El 1° de setiembre, el paleoantropólogo Lee Berger publicó orgulloso en su cuenta de Twitter que dos restos fósiles de homininos provenientes de Sudáfrica, Australopithecus sediba y Homo naledi, viajarían en el tercer vuelo espacial comercial de Virgin Galactic. El vuelo -que se efectuó una semana después, el 8 de setiembre- llevó a la tripulación, tres pasajeros millonarios y los fósiles en el bolsillo de uno de ellos hasta una altura de 88,6 kilómetros, donde permanecieron en estado de ingravidez por 12 minutos.

De acuerdo a National Geographic, que financia las investigaciones de Berger en la cueva Rising Star (donde se hallaron los restos de Homo naledi), el vuelo espacial de los fósiles es un homenaje al espíritu de exploración de los homininos, espíritu que los llevó a incursionar en nuevos ambientes, colonizar el planeta y finalmente, de la mano del Homo sapiens, trascender sus límites.

En su publicación, Berger escribió: “¡Dos importantes antiguos parientes del ser humano empacados y listos para ir donde ningún hominino extinto ha ido antes!”. Y en efecto, ningún hominino extinto había viajado nunca al espacio por una razón sencilla: por razones de ética profesional, a ninguna persona del campo de la paleoantropología se le habría ocurrido jamás enviar un fósil de hominino al espacio. Las reacciones de la antropología en general, y de la bioantropología y la arqueología en particular, fueron unánimes: se trata de una maniobra publicitaria sin relación alguna con la investigación científica. Y más allá, se trata de un acto cuestionable desde el punto de vista ético y, en última instancia, un ejercicio indebido del poder, en varias dimensiones.

Investigación científica, divulgación y clickbait

Lee Berger, paleoantropólogo de la Universidad de Witwatersrand (Sudáfrica), es el responsable del descubrimiento de dos especies fósiles de homininos: Australopithecus sediba, que vivió hace poco menos de dos millones de años, y Homo naledi, que vivió hace unos 300.000. La investigación sobre Homo naledi ha sido controvertida, especialmente debido a la forma en que se han difundido los resultados.

La difusión de la investigación académica se realiza mayormente a través de un proceso engorroso consistente en la revisión del manuscrito por colegas, generalmente anónimos, que evalúan, comentan y sugieren correcciones en la redacción (y muy a menudo también en aspectos metodológicos y técnicos); una vez atendidas las sugerencias por los autores, el artículo se publica, pero la duración total del proceso es de varios meses.

Muchos de los resultados de la investigación sobre Homo naledi fueron difundidos a través de las redes sociales, comunicados de prensa o artículos de divulgación para el público no especializado antes de su revisión por pares (proceso que, si bien es engorroso, garantiza a menudo el ajuste de los resultados a estándares de investigación básicos); como resultado de ello se ha acusado a Berger y a su equipo de hacer afirmaciones sobre conductas específicas de Homo naledi con poco sustento en la evidencia material.

El envío (aunque sea transitorio) de los fósiles a un vuelo suborbital no obedece a ningún interés científico, y agrega otra gota a un vaso ya colmado de movidas publicitarias que por sí solas no serían problemáticas de no ser porque vienen acompañadas de actos reñidos con las buenas prácticas científicas.

Restos fósiles y ética científica

El envío de restos al espacio es, además de una maniobra publicitaria, un acto reñido con la ética profesional tanto por el propio Berger como por la Universidad de Witwatersrand, a cuyo cuidado se encuentran los fósiles.

Todos quienes trabajamos con restos óseos humanos (o de sus parientes fósiles cercanos) tenemos presente que para acceder a restos para un análisis macroscópico debemos cumplir con formalidades que implican solicitar permiso a la institución que los alberga, justificando la necesidad de lo que muchas veces es volver a analizar restos que ya fueron abordados por otros especialistas. En el caso de que el abordaje implique análisis invasivos (por ejemplo, radiografías o tomografías) o destructivos (como ser análisis de ADN, dataciones radiocarbónicas o análisis isotópicos), las solicitudes deben estar extensamente justificadas y los permisos, si se otorgan, pueden tomar meses. Por añadidura, en caso de que los análisis impliquen llevar los restos a otro país, deben llenarse formularios de aduana y otras autorizaciones que dependen de la legislación local.

Los restos no solamente salieron de Sudáfrica (el vuelo de Virgin Galactic despegó de Estados Unidos), sino que incluso abandonaron el planeta, en un viaje con enormes riesgos como lo es un vuelo espacial. El hecho de que esto se haya hecho sin fundamentación científica válida llena de un resentimiento —por cierto legítimo— al resto de la comunidad científica.

Patrimonio, soberanía y poder

Entre las reacciones críticas a la publicación de Berger apareció más de una vez el término male white privilege, o sea, “privilegio blanco masculino”. Lee Berger es, efectivamente, hombre y blanco en un país con enormes desigualdades de base racial aun 30 años después de abolido el apartheid. Desde luego, es lícito argumentar que nada de esto es culpa de Berger, pero la forma en que manejó los restos por él descubiertos para este vuelo espacial es problemática desde puntos de vista que son además diagnósticos de un estado de cosas en términos de geopolítica del conocimiento. En primer lugar, como integrante de alto perfil de la academia, hace uso de los restos fósiles hallados por su equipo en la cueva Rising Star como si fueran su propiedad, en vez de reconocer a los restos como patrimonio cultural del país donde fueron hallados, y hay una confianza implícita del aparato estatal sudafricano en que Berger hará un uso apropiado de esos restos. Cabe la pregunta de si los restos de la cueva, al ser pertinentes a la historia evolutiva de la humanidad, no son patrimonio de la humanidad entera, y efectivamente la Unesco declaró a la cueva Rising Star patrimonio de la humanidad. Pero eso implica responsabilidades de salvaguarda y conservación al Estado en cuyo territorio se encuentra el sitio, y el acto publicitario de Berger implica un desconocimiento de esa responsabilidad por parte de un investigador que se considera en una posición de privilegio.

¿Es inusual esta actitud? Desgraciadamente, no tanto, y menos en países considerados del “tercer mundo”, con un historial colonial. Entre 2007 y 2013 los célebres restos de un individuo de Australopithecus afarensis apodada “Lucy”, alojados en el Museo Nacional de Etiopía, fueron llevadas de gira por Estados Unidos para su exhibición. Los restos fueron retornados a Etiopía en 2013 y su descubridor, el estadounidense Donald Johanson, afirmó que confiaba plenamente en las capacidades de Etiopía para su cuidado y conservación. Nadie habría puesto en duda la capacidad de laboratorios estadounidenses para su cuidado; la afirmación de Johanson implica que podría haber dudas de que un país africano pudiera asegurar la conservación de los restos. Esto es, por su naturaleza, un elemento significativo sobre la desventaja simbólica en que se encuentran los ámbitos académicos con un largo historial de subalternidad. Cabe señalar que las asimetrías de poder se producen entre países y también a su interior: es menester preguntarse si el vuelo espacial de los restos hubiese sido autorizado si Berger o el turista espacial sudafricano Timothy Nash, quien llevó los restos de paseo, no hubiesen sido blancos.

El ejercicio diferencial del poder al interior de países y entre ellos se reproduce también en el ejercicio de la ciencia. Los académicos de países poderosos (generalmente norteamericanos o europeos) se permiten investigar los registros arqueológicos, paleontológicos y fósiles (y, cómo no, también las poblaciones vivas) de países en desventaja. La razón obvia para hacerlo es obviamente el avance científico, pero las mismas lógicas del conocimiento académico que mejoran las posibilidades de acceso y publicación por tener mejor presupuesto perpetúan la desventaja de los académicos locales que avanzan en ese conocimiento con menor infraestructura y a un ritmo más lento.

Varias de las críticas del paseo espacial de los fósiles, publicadas por académicos anglosajones, señalaban con sorna que mientras los restos de Homo naledi viajaban al espacio en el equipaje de un millonario, ellos tenían que esperar meses o años a que les dieran el permiso para llevarse unos pocos gramos de material para un análisis legítimo. Esa sorna seguramente se multiplica por 100 en científicos (por ejemplo) latinoamericanos, que a veces tienen que pasar por el mismo proceso para análisis más modestos en cantidad y costo, haciendo al mismo tiempo fila con colegas para los que la muestra solicitada es una entre cientas recolectadas en iniciativas de escala continental o global. Una vez más, esa asimetría no es culpa de esos colegas, pero es necesario tener presentes esos ejercicios de poder para comprender que algunas reacciones adversas a académicos poderosos en las redes sociales tienen raíces profundas que no deberían ser descartadas con el generalizante (y no necesariamente deslegitimador) rótulo de “resentimiento”.