Vivís las mañanas de miércoles como las más insípidas de la semana, te atraviesan en la desesperanza equilibrada entre lo que ha pasado y lo que podrá pasar. Te ponés el saco a desgano, y lustrás los zapatos que, sentís son los responsables de sostenerte en la jornada que inicia. Esta mañana, no dejarás tu taza de café ni tu casa cuando las noticias sean inundadas con el acontecimiento fatal. No creés lo que se dice, nadie creerá que a él le pudiera tocar, ese dado parecía trucado. Acaba de moverse de lugar el horizonte, y es un hecho que tus mocasines no te sostienen. Es un día en el que ya no importará nada de lo superficial, es un día en que no te moverás del sillón del living. Será la primera vez que faltes sin aviso al laburo. Será la primera vez que no respondas los llamados de tu exmujer junto a tu hijo en su falda. Será la segunda vez llorés la muerte. Asumís lo que está pasando, y tenés que tomar decisiones.

Con lo que considerás una motivación estoica, resolvés acompañar la jornada de luto con el televisor. Leés todos los mensajes que recibís al celular, pero no darás respuesta. No dudás, para ti no ha muerto una persona, no ha muerto un personaje famoso, no ha muerto un tipo que simplemente jugaba. Pero sí, vas tomando conciencia que se termina una etapa con la muerte de él, que se empezarán a derrumbar relatos, podés ver cómo se hunden en un pantano de cal tus fotografías desteñidas que retrataban las primeras amistades, ahí van derritiéndose tus medallitas del baby fútbol, se vuelve cenizas esa camiseta talle XS con el número diez en la espalda que supo ser azul.

El veinticinco de noviembre de dos mil veinte trascurre lento y pegajoso. Son incontables las veces que paseás arrastrándote desde el estar al baño, necesitás ver tus lágrimas reflejadas en el espejo. Necesitás la teatralidad del suceso. Es que el drama de tus vivencias y de las aventuras del hombre que ha muerto siempre han pedido escenario, y por ello… tal vez tu adoración. Pensás, mirándote al espejo que el telón que baja es de un rojo bergmaniano, la muerte, el fuego te decís. Le implorás a tu otro yo del reverso del vidrio, para que busque dónde se ha ido la infancia, la juventud, el grito de gol. Lográs ver que el vacío lo invade todo: el estadio desierto, las luces muy apagadas, el papel picado en descomposición. El vidrio yace ahora empañado. Lamentás que mucha gente que te conoce no comprenda, esa tarde del veinticinco de noviembre, que ya no serás el mismo.

Te asomás a la terraza de tu quinto piso y mirás el cielo. En ese momento entendés que hay algo peor que perder, y es perder dos veces. Mirando la calle ya desierta y opacada por el ruido de los buses, comprendés que ese día, es un día de regresos. Ha vuelto a morir tu padre, quién alguna vez te lo presentó a él. Ya ninguno de los dos habita este mundo, ya no sonarán sus voces, y eso te retumba. Te dormís sin quererlo. La noche decide todo. Dejás la ventana abierta, y luego de unas horas llega la luz. Es ya la mañana de otro día, es el día después te decís, ya ha pasado la marca. Esta vez te levantás y cumplís tus tareas domésticas sin tocar las fibras de tu cabeza. Solo avanzás en modo zombi hacia tus responsabilidades. Recordás con resaca que debés levantar a tu hijo de lo de su madre y llevarlo al colegio. No estás preparado para un otro aún, y menos para niño en la curiosidad fatal de una mañana.

Sube a tu coche en silencio, tiene seis años que no se notan. Casi no hablan en el viaje de diez cuadras. Comentás que las fiestas están cerca y exigís listas de regalos para Papá Noel. Hablaremos en la noche, te repetís mientras te ves en el espejo retrovisor y descubrís sin esfuerzo que todavía la tristeza deja huellas en tus muecas. Le voy a contar todo sobre él, murmurás. El niño parece inmune a lo sucedido, tal vez la madre no le ha dicho nada. Ella no tiene porqué … la liberás de cargas, siempre la liberás dice tu terapeuta. Cuando el nene se baja del coche y emprende el camino a la escuela, te lo quedás contemplando sin bajarte.

En blanco buscás estar, como si el blanco en tu cabeza fuese posible, lo intentás sin éxito. Mientras tanto, a cuarenta metros el pequeño avanza hacia el salón, pero frena, frena como para que veas con claridad que frena. Parece que va a volver a seguir, pero te engaña, baja y deja su mochila gris. Hay otro amague que como espectador parecés disfrutar desde el coche. Entre otros dos niños que le hacen sombra por los costados se saca su camperita a la carrera. Está ya casi ingresando al salón, pero sabe que estás detrás, y cuando por fin tenés el ángulo correcto, observás que debajo luce una camiseta de fútbol que alguna vez supiste darle como gesto de apropiación. Te estirás hacia la calle. La camiseta es celeste y tiene inscripto arriba en la espalda, un fulminante Diego Maradona. En ese instante, tu hijo Dieguito se gira, te saluda con la mano con soltura y entra al salón eufórico porque sabe que ha anotado el gol de su padre. Tú te sonrojás en el auto, tocando bocina desesperado, silbás, reís y te abrazas a todo. Te abrazas a un veinticinco de noviembre que se fue.