Si, ya sé, es una exageración innecesaria decir que los mundiales de fútbol son la referencia de nuestras vidas, pero tal vez con algunos y algunas de ustedes nos podamos poner más o menos de acuerdo en que son mojones de recuerdo, porque de alguna manera la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial.

Mirá vos, si no es como un envase de pulidor Bao -público menor al medio siglo abstenerse- que cada recuerdo o referencia queda adentro de otro igual, y así todo. La otra noche, me encontré en Jor, Qatar a la salida del partido inaugural del Mundial con mi amigo Martín, y le conté de la milanga con fritas que me comí el día de Argentina-Grecia con el Diegote maravillado a los 33 después de haber tocado fondo y haber dado vuelta la máquina. Martín me dijo, como quien devuelve una gentileza, que él también se acordaba de un match mundialista que vio comiendo tan exquisito plato.

Como ahora jugamos con Corea del Sur, no puedo evitar recordar las dos veces que en la historia de los mundiales de fútbol los enfrentamos, y yo, con una suerte así, fui testigo de ambos triunfos.

Un apunte más, ¿sabían que en los 60, uno de los gritos de tribuna era “Vea, vea, y no lo crea, a -un jugador- no lo paran ni los tanques de Corea”?

Veamos.

El 21 de junio de 1990, cuatro años antes de mi aceitosa milanesa de Don Giulio, tuve algunos de los cinco minutos más irracionales de mi vida. Fue en el estadio Friuli de Udine, era el último partido de la serie, y necesitábamos un triunfo para clasificar después del bailongo que le dimos a España y el conflicto aeroespacial que casi genera Sosita con su penal pateado a la estratósfera, y la comida que nos dio la Bélgica de Enzo Scifo. Era la época en que al rival se le juzgaba por el nombre o procedencia, y entonces esos coreanitos no podían jugar ni con tierra según el vulgo. El 0-0 era tenso y perturbador.

Durante buena parte del partido, un heladero, del que aún recuerdo su rostro, se paseaba cerca de nosotros y, como si fuera un aspirante a un personaje de Federico Fellini en Cinecittà, nos hacía ostentosos ademanes y gestos que eran morisquetas mofándose de que no les ganábamos a los coreanitos. No sé si saben el desenlace, con un gol en la hora de Daniel Fonseca ganamos 1-0 y clasificamos. Entre el gol y la vuelta, mi vuelta, a la conciencia pasaron cosas.

No sé cómo fue pero yo estaba parado en el pupitre, a nada de patear aquel televisor analógico de 14 pulgadas, una suerte del monitor de estos días, una inmensa innovación del Mundial de Italia, uno de los más emocionalmente lindos que se haya hecho, y desde arriba le gritaba y seguramente insultaba al heladero de los mostachos y las burlas que, como yo, no esperaba tamaño dislate de mi parte. Me bajé del pupitre, miré pa' todos lados como pidiendo disculpas, y con mi último pujo le zampé un furibundo “¡Uruguay!”. Después, en la conferencia de prensa le di un abrazo a Tabárez con otro “Uruguay nomá”, en tiempos en que no había tanto berretín con la mass media y los privilegios de los derechos adquiridos. Después marchamos en Roma contra Italia y a otra cosa mariposa.

Casi exactamente 20 años después -sobraron cinco días porque, por lo que veo, fue el 26 de junio-, en el primer Mundial de la diaria, en Sudáfrica 2010, en Mandela Bay, en la hermosa Port Elizabeth, volveríamos a jugar con Corea del Sur, esta vez en una fase más adelante, en octavos de final. Imposible no recordar aquella tarde noche lluviosa con Suárez haciendo de las suyas.

Veinte años más joven, y con la inspiración y la emoción de la celeste, escribí una crónica que se llamó “La fuerza del querer” y que decía así: Con un golazo de Luis Suárez, Uruguay derrotó 2-1 a Corea del Sur y está entre los mejores ocho del mundo.

Fragmento de La Fuerza del Querer

Mirá, no importa si por aquel tiempo a Francisquito no le importaba tanto el fútbol, si Lucía estaba en segundo de la escuela Artigas de Florida o si Maxi estaba extrañando tanto a su padre que prefería que el Mundial terminara de una vez.

Francisquito, Lucía, Maxi y decenas de miles de escolares más de Guichón, Paso Severino, Achar, Vergara, Colonia Agraciada, Molles, Moirones y Baltasar Brum recordarán el gesto por los años de los años y seguro en algún cumpleaños familiar, en una comilona o hasta en alguna discusión navideña recordarán la escena, que ya será patrimonio de ellos -ayer, jóvenes, inocentes e indocumentados niños escolares; mañana, doctores, ferreteros, manicuras y maestros-, de la pelota doblando en la esquina justo donde en ese momento se cruzaban la avenida de la gloria con el camino de la hazaña y el grito ronco, fuerte, ahogado y soñado, corolario del coro de tres millones de historias mínimas, resumidas en la cara de un muchachito que salta, grita y llora.

Lulita, Pancho, Emi, Paco, Bebe, Mechi y miles de niños de hoy sentirán con gusto y ganas que les habrá quedado tatuado para siempre y desde siempre aquel gol de Luis Suárez, el de la victoria, el de los sueños, el del festejo en 18, en la plaza, en Independencia, en Sarandí.

Y entonces un niño del futuro le preguntará al hombre que llevaba adentro este escolar de hoy: “¿Pero y qué ganamos con ese gol? Y seguro que Mariana no recordará la situación, ni el Bebe, a qué Mundial correspondía, pero seguro uno de los dos, de los 28 de los 500 o de los miles, le podrá decir que ganamos el derecho a creer, que conquistamos el umbral de los sueños, o el mundial de las ganas.

El cuento dirá: Luis Suárez, pierna derecha, pelota doblando, palo, red y locura.

Habría que preguntarles a esos niños de 12 años atrás, a Santi, que es Castro, qué significó aquel gol para él, y así como en el envase de Pulidor Bao, del que deberá preguntarle a sus padres, volver a empezar un recuerdo adentro del otro, y del otro, y del otro, porque eso es la vida, eso que pasa entre Mundial y Mundial.

Leé más sobre esto: ¿Quién se puede olvidar de su primer Mundial?