La socióloga argentina Elizabeth Jelin, pionera en estudios de género y memoria, recibió el jueves el título de Doctora Honoris Causa de la Universidad de la República y brindará este viernes la conferencia magistral que cierra el simposio “Tenemos que hablar. Perspectivas feministas sobre el terrorismo de Estado, a 50 años del golpe”, organizado por el Centro de Estudios Interdisciplinarios Feministas de la misma casa de estudios. Antes, conversó con la diaria.

¿Podés adelantar algunos puntos centrales de la conferencia que vas a brindar este viernes en el aula magna de la Facultad de Información y Comunicación, titulada “Dictadura y después. Olas, mareas y tsunamis feministas”?

La conferencia va a ser más bien con signos de pregunta sobre las “Historias paralelas entre los movimientos de derechos humanos y los movimientos feministas”. Son 50 años del golpe en Uruguay y en Chile; 40 años de la recuperación de la democracia en Argentina. En esa transición entre dictadura y democracia, el eje estaba puesto en los movimientos de derechos humanos, concebidos de manera muy amplia: demandas de cambios de democratización política, de volver a un régimen constitucional; demandas de víctimas y familiares, de reparaciones o de cómo enfrentar desde el Estado los crímenes y la represión. Eso es lo que, formalmente, se está conmemorando. Al mismo tiempo, hay muchas otras historias: la de los movimientos populares, movimientos estudiantiles, muchas otras. Nos concentramos aquí en pensar qué ha pasado con la historia de los movimientos de mujeres y movimientos feministas –porque hace 30 o 40 años no se hablaba de movimientos feministas, en todo caso eran movimientos de mujeres– y qué pasó con esto a lo largo de 40 o 50 años. Es una cuestión que me importa porque muchas veces se tiende a confundir porque, como las mujeres han sido protagonistas, participantes, luchadoras en los movimientos de derechos humanos –especialmente en esa parte vinculada con víctimas, menos en la parte vinculada con cambios de régimen político–, entonces se tiende a mezclar las dos cosas. Y la pregunta que nos hemos hecho es si son historias paralelas, dónde se cruzan, dónde no, qué tiene que ver una cosa con la otra. Mi enfoque es tratar de hacer preguntas, más que respuestas, sobre estas historias: puntos de convergencia y algunos puntos de divergencia en estas historias.

Pienso en la marea verde feminista. ¿Cómo se ha leído desde este presente ese pasado? Con figuras como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, a las que muchas veces se quiso mostrar como amas de casa que se convertían en defensoras de derechos humanos.

¡No eran amas de casa! Dejémonos de embromar, por favor. Hay una serie de clichés y lugares comunes. Todas somos amas de casa: vos sos ama de casa, yo soy ama de casa. Pero esa no es toda la identidad. Entonces, ¿cómo pensar las cosas? Ahí es donde yo me ubico en análisis más sutiles. Y, en todo caso, si hay clichés y hay lugares comunes, la pregunta analítica que me hago es por qué están estas preguntas, estos clichés. Qué hay en la cultura, en los imaginarios –llamalos como sea–, qué marcos interpretativos utilizan los distintos actores sociales para que muchas cosas sean leídas en una clave y no en otra. Te doy un ejemplo, ya que hablaste de Madres: cuando se les pregunta “¿por qué hay Madres y no Padres?”, se olvida que hubo toda una parte del movimiento de derechos humanos que no eran sólo Madres. Madres era un pedacito chiquitito de un conjunto, que llegó a ser emblemático en el mundo, basado en la cultura del maternalismo y en una noción de que no hay dolor igual al dolor de una madre que pierde a un hijo o hija –y aquí no estoy denigrando a ningún tipo de dolor–. Y, en segundo lugar, se decía que las madres salían a la calle porque culturalmente están más protegidas porque, como los represores también tenían madres, se sentía que las madres iban a ser menos objeto de represión que los padres.

Las Madres comenzaron a organizarse en abril de 1977. En diciembre de ese año, hicieron desaparecer a tres líderes del movimiento de Madres [Esther Ballestrino de Careaga, Mary Ponce de Bianco y Azucena Villaflor], lo cual muestra que la maternidad no era ninguna defensa, ninguna coraza que las fuera a defender de la represión.

También sabemos, por todo lo que se ha trabajado en nacimientos en cautiverio y sobre apropiación de chicos, que no se respetó para nada la maternidad y la maternalidad. Pero, por algún motivo cultural –no de dato histórico–, la percepción social, o de alguna gente, pone todo esto en las madres y en la maternidad. Entonces, la pregunta que te hacés es: ¿qué hay en la cultura, especialmente en la Argentina, qué es este maternalismo tan fuerte? Si uno rastrea históricamente, va a ver un maternalismo en la concepción de las políticas públicas, en el primer peronismo, por ejemplo. ¿Por qué predomina una concepción basada en la división sexual del trabajo tan fuerte “del padre proveedor”, “la madre amorosa”? Es un estereotipo. Y las generaciones jóvenes siguen reproduciendo esos estereotipos.

Cuando tenés una cultura maternalista, la madre es la que llora, la que expresa todas las emociones y los sentimientos porque es “natural” que la madre lo haga. Y nadie le va a buscar qué otras cosas hace, ni va a interpretar el sentido político de eso que hacen como madres. En el caso de Madres, se ha hecho un poco esto, marcando que no sólo salieron desde lo personal, sino también desde lo ciudadano.

En Uruguay, la organización de derechos humanos de referencia es Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos. Desde hace unos años tienen una campaña denominada Todos Somos Familiares. ¿Qué reflexión te genera?

No estoy enterada de cerca de esa propuesta. Pero hay un proceso psicosocial, interpersonal, intersubjetivo, social –el rótulo no me importa–, que llamamos “identificación”, en la que, aunque no nos haya pasado a nosotras, nos identificamos con quien está en esa posición. Entonces, con esta remera de Todos Somos Familiares estamos diciendo que nos identificamos con una causa, con un eslogan. Es un eslogan de identificación. Es decir, no importa que biológicamente no estés en ese lugar o que políticamente no estés en ese lugar, pero te identificás con esa causa. Ese es el sentido general del todos, todas o todes. Ahora, la dinámica de los movimientos es otra cosa. Hubo unos acontecimientos históricos con víctimas. La gente cercana a esas víctimas por parentesco genético, mucho menos con parentesco por afinidad –pensemos cuán visibles son madres y cuán poco visibles son cónyuges, o sea, aquí la sangre cuenta y familiares se define por sangre–, ese grupo salió en la búsqueda y ha sido un motor importantísimo en nuestros países. En Uruguay están todos juntos en Madres y Familiares; en Argentina hay una dispersión de parentesco (Madres 1, Madres 2, Abuelas, Hijos, Nietes), preferentemente un parentesco de carácter biológico. Esa definición es sumamente excluyente. Y, como cualquier grupo social, organización, movimiento, cuando tiene barreras tan fuertes al ingreso, con el tiempo se muere. Si vos vas a definir que sólo puede ser Madre y sólo puede usar el pañuelo blanco una señora que es madre en el sentido literal, ese movimiento, a la larga, se tiene que acabar.

Yo pienso, cuando hago comparaciones, en Chile, el grupo antidictatorial de mujeres, que se jugó muchísimo, se llamaba Mujeres por la Vida y [sus integrantes] no tenían que ser parientes de nadie, eran mujeres. En Argentina no, acá el familismo jugó fuertemente. De modo que uno podía acompañar a la Asociación de Madres, ser voluntaria para hacer lo que fuera necesario, pero no ser Madre. No había una madre simbólica. En el caso de Hijos, en Argentina, eran hijos e hijas de desaparecidos. Y parte de las disputas internas fue quién puede estar o no adentro, la barrera, la frontera, aun dentro de la comunidad de víctimas: hijos de exiliados, hijos de presos políticos, ¿entran o no entran?

Entonces, lo que están haciendo con Todos Somos Familiares en Uruguay es tratar de abrir la exclusividad.

¿Qué aprendizajes, qué acumulados pueden tomar los movimientos feministas de los de derechos humanos? ¿Cómo podrían nutrirse unas militancias de otras? Pienso, por ejemplo, en posicionamientos que han venido con la reivindicación de Ni Una Menos y Vivas Nos Queremos, planteando que las víctimas de violencia de género no sean consideradas sólo “víctimas”, que se reivindiquen como “sobrevivientes” y sujetos políticos. Y lo comparo con el trabajo de reivindicación conceptual que ha hecho la Asociación de Ex Detenidos/as Desaparecidos/as, para salir del estigma que cargaron en la transición democrática bajo la figura de “traidores” por haber sobrevivido a la desaparición forzada, y resignificar su supervivencia al horror poniendo en valor sus testimonios, como testigos en juicios a genocidas, como investigadoras que reconstruyeron mapas de la represión y circuitos clandestinos de torturas y desapariciones.

La noción de víctima es un lugar de pasividad. Está implícita en el paradigma de derechos humanos, es de pasividad: no importa lo que yo hice, importa lo que me hicieron. Cuando el paradigma no se respeta, uno es víctima de violaciones a los derechos humanos. Ser sujeto político es otra cosa y puede ir por otros carriles que no tienen que ver con lo que me hicieron, sino con lo que yo hice y quiero hacer. Yo conozco gente que nunca se definió como víctima ni como sobreviviente; decían: “Yo encaré una lucha política. Perdí. Soy perdedora. Y lo que me hicieron tiene que ver con haber perdido una lucha”. Es decir, elabora una estrategia política en la que carga lo que le pasó, que tiene que ver con el escenario al que va.

Entonces, si alguien se va a llamar [sobreviviente] o si un grupo va a definir [como tal o cual] si en la caja de herramientas simbólicas, institucionales, normativas con las cuales nos movemos en las esferas públicas hay un vocabulario que puede ser movilizado –por ejemplo, la palabra “sobreviviente”–, es válido. En términos de construir subjetividades y sujetos políticos, el asunto es qué estamos haciendo.

Pensando en la conferencia de este viernes, lo que quiero marcar con fuerza es qué sentido darles a las olas y las mareas del feminismo. Y contraponerlo o mirarlo al mismo tiempo que los cambios en las prácticas sociales en la situación de las mujeres en la legislación y la institucionalidad. Una cosa es un movimiento expresivo, de identidad, de fiesta, de estar juntas, de identificarnos, de bailar, pero ¿qué correlato tiene la movilización en la calle con que haya menos violencia hacia las mujeres, que haya más corresponsabilidad en la tarea cotidiana, que haya más igualdad salarial por ingresos, etcétera? Mi sensación es que hay un desacople en nuestras sociedades, entre esta efervescencia, especialmente juvenil y adolescente, y el aspecto tanto de prácticas cotidianas como de institucionalidad.

Un espanto

A 40 años de democracia en Argentina, algunas encuestas dicen que Javier Milei tiene casi un tercio del caudal electoral. Esta semana, el autodenominado “libertario” presentó su plataforma de propuestas que borran de un plumazo la educación y la salud pública, el acceso al aborto, y es todo lo que puede suponerse de una agenda antiderechos. Jelin dice que el precandidato “es un espanto” y que, como ciudadana, le asusta que un señor así esté avanzando.

En un libro que se volvió una referencia ineludible, Los trabajos de la memoria (2002), Jelin plantea a la memoria como el sentido que se le da al pasado y pregunta (se pregunta, nos pregunta) qué vamos a silenciar, qué vamos a mostrar. Esas preguntas flotan invisibles hoy en Uruguay, a 50 años del golpe de Estado, sin respuestas oficiales sobre dónde están los detenidos desaparecidos, con sitios de memoria marcados pero inaccesibles para la ciudadanía, con reparaciones económicas incompletas, con archivos ilegibles, con represores sin prisión.