En la década de 1980 un aficionado a la paleontología –Sergio Viera– dio en las barrancas de Kiyú, en el departamento de San José, con un fósil que lo dejó sin aliento en forma tanto figurada como literal. Con sus 53 centímetros de largo, el cráneo de mamífero que había encontrado casi completo en sedimentos de entre dos y cinco millones de años no sólo le dio una alegría inolvidable, sino que lo obligó a hacer un gran esfuerzo. Se trataba sin dudas del fósil de un roedor de gran tamaño, pero sus secretos demorarían un par de décadas en ser develados.

En 2008, tras un completo análisis de los materiales, el paleontólogo Andrés Rinderknecht, del Departamento de Paleontología del Museo Nacional de Historia Natural al que Viera donó el fósil, y el biomecánico Ernesto Blanco, del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, publicaron en una revista internacional no sólo que el cráneo pertenecía a una especie nueva para la ciencia, sino que además se trataba del roedor más grande jamás conocido en la historia de la vida de este planeta, desbancando de ese lugar al Phoberomys pattersoni.

La especie de roedor, que habría alcanzado un tamaño que rondaría los 1.000 kilos, fue denominada en el trabajo de ambos investigadores Josephoartigasia monesi. Los amigos cariñosamente le llamamos Josefo. El nombre del género, Josephoartigasia, homenajea al héroe que se levantó contra la dominación española y luchó por la formación de la Liga Federal, José Artigas. El homenaje no fue elegido por ellos, sino que ya había sido acuñado por el investigador Álvaro Mones para nombrar a otro roedor de gran tamaño. Sí eligieron Rinderknecht y Blanco el monesi, que, justamente, reconoce el trabajo de Mones en este grupo de mamíferos sudamericanos del Plioceno.

Desde 2008, entonces, Uruguay ostenta un doble récord: no sólo es uno de los países en los que vive el roedor actual más grande del planeta, el carpincho (Hydrochoerus hydrochaeris), sino el único en el que, hasta ahora, se registró al roedor más grande de todos los tiempos. Tal fue el impacto de la noticia que hasta tuvo su gag en un episodio de Los Simpson.

Fotograma de episodio de Los Simpsons

Fotograma de episodio de Los Simpsons

Sin embargo, había un temilla con el fantástico Josefo: el gran roedor, que homenajea al prócer máximo de Uruguay, parecía tener un cerebro asombrosamente pequeño. Si bien sabemos que no siempre el tamaño del cerebro va de la mano con la inteligencia, el “grande pero tonto” era una sombra sobre nuestro “padre de la patria roedora”. Sombra que ahora es disipada con la publicación de un nuevo trabajo científico.

Titulado algo así como “Revelando la neuroanatomía de Josephoartigasia monesi y la evolución de la encefalización en roedores caviomorfos”, el trabajo lleva la firma de los investigadores de Brasil José Ferreira y Leonardo Kerber, de la Universidad Federal de Santa María; Jamile de Moura, de la Universidad Estatal del Norte Fluminense; Luiza Flores, de la Universidad Federal de Río Grande del Sur; la argentina María Dozo, del Instituto Patagónico de Geología y Paleontología; Marcelo Sánchez, de la Universidad de Zúrich, en Suiza, y nuestro Andrés Rinderknecht, del ya mencionado Museo Nacional de Historia Natural.

En la publicación no sólo estudian la morfología del cerebro del Josefo mediante un molde interno en tres dimensiones generado a partir de una tomografía computada, sino que además calculan su volumen –la medida ideal para medir el tamaño de los cerebros es emplear los centímetros cúbicos (cm³)– y ponen en perspectiva estos datos al compararlos con los moldes endocraneanos de otra gran cantidad de roedores americanos actuales y extintos. ¿Qué dice el trabajo sobre el tamaño del cerebro del Josefo? ¿Era pequeño para el tamaño que tenía, era grande, o estaba dentro de lo esperado? Ya vamos a eso, pero como denuncia la bajada de esta nota, podemos ir aliviando la tensión. De todo eso y más conversamos con Andrés Rinderknecht.

Andrés Rinderknecht, en rodaje de la serie Paleodetectives. Foto: Alejandro Mazza

Andrés Rinderknecht, en rodaje de la serie Paleodetectives. Foto: Alejandro Mazza

Conectando investigadores

Lo primero que uno quiere saber es cómo surge este trabajo en el que colaboran paleontólogos de instituciones de Brasil, Argentina, Suiza y Uruguay. “A Leonardo Kerber lo conozco personalmente y con él publiqué algún trabajo en el pasado”, apunta Andrés, mostrando que en ciencia tener una buena red de contactos siempre rinde frutos. Como se conocían, un buen Andrés recibió un mail de su colega norteño.

“Ellos ya habían publicado varios trabajos con paleoneurología de roedores fósiles y de roedores gigantes fósiles, y hace un par de años me escribieron para ver si había alguna posibilidad de hacerle una tomografía al cráneo de Josephoartigasia”, recuerda. La cosa era más sencilla de lo que el paleontólogo brasileño pensaba: desde 2008 Andrés tenía una tomografía del cráneo del roedor gigante de Kiyú. “Les dije que la tomografía estaba a su disposición y que si querían les mandaba el CD con las imágenes”, cuenta Andrés. La respuesta, obviamente, fue afirmativa.

Luego del envío del CD y de idas y venidas del manuscrito, el trabajo finalmente se publicó. Ya hablaremos de lo que dice, pero antes viajemos en el tiempo, no hasta hace cuatro millones de años, cuando el Josephoartigasia monesi vivía en donde hoy es el departamento de San José, sino a 2008, cuando Andrés Rinderknecht causaba asombro en un hospital público.

Sorpresa en el Clínicas

“Cuando publicamos el trabajo con Ernesto Blanco, en 2008, como se trataba de un cráneo completo, estaba la idea de estudiar la paleoneurología, ver qué podíamos decir del cerebro”, reseña Andrés. Entonces, hasta hacía relativamente poco, los moldes internos de los cráneos se obtenían rellenándolos con una capa de caucho que luego se extraía. Pero la tecnología avanzaba y la idea de realizarles tomografías computadas a los fósiles no sólo brindaba la oportunidad de extraerles gran cantidad de información, sino, además, de no tener que romper los materiales. Andrés se dijo que valía la pena intentarlo.

“Sobre fines de 2008 me comuniqué con la gente del Hospital de Clínicas. Les conté que quería hacerle la tomografía a una cosa muy rara e insólita, y me dijeron que nada los iba a sorprender porque ellos ya le habían hecho tomografías a todo tipo de pacientes”, recuerda Andrés, tentado. “Entonces les dije que el paciente que yo les estaba trayendo tenía cuatro millones de años, y ahí los maté, porque ellos nunca habían hecho algo de esa índole”, ríe estridentemente.

Pasada la sorpresa inicial, coordinaron entonces para hacer la tomografía del Josefo. “En el hospital fue un gran pequeño suceso. Donde hacían la tomografía había muchos médicos y estudiantes esperando para ver el acontecimiento. El sorprendido también fui yo, porque la tomografía se hizo en un segundo. Ni bien colocaron el material en el tomógrafo, apretaron un botón y listo, ya estaba la imagen 3D del material”, narra.

Andrés se proponía usar la tomografía para un artículo que escribiría con la paleontóloga argentina María Dozo, coautora también del trabajo que hoy nos convoca. “Nosotros aportaríamos la tomografía del Josephoartigasia y allá iban a hacerle una tomografía a un cráneo de Dinomys branickii, la pacarana actual, que es el pariente actual más cercano. Pero por temas de agenda y otros desencuentros nunca hicimos ese trabajo con María”, dice Andrés. De todas formas, seguir con aquel trabajo les hubiera deparado algunas complicaciones.

“Este cráneo no te facilita la tarea”, denuncia Andrés. “No alcanza con la tomografía porque el material está sucio por dentro, tiene arenisca pegada y hecha piedra donde irían el cerebro, la nariz y otras cavidades. Cuando vos le hacés la tomografía, lo que ves es una cosa que no tiene forma de cerebro, porque la cavidad está rellena con el sedimento, y entonces hay que limpiarla digitalmente, lo cual es complicado, al menos para mí”, reconoce.

Más que photoshop

Manejar las imágenes generadas, además, tiene su complejidad. “En el Clínicas me dieron unas mil imágenes con los cortes milimétricos. Para unir todos los cortes y generar una imagen 3D y ver regiones específicas, se requieren programas especiales”, cuenta Andrés. Los programas además tienen sus particularidades y no resultan sencillos de manejar para cualquiera. “Me arrepiento toda la vida de no haber hecho un curso que se dio en la Facultad de Ciencias para manejar ese tipo de programas”, se lamenta hoy Andrés. Pero, claro, es el efecto diario del lunes: en aquel entonces el empleo de tomografías en la paleontología recién estaba llegando a nuestros pagos.

“En Uruguay casi no había antecedentes. Richard Fariña había hecho unas tomografías en Rocha de materiales fósiles, pero aún no había nada publicado con tomografías. El despertar de los estudios tomográficos estaba en el aire”, sostiene Andrés.

Los colegas brasileños limpiaron digitalmente la tomografía que Andrés les había enviado, separando entonces en las imágenes lo que era hueso de lo que era sedimento. “Ellos ya tenían amplia experiencia en el manejo de los programas y en este tipo de estudios”, reconoce.

Así y todo, la tomografía que Andrés había realizado en 2008 ya había servido para hacer un trabajo científico sobre qué tan fuerte era la mordida del Josephoartigaisa monesi, que se publicó en 2015. “Allí se estimó la fuerza de mordida mediante el estudio de elementos finitos”, cuenta. “Ese fue el primer trabajo publicado en el que se usó esa tomografía realizada en el Hospital de Clínicas. Este que sale ahora es el segundo”.

Casi hubo un tercero, pero el oído interno del fósil estaba demasiado dañado, por lo que el trabajo, liderado por paleontólogos franceses, no prosperó.

¿Prócer con cerebro pequeño o cerebro esperable?

En el trabajo obtienen la morfología en 3D del cerebro de Josephoartigasia monesi, algo siempre útil y más aún cuando los autores han realizado el mismo trabajo con otros roedores actuales y extintos, lo que permite tener un panorama para establecer relaciones entre las distintas especies. Un diagrama que acompaña el trabajo no sólo es científicamente valioso, sino que además parece una obra de arte (bueno, capaz exagero, pero con gusto colgaría una impresión a gran tamaño en mi lugar de trabajo).

Moldes craneanos de roedores y el árbol filogenético - Ferreira et al 2024.

Moldes craneanos de roedores y el árbol filogenético - Ferreira et al 2024.

Pero más allá de eso, aquí, en la tierra del roedor más grande de todos los tiempos, que además lleva el nombre del prócer máximo, interesaba también saber otra cosa. ¿Nuestro Josefo, el exponente máximo y padre de la patria roedora, tenía un cerebro pequeño? La pregunta es relevante, porque todo apuntaba a que sí.

“Uno ve el cráneo y luego ve el cerebro y es diminuto”, sostiene Andrés. Y no sólo él.

“En un primer estudio, los colegas brasileños también vieron que era el roedor que tenía el cerebro más chiquito de todo el mundo. No había ningún roedor cuya relación entre la masa y el tamaño del cerebro indicara un cerebro tan diminuto como este, aún cuando se tomaran las estimaciones de masa más pequeñas del bicho”, cuenta Andrés.

Como vimos hace poco, el tamaño que habría tenido el Josefo depende de cómo se hagan las estimaciones de masa. Nuestros investigadores, cuando en 2008 publicaron el artículo dando a conocer la nueva especie, estimaron que pesaría entre 468 kilos si se aplicaban ecuaciones relativas al arco cigomático y 2.586 kilos si se aplicaban otras relativas al ancho de los incisivos. No sólo hicieron estos dos cálculos, sino otros cinco más considerando otros parámetros. El promedio de todas las estimaciones arrojó que el Josefo pesaría unos 1.211 kilos. El título de su artículo recogía eso: El fósil de roedor más grande. Una nueva estimación de su masa, empleando otras técnicas, en 2022 arrojó que, más que cerca de los 1.000 kilos, Josefo andaría más próximo a los 600 (580 kilos fue el valor medio propuesto). Aun así seguía siendo el roedor más pesado conocido y su cráneo el más largo encontrado jamás para estos mamíferos. Pero volvamos al cerebro: tanto si pesara media tonelada o una, el tamaño del cerebro, medido por el volumen del molde interno del cráneo, arrojaba una relación tamaño-masa corporal desventajosa. Josefo parecía tener un cerebro pasmosamente pequeño.

Veamos qué reportan en el trabajo. El cerebro del gigantesco Josefo, de acuerdo al molde realizado por la tomografía, tendría un tamaño de 192,14 cm³. Eso parece grande cuando lo comparamos con, por ejemplo, el de un coendú de los que viven en nuestro país (Coendou spinosus), que tienen un cerebro de apenas 13,87 cm³, o el del roedor actual más grande de todos, el carpincho, que ocupa un volumen de 92,60 cm³. Pero, claro, si dividimos esos números entre el peso, las cosas cambian. Con un peso estimado en este trabajo para el Josefo de 850 kilos, la relación entre su cerebro y la masa es de 0,22, mientras que para el coendú, que pesa apenas 1,28 kilos, esa relación es de 10,83, y para el carpincho, con sus 71,45 kilos, de 1,29. “¡El cerebro del Josefo es diminuto con relación a su tamaño!”, podríamos entonces decir. Pero, pese a que los Homo sapiens tenemos unos cerebros que rondan los 1.400 cm³, si dijéramos eso nos estaríamos precipitando.

“El tema es que Josephoartigasia monesi es el roedor más grande del mundo. Y en los roedores, a medida que el tamaño del cuerpo va aumentando, el tamaño del cerebro va disminuyendo. Eso se vio en este trabajo al aplicar lo que se denomina el filtro filogenético”, explica Andrés. En el trabajo, este filtro, desarrollado por los autores, se denomina “cociente de encefalización filogenética (PEQ) para Caviomorpha”.

“Lo que en una primera instancia dio que era el roedor con el cerebro más chico si lo comparamos con la masa, en realidad, si tomamos en cuenta esto que se da entre los roedores, nos arroja que tenía un cerebro del tamaño esperado para un roedor de ese tamaño”, sostiene.

“Si comparamos el cerebro del Josephoartigasia con el del ser humano, en términos absolutos es casi diez veces más pequeño. Y si lo comparamos con el de otros roedores, con relación a su masa, también. Pero sucede que cualquier otro roedor, si alcanzara su tamaño, lo esperable es que tuviera un cerebro de ese tamaño. Entonces podemos decir que Josephoartigasia monesi no es un bicho que tenga un cerebro inusualmente reducido”, amplía. ¡Gracias, filtro filogenético!

Salvando el honor

El filtro filogenético pone entonces las cosas en su lugar. El Josefo tenía el cerebro que, lo que el estudio de los roedores nos indica, sería esperable para su tamaño. O, como dicen en la publicación, que su tamaño está “dentro del rango de encefalización de los caviomorfos existentes”.

“Esto para mí fue una sorpresa. Yo pensaba que sí tenía un cerebro más chico de lo esperable”, admite Andrés. “Veía los cráneos de los eumegaminos, que son este grupo de roedores gigantescos, y suponía que ese tamaño reducido era una adaptación evolutiva y que por alguna razón extraña habían achicado el tamaño de sus cerebros. Por ejemplo, para no gastar tanta energía, o porque eran tan grandes que no tenían depredadores y, por tanto, no tenían que ser tan inteligentes o hábiles para escaparse de ellos. Pero la respuesta era mucho más sencilla. Es simplemente porque el cerebro se reduce proporcionalmente con el tamaño”, redondea.

De cierta manera, este trabajo viene a salvar el honor del Josefo. Más aún cuando, al referir a José Artigas, es una especie que tiende a herir susceptibilidades. ¿Piensan que exageramos?

“Cuando salió el trabajo de 2008, el Círculo Militar le mandó una carta al Museo Nacional de Historia Natural quejándose porque se le había puesto el nombre del prócer a una rata, y exigiendo que se lo cambiáramos. Imaginate ahora, si además de una rata resultaba ser una rata tonta”, dice riendo Andrés.

Está claro que el tamaño del cerebro no lo define todo. Ni los humanos con cerebros más grandes son más inteligentes que los que tienen el cerebro más pequeño (el tamaño oscila entre 1.200 y más de 1.800 cm3), ni los elefantes, los animales terrestres con los cerebros más grandes en términos absolutos, han logrado desarrollar estrategias para evitar que nosotros, con nuestros cerebros más pequeños, dejemos de comprometer su futuro en este planeta.

Tampoco el tamaño es lo importante a la hora de fascinarnos con el Josephoartigasia monesi. Claro que títulos como el de “el roedor más grande de todos los tiempos” le dan notoriedad, pero si mañana apareciera un roedor fósil más grande, nada le quitaría al Josefo haber vivido en un tiempo y un lugar en el que los roedores alcanzaron tamaños inusitados. La historia de la vida en este planeta no hace especial énfasis en los más o los menos, sino en la intrincada red que conecta a todos los seres vivos con su ambiente en un momento dado. Y cualquiera fuese el tamaño del cerebro del Josefo, una especie que vivió unas cuantas decenas de miles de años, seguramente tuviera el que necesitara para hacerse un lugar en el elenco de los seres vivos de su tiempo. Aun cuando eso fueran unos escasos 192,14 cm3.

Artículo: Unveiling the neuroanatomy of Josephoartigasia monesi and the evolution of encephalization in caviomorph rodents
Publicación: Brain Structure and Function (marzo de 2024)
Autores: José Ferreira, Andrés Rinderknecht, Jamile de Moura, Luiza Flores, María Dozo, Marcelo Sánchez y Leonardo Kerber.