Antes del ataque del 7 de octubre perpetrado por Hamas contra Israel, no existían ni negociaciones ni “proceso de paz” entre israelíes y palestinos. Los Acuerdos de Oslo, firmados hace 30 años, pretendían permitir la convergencia de los intereses de las dos partes, aunque sobre todo intensificaron la colonización y la ocupación. Un mes antes del inicio de esta nueva guerra, una encuesta de opinión del Palestinian Center for Policy and Survey Research (PSR) revelaba que cerca de dos tercios de los palestinos consideran su situación actual peor que la anterior a 19931. Ahora bien, desde el punto de vista israelí, el “proceso de paz” y su deterioro no necesariamente se consideran un fracaso.

Por el contrario, como explica la periodista Amira Hass, del diario Haaretz2, la creación de enclaves palestinos constituye “la culminación de un acuerdo interno en el establishment israelí”: redefinir los contornos de la ocupación con el fin de que los palestinos desaparezcan en términos políticos, borrarlos del paisaje israelí sin tener que expulsarlos, incluso sin anexar de manera formal a Cisjordania3. Por lo tanto, la perspectiva de un Estado palestino totalmente soberano nunca estuvo en la agenda de los negociadores israelíes. Para la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y su líder, Yasser Arafat, abandonar la reivindicación de una liberación total de Palestina a favor de un Estado que tuviera sólo el 22 por ciento del territorio asignado por el plan de partición de Naciones Unidas (ONU) de 1947 constituyó una concesión histórica. Por el contrario, para Israel, todo estaba aún por negociar, bajo la égida del parcial árbitro estadounidense.

En otra encuesta de opinión, el PSR determinó a comienzos de año que el apoyo a una solución de dos Estados nunca fue más débil en ambas sociedades4. Por el lado palestino, el 33 por ciento de los encuestados defendía ese proyecto, contra el 43 por ciento en 2020. Por el lado israelí, el 39 por ciento (sólo 34 por ciento entre los judíos) le era favorable. Son datos para relativizar en su interpretación: los palestinos se apartan de esta solución, no porque ya no la quieren, sino porque hoy la consideran irrealizable. De hecho, las soluciones alternativas no tienen consenso: un Estado democrático con iguales derechos para israelíes y palestinos no es apoyado más que por el 20 por ciento de los primeros, mientras que el 23 por ciento de los segundos lo considera posible.

Al menos cuatro fenómenos explican que en 30 años las poblaciones palestinas hayan dejado de creer en la solución de los dos Estados y abandonaran toda esperanza de acceder de esta forma a la soberanía. En primer lugar, la colonización de los territorios ocupados jamás mostró el menor signo de disminución, y la interdependencia entre las dos sociedades se intensificó. Mientras que los palestinos dependen de la economía israelí, los territorios ocupados constituyen una fuente financiera no despreciable para el complejo militar-industrial israelí, en tanto laboratorio, pero también para el capitalismo inmobiliario, que especula a su antojo con los recursos expoliados a las poblaciones locales.

En segundo lugar, la Autoridad Palestina (AP), que se supone debería desempeñar un rol de proto-Estado, asume muy a menudo un rol supletorio en la ocupación, debido a su coordinación con las fuerzas israelíes en cuestiones de seguridad, en un contexto de deriva autoritaria de la presidencia de Mahmud Abbas. Por otra parte, la AP se muestra impotente por completo frente a las ambiciones anexionistas del gobierno israelí de extrema derecha conducido por Benjamín Netanyahu. Sus éxitos diplomáticos –admisión del Estado de Palestina en la UNESCO en 2011, ingreso en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como observador en 2012, y luego reconocimiento oficial como Estado parte de la Corte Penal Internacional en 2015– no modificaron nada.

En tercer lugar, a la fragmentación de los palestinos en enclaves separados en Cisjordania y a la separación de esta con la Franja de Gaza se suma la división de su liderazgo. La gestión autocrática de Cisjordania por parte de Fatah aumenta la opresión de los palestinos, al igual que el régimen autoritario de Hamas en la Franja de Gaza. En el interior de esta última, el bloqueo israelí-egipcio impidió cualquier tipo de soberanía: allí los palestinos no controlan ni los espacios aéreo y marítimo ni las entradas y salidas de las personas y mercaderías. Así, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, pudo ordenar, el día siguiente del ataque de Hamas, que cortaran la electricidad y el abastecimiento de agua y de alimentos. De manera de agravar las dificultades de una población cuya tasa de desempleo entre los menores de 29 años alcanza el 75 por ciento, mientras el 80 por ciento de los 2,1 millones de gazatíes depende de la ayuda humanitaria.

Por último, el “proceso de paz”, que supuestamente debería conducir al establecimiento de un Estado palestino, en lo esencial permitió a los dirigentes israelíes ganar tiempo para reforzar su control sobre los territorios ocupados. Sobre todo, los Estados comprometidos en apoyar de manera financiera y diplomática los Acuerdos de Oslo siempre se negaron a ver en ello algo más que un conflicto entre dos naciones, para desentenderse de la adopción de sanciones hacia la parte que agravia el derecho internacional.

Considerar a Israel como lo que es, es decir, una potencia colonial que nunca respetó la menor resolución de la ONU desde su creación, implicaría ejercer una presión suficiente para que sus dirigentes se vean obligados a considerar los derechos de los palestinos como una cuestión vital para la sostenibilidad de su propio Estado. En el seno del Parlamento israelí (Knesset), al menos un centenar de diputados sobre 120 defiende la continuación de la colonización; la mayoría incluso está a favor de la anexión de toda o parte de Cisjordania.

En el conjunto que incluye a Israel y a los territorios palestinos, las poblaciones árabe y judía cuentan con 7,1 y siete millones de individuos, respectivamente. En ese mismo espacio, entre el Mar Mediterráneo y el Río Jordán, no existe más que una sola frontera real (administrada por las autoridades israelíes), mientras que el shekel [moneda de Israel] predomina en los intercambios. Si bien elementos tanto materiales como institucionales apuntan a separar a esas poblaciones, la realidad debe ser comprendida con mayor complejidad, destacando que un Estado único ya existe de facto5.

El muro construido por Israel no sigue la línea de separación vigente en 1967 (línea verde) más que en el 20 por ciento de su trazado, y por lo tanto no puede desempeñar el rol de hipotética frontera: el 10 por ciento de Cisjordania se encuentra así del lado israelí. Además, cerca de 700.000 ciudadanos judíos israelíes residen en las colonias en Cisjordania y en Jerusalén Este, compartiendo algunos lugares de la vida cotidiana con la población palestina, en particular comercios y rutas. Cada día, alrededor de 150.000 palestinos de Cisjordania y 17.000 gazatíes entran a Israel para trabajar.

En los hechos, las instituciones y el Parlamento israelíes organizan en todo o en parte la vida cotidiana del conjunto de su población, así como la de los territorios ocupados. Con la diferencia de que los habitantes de estos últimos, o sea, más de cinco millones de individuos, no tienen ninguna posibilidad de intervenir en las decisiones tomadas por Tel Aviv. Por lo tanto, en un mismo espacio están sometidos a leyes y tribunales diferentes, en función de su lugar de residencia y de su pertenencia nacional, y sólo la población judía goza de la totalidad de sus derechos, que por consiguiente son privilegios. Esto es, en lo principal, lo que subyace en la calificación del régimen israelí como una forma de apartheid por parte de numerosas organizaciones no gubernamentales (ONG) israelíes, palestinas e internacionales.

Dentro de ese Estado único, los palestinos no gozan de ninguna protección contra las decisiones del ejército de ocupación y los abusos de los colonos, alimentando la tentación de una rebelión armada en el seno de una parte de la juventud palestina6: prueba de ello es la reciente aparición de los “Leones” de Yenín o Nablus. Las políticas implementadas tras la Segunda Intifada (2000-2005) permitieron invisibilizar a los palestinos, al punto de que la sociedad civil israelí se acostumbró a esta situación, que percibía como un statu quo. El estallido del 7 de octubre volvió a poner en primer plano a una población asfixiada por la opresión y que no goza de ninguna perspectiva política que le permita vivir digna y libremente.

El alejamiento de la perspectiva de un Estado palestino de verdad independiente había abierto la vía a iniciativas en el seno de las dos sociedades civiles para pensar en un nuevo enfoque. Por ejemplo, A Land for All (“Una Tierra para Todos”) defiende desde 2012 una solución confederal y biestatal que garantice la democracia, la libertad de movimiento y de asentamiento, la soberanía compartida de los dos pueblos, en particular sobre Jerusalén y los recursos naturales, el acceso igualitario a la justicia y a la seguridad. Mencionemos también One Democratic State Campaign (“Campaña por un solo Estado democrático), lanzada en 2017 desde la ciudad árabe-judía israelí de Haifa alrededor de un programa de diez puntos que debería constituir la base para un proyecto político común entre las dos sociedades.

Nadie duda de que esas estructuras militantes vayan a perdurar, pero su capacidad de influencia corre un alto riesgo de desmoronarse, en vista de la conmoción provocada por el ataque del 7 de octubre en el seno de la sociedad israelí. Cabe recordar que la oposición popular al proyecto de reforma judicial de Netanyahu se movilizó durante 40 semanas sin que el bloque contra la ocupación logre hacer entender a los manifestantes en qué medida la suerte de los palestinos debía ser una prioridad y que ninguna democracia puede coexistir con el apartheid y la ocupación7.

Desde el 7 de octubre, el campo político israelí en su conjunto, a excepción de la izquierda anticolonial y de algunos intelectuales, defiende una operación de gran magnitud con el fin de “ganar la guerra” contra Hamas. Suponiendo que sea posible la eliminación de una organización considerada como un miembro de pleno derecho del movimiento nacional palestino, podemos preguntarnos qué hará Netanyahu si permanece en el poder. Y, en caso de que deba dejarlo, si el gobierno de su sucesor estará en condiciones de establecer otro enfoque de la cuestión palestina que asegure a todos los ciudadanos que viven entre el Mar Mediterráneo y el Río Jordán igualdad de derechos, tanto individuales como colectivos, cualesquiera sean su origen y su religión.

Thomas Vescovi, investigador independiente, especialista en Israel y en los territorios palestinos. Traducción: Micaela Houston.


  1. “Public opinion poll N° 89”, Palestinian Center for Policy and Survey Research, Ramallah, 3-9-2023. 

  2. Amira Hass, “For Israel, the Oslo Accords were a resounding success”, Haaretz, Tel Aviv, 12-9-2023. 

  3. Véase Dominique Vidal, “De la colonización a la anexión”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2017. 

  4. “The Palestine/Israeli pulse, a joint poll summary report”, Palestinian Center for Policy and Survey Research, enero de 2023, https://www.pcpsr.org 

  5. Michael Barnett, Nathan Brown, Marc Lynch, Shibley Telhami, “Israel’s one-state reality”, Foreign Affairs, Vol. 102, N° 3, Nueva York, abril-mayo de 2023. 

  6. Véase Akram Belkaïd y Olivier Pironet, “Esperanzas y desencantos de la juventud palestina”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2018. 

  7. Véase Charles Enderlin, “Aires de rebelión en Israel”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2023.