llevaba al mundo de lo diminuto de la mano de pulsos de láser que sucedían en el orden de los attosegundos –trillonésimas partes de segundo–, el Nobel de Química nos lleva también al universo de lo inconcebiblemente pequeño de la mano de la nanociencia, la disciplina que estudia fenómenos que ocurren en materiales de escalas menores a los 100 nanómetros, es decir, de menos de 100 millonésimas partes de un metro.

La Real Academia Sueca de Ciencias decidió premiar este año en esa disciplina al francés Moungi Bawendi (hoy en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, Estados Unidos), al estadounidense Louis Brus (hoy en la Universidad de Columbia de su país) y al soviético Alexei Ekimov (ya retirado de la empresa Nanocrystals Technology Inc., Estados Unidos) “por el descubrimiento y la síntesis de puntos cuánticos”, que en inglés se conocen como quantum dots.

¿Qué son los puntos cuánticos? Se trata de cristales semiconductores tan diminutos que se miden justamente en nanómetros. Como recuerda la Real Academia Sueca, lo que interesa de la pequeñez de los puntos cuánticos es que “su tamaño determina los estados mecánico-cuánticos de los portadores de carga del material” y que “tienen la misma estructura y composición atómica que los materiales voluminosos, pero sus propiedades se pueden ajustar utilizando un único parámetro, el tamaño de la partícula”.

La mecánica cuántica ya nos decía que las leyes que gobiernan las cosas que vemos en el mundo a las escalas que pueden registrar nuestros sentidos –nuestra vista, por ejemplo, está limitada por el tamaño de los objetos y poco distinguimos más allá de lo milimétrico– no son las mismas que rigen en escalas diminutas como las de un átomo. Algo así como un hay muchos mundos, pero están en este de la física. Y son justamente estas propiedades y leyes que gobiernan el mundo cuántico las que se exploran en la nanociencia, estudiando materiales que puedan resultar interesantes, ya sea para la química, la electrónica y demás. Los puntos cuánticos son uno de ellos, y por tanto la academia sueca señala que estos tres investigadores “lograron producir partículas tan pequeñas que sus propiedades están determinadas por fenómenos cuánticos”. Veamos un poco cómo llegaron a ellas.

Según se relata en la fundamentación del premio, los físicos “sabían desde hacía mucho tiempo que, en teoría, en las nanopartículas podían surgir efectos cuánticos dependientes del tamaño”, pero sostienen que por muchas décadas resultaba “casi imposible esculpir en nanodimensiones”. Con ese panorama, nadie andaba pensando en poner en práctica lo que se sabía en teoría. Bueno, nadie no. La curiosidad rondaba y para muchos los no se puede son más atractivos que una lámpara halógena encendida para una polilla nocturna.

En la década de 1980, en lo que entonces era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Alexei Ekimov estaba intrigado por el hecho de que, pese a agregarse un único elemento al vidrio –por ejemplo, plata, oro o cadmio– mientras se elaboraba, se obtenían distintos colores. Obviamente, Ekimov no estaba buscando generar partículas nano para que hoy estuvieran en artefactos electrónicos, sino que quería entender mejor qué era lo que estaba pasando. En su laboratorio del Instituto Estatal de Óptica SI Vasilov se propuso ver la lógica tras el ilógico resultado de obtener distintos colores del vidrio a partir de un mismo elemento agregado.

Trabajando con vidrios coloreados con cloruro de cobre, logró encontrar que se formaban cristales de ese compuesto que, dependiendo del proceso de elaboración del vidrio, variaban en tamaño, yendo de dos a 30 nanómetros. Y al variar en tamaño variaba el color que le daban al vidrio. Cuanto más chicos eran estos cristales, más azulado resultaba. ¡Un efecto de la mecánica cuántica dependiente del tamaño, tal cual predecían las teorías!

Como señala la fundamentación del premio, los experimentos de Ekimov fueron los primeros en los que “alguien tuvo éxito en producir deliberadamente puntos cuánticos –nanopartículas que causan efectos cuánticos dependientes del tamaño–”.

No es que haya tomado la posta porque, según se señala, Louis Brus y su equipo –invisibilizado por este tipo de premio personalista– venían trabajando en los laboratorios Bell, en Estados Unidos y del otro lado de la cortina de hierro, en algo similar. Pero en lugar de trabajar con cristales fijados en el vidrio, que no estaban aptos para su posterior procesamiento, el estadounidense y su equipo venían haciendo lo suyo en partículas que flotaban libremente en un fluido. También tuvo éxito, pero si bien hoy llamaríamos a sus nanomateriales puntos cuánticos, ese nombre aún no había sido dado. El término sería empleado por primera vez en 1988 en un trabajo publicado por Mark Reed y otros colegas en el que proponen que al “pozo cuántico semiconductor confinado tridimensionalmente” se le pase a llamar de esa manera más corta y amable.

El descubrimiento de estos efectos del tamaño cuántico en nanocristales coloidales de Brus y su equipo “estimuló importantes esfuerzos de investigación dedicados a comprender sus propiedades ópticas y fotoquímicas, con la esperanza de poder utilizar el tamaño para diseñar propiedades físicas y químicas deseables”. Pero aún así, hacerlos no era tan sencillo. Y entonces, como dice la academia, “en 1993, Moungi Bawendi revolucionó la producción química de puntos cuánticos, dando como resultado partículas casi perfectas”. Esa calidad alcanzada por Bawendi “era necesaria para que pudieran utilizarse en aplicaciones”.

“Los puntos cuánticos ahora iluminan monitores de computadora y pantallas de televisión basadas en tecnología QLED. También añaden matices a la luz de algunas lámparas LED, y los bioquímicos y médicos las utilizan para mapear el tejido biológico”, señala la academia sueca. Para ello se ha explotado su propiedad de emitir luz de distintos colores de acuerdo con su tamaño.

Al respecto, se señala que “con un tamaño de mercado total estimado de 4 mil millones de dólares en 2021, los puntos cuánticos se utilizan como emisores de luz de alta calidad en iluminación y tecnología de visualización, así como para imágenes biomédicas”. También dicen que “hoy en día es posible producir puntos cuánticos con propiedades altamente controladas y dependientes del tamaño utilizando procesos químicos de costo relativamente bajo que hacen que estos materiales revolucionarios estén ampliamente disponibles”.

Pero el tamaño de los puntos cuánticos no sólo puede manipularse para emitir determinadas longitudes de onda lumínica, sino también los potenciales redox, la temperatura de fusión y las transiciones de fase, por lo que su uso nanotecnológico es diverso. Al respecto, señalan que la nanotecnología explora hoy la aplicación de puntos cuánticos “en la fotodetección infrarroja, la conversión de energía solar, los diodos emisores de luz, el diagnóstico y la fotocatálisis”, aportando “al beneficio de la humanidad”. Se trataría entonces de un caso en el que unas cuentitas de colores –las rusas que intrigaron a Ekimov– terminaron provocando una revolución tecnológica.

Otros Nobel a la ciencia con sesgo de género

En 1903 un mundo más machista que este se sacudía. La hoy archiconocida Marie Curie –su apellido de soltera era Sklodowska– era la primera científica en ganar un premio Nobel, que había comenzado a entregarse hacía apenas un par de años. La academia sueca le entregó, junto a Henri Becquerel y a Pierre Curie –su marido–, el premio de Física “en reconocimiento a los extraordinarios servicios que han prestado mediante sus investigaciones conjuntas sobre los fenómenos de radiación descubiertos por el profesor Henri Becquerel”.

Compartido y en minoría frente a sus colegas hombres, se trataba de todas formas de un reconocimiento a su gran labor científica. De hecho, Marie Curie descolló tanto en el mundo de la ciencia que en 1911 ganó su segundo premio de la academia sueca, en este caso, el Nobel de Química, por “descubrir los elementos radio y polonio, por el aislamiento del radio y el estudio de la naturaleza y los componentes de este sorprendente elemento”, ahí sí sin compartir el mérito con nadie. Volvió entonces a hacer historia: fue la primera persona en ganar dos premios Nobel en disciplinas distintas.

En un mundo donde la inteligencia, el trabajo intenso y la capacidad de preguntarse por diversos aspectos de lo que nos rodea se reparte indistintamente entre las personas independientemente de su género, cabría esperar que aquello de Marie Curie fuera moneda –o medalla de Nobel– corriente, o al menos que sucediera en 50% de los casos, asumiendo una proporción similar de investigadoras e investigadores haciendo ciencia. Pero han pasado 120 años desde que la científica nacida en Polonia –por eso bautizó polonio al elemento que descubrió– ganara su primer Nobel y el hecho de que en 2023 Anne L’Huillier sea la quinta mujer en toda la historia en hacerse con un Nobel de Física nos debería llamara a la reflexión. Una vez más, se trata de un premio compartido –lo que está bien, la ciencia es profundamente colaborativa y las ideas se desarrollan y proliferan mejor trabajando en grupo–, pero, una vez más, como casi siempre que sucede en una terna mixta, el ratio hombre/mujer vuelve a ser de dos a uno en favor de los primeros. Si fuera una mesa de ruleta, cualquiera diría que o la pelotita o la mesa están adulteradas.

Algo similar sucede con el Nobel de Medicina. Katalin Karikó fue la decimotercera científica en lograr obtenerlo en 76 años (el Premio Nobel de Medicina fue el último en tener a una mujer premiada, siendo la primera Gerty Cori en 1947). Si bien es compartido, aquí al menos hay paridad. Pero claro, si sumamos el Nobel de Química, repartido entre tres hombres de ciencia, los números cantan: pasando raya de acuerdo al género, estos Nobel a la Física, Química y Medicina premiaron a cinco investigadores y a sólo dos investigadoras. Si volvemos a la metáfora de la mesa de ruleta, con las partidas llevándose a cabo desde 1901 (con algunas interrupciones durante las guerras mundiales), alguien debería avisarle al dueño del casino que la gran mayoría en este planeta estamos de acuerdo en que así no se hacen las cosas.

Claro que no es el único sesgo que atraviesa la presente edición de estos premios. Repasemos la nacionalidad y donde trabajan (o trabajaban) los galardonados. Tenemos a dos húngaros, tres franceses, un ruso y un estadounidense que investigaron en instituciones de Estados Unidos, Rusia, Francia, Suecia y Alemania. ¡Ey, hay otro hemisferio en este planeta! ¡Ni que hablar de afros, latinos, asiáticos! Ya no se trata tanto, como decía Einstein, de si Dios no juega a los dados, sino de que si juega, al menos no use unos cargados.

La ciencia lleva tiempo

Más allá de lo que se pueda criticar de estos premios, en el haber queda ayudar a que esta semana se haya hablado de nanociencia, de tiempos increíblemente diminutos que nos permiten asomarnos mejor al balcón de los átomos, de vacunas y de esa molécula maravillosa que es la hermana menos popular del ADN. Pero no sólo eso. Estas líneas de investigación galardonadas también reflejan algo sobre el trabajo científico que es importante volver a remarcar.

En 2005, cuando Katalin Karikó y Drew Weissman –junto a Michael Buckstein y Houping Ni– publicaron lo de su alteración de las bases para evitar la inflamación, ese primer gran paso que allanó el camino hacia las vacunas ARN, la covid-19 era algo lejano en el tiempo. Mucho más aún cuando comenzaron en la década de 1990 a trabajar en ese problema y su trabajo podría haber conducido tanto al éxito por el que ahora se los galardona, o a avances no tan alentadores o incluso fracasos. Karikó y Weissman no podrían saberlo de antemano.

Algo similar podríamos decir de los puntos cuánticos. Su uso hoy está extendido y parecen ser una maravilla que favorece los desarrollos tecnológicos, pero es poco probable que en su Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Alexei Ekimov, en la década de 1980, pensara que el desafío de entender qué pasaba con los colores de los cristales terminaría siendo incorporado a pantallas LED con quantum dots.

Cuando alguien pretende que la ciencia produzca resultados hoy para los problemas de hoy, está abordando el problema desde una perspectiva errada. En lugar de ello valdría más la pena plantearse cuáles de los conocimientos científicos de los que disponemos hoy podrían auxiliarnos ante un problema presente o futuro. El abordaje del ARN estaba ya bastante maduro cuando llegó la covid-19. Con cierto paralelismo, lo mismo sucedió aquí con el desarrollo de los test diagnósticos: sólo podemos poner a trabajar por los problemas aquello que ya conocemos. Pero resulta imposible meter la mano en una galera científica y extraer la nueva solución instantánea para un asunto presente. La otra alternativa es tratar de solucionar problemas de hoy apelando al trabajo de la ciencia, siendo conscientes de que esas soluciones, si llegan, llegarán mañana.

De todo esto se desprende que una ciencia con alas cortadas implica un futuro con posibilidades recortadas. Con todos sus defectos, este Nobel nos recuerda que la maravilla científica del presente sólo es posible con el esfuerzo, la inversión y el aliento sostenido de la ciencia en el tiempo. No alcanza con apoyarla durante unos pocos attosegundos de pandemia y luego volver a los clásicos recortes y chicanas de siempre.