El asesinato, el 27 de junio, de un adolescente francés de origen magrebí a manos de la policía en Nanterre, periferia de París, provocó una ola de fuertes protestas en Francia. Además de su masividad, la rabia que reflejaron algunas de sus expresiones permite inscribirlas en el largo ciclo de “la ira de los excluidos”, asunto ampliamente representado en el archivo de la edición francesa de Le Monde diplomatique.

Nahel M. tenía 17 años cuando recibió un disparo mortal de un policía que le había obligado a detenerse por varias infracciones de tránsito. Entre enero de 1977 y diciembre de 2019, la web “¡Basta!” ha registrado 676 personas asesinadas por agentes de policía o de la gendarmería, una media de 16 al año. La mitad de ellas tenían menos de 26 años y también casi la mitad de los casos se referían a la región parisina y a las aglomeraciones de Lyon y Marsella1.

Las reacciones a estas tragedias son repetidas y similares: el barrio de la víctima arde en llamas durante unas noches, los familiares organizan manifestaciones locales, y luego comienzan largos años de batallas legales dirigidas por la familia y unos pocos activistas tenaces, que rara vez acaban con la condena de los funcionarios implicados2. [En el caso de Nahel, el policía acusado ya está detenido y en espera de juicio por homicidio voluntario]. Pero hasta hace poco, los esfuerzos por dar a estas iniciativas una base más amplia habían sido infructuosos.

Como telón de fondo3 se registra ante todo una crisis en la forma de vida de los sectores populares, afectados de manera profunda por las consecuencias de la crisis económica iniciada en la segunda mitad de los años 1970 y las transformaciones generadas por el tránsito a un modelo postfordista de producción. La automatización, la informatización y las deslocalizaciones han generado un desempleo masivo, que se conjugó con la generalización del recurso a trabajadores y empleos temporarios. Estos dos factores incrementaron la precarización de las condiciones de vida de los sectores populares que el advenimiento de una sociedad salarial (fundada en el crecimiento económico y un estado social fuerte) había contribuido a reducir4. [Nahel, el joven asesinado en junio, trabajaba como repartidor en bicicleta para un local de comidas rápidas].

Esta crisis de los sectores populares es, entonces, profundamente social. Se ha traducido tanto en la decadencia de sus formas colectivas de organización (sindicatos, partidos políticos) como en una exacerbación de la competencia en su seno (entre “franceses” y “extranjeros”, pero también entre obreros “con estatuto” y “trabajadores temporales de por vida”). Ha generado un profundo malestar, y un repliegue al espacio doméstico que, a partir de comienzos de los años 1990, será interpretado por los políticos como un “reclamo de seguridad” de este sector de sus electores.

Militarizados

No cabe duda de que el uso de la fuerza, justificado o no, se ha hecho más visible. Los teléfonos inteligentes equipados con cámaras digitales permiten documentarlo de forma amplia, y las redes sociales difundirlo. Tanto es así que una treintena de diputados, transmitiendo las reivindicaciones de los sindicatos policiales, propusieron tipificar como delito, castigado con una multa de 15.000 euros y un año de prisión, “la difusión por cualquier medio y soporte de la imagen de policías nacionales, militares, policías municipales o funcionarios de aduanas” (Asamblea Nacional, 26 de mayo de 2020).

También se nota más la acción de mano dura de las fuerzas del orden, que se ha trasladado de los suburbios al centro de las ciudades y afecta ahora a poblaciones que no estaban acostumbradas a esta experiencia. La crisis de los “chalecos amarillos”5, las marchas contra la ley laboral o la reforma de las pensiones6, al igual que los controles efectuados durante la contención tras la pandemia de covid-19, han provocado un aumento considerable del número de víctimas y testigos de la acción policial, mucho más allá de lo que los sociólogos denominan los “objetivos policiales” tradicionales7. Y es sin duda esta extensión del control policial sobre nuestras sociedades lo que nos ayuda a entender la resistencia colectiva a la que asistimos hoy en día.

Para explicar esta tendencia, debemos en primer lugar disipar el tenaz mito de que la policía se ocupa exclusivamente de luchar contra la delincuencia. Salvo algunas unidades especializadas, esta tarea no supera el 20 por ciento de su actividad8. Lo más frecuente es que la policía intervenga en la resolución de infinidad de situaciones no delictivas: conflictos vecinales, domésticos o en el espacio público, regulación del tráfico, información administrativa, gestión de concentraciones públicas, control de la inmigración irregular, vigilancia política, apoyo a otras instituciones (desde urgencias médicas a desalojos por alquiler), etc. El sociólogo estadounidense Egon Bittner señala que “no existe ningún problema humano, real o imaginario, del que pueda decirse con certeza que no se convertirá en un asunto de la policía”9. Por lo tanto, la policía no es tanto un organismo encargado de hacer cumplir la ley, como una institución dedicada a mantener un determinado orden social.

Sin embargo, a partir de los años 1980, la policía pasó a ser vista por muchos gobiernos como una solución mágica para hacer frente a las consecuencias del aumento de las desigualdades sociales y económicas, tanto dentro de las sociedades occidentales como entre los países del Norte y del Sur. Con variaciones de cronología y de tono, las cuestiones de la inseguridad y de las migraciones (en particular las irregulares) se politizaron, y los partidos políticos de distinto signo y tendencia las convirtieron en campos de batalla electoral. Aunque las políticas sociales, de prevención y de desarrollo nunca se abandonaron del todo, fueron dejando paso a enfoques basados en la seguridad, que implicaban control y coerción. A partir de entonces, no se trataba tanto de combatir las causas estructurales de la desigualdad (percibidas como deseables por unos, fuera del alcance de otros) como de disciplinar a los sectores de la población más insensibles al nuevo orden social neoliberal nacional e internacional.

Más poder y más autonomía

Es evidente que estas tácticas provocan la resistencia de sus objetivos, en forma de insultos, negativa a obedecer y, a veces, enfrentamientos individuales o colectivos, sobre todo cuando la relación de fuerzas no está a favor de los policías. En Francia, el número de insultos y actos de violencia contra policías pasó de 22.000 en 1990 a 68.000 en 2019, es decir, se triplicó en 30 años.

Ante esta situación, la institución reaccionó equipando a sus efectivos con material defensivo (chalecos antibalas, granadas disuasorias) y ofensivo (lanzabalas defensivos [LBD], pistolas de impulsos eléctricos). Este equipamiento ha alimentado las críticas sobre la militarización de la policía, muy evidente en unidades especializadas como las brigadas francesas de lucha contra la delincuencia (BAC). Sus insignias, adornadas con imágenes de depredadores (tigres, lobos, leones, cocodrilos, cobras, etc.) que vigilan la ciudad dormida, arrojan luz sobre el tipo de relación con el espacio y las poblaciones que pretenden encarnar. La Unidad de Delitos Callejeros de Nueva York, disuelta en 2002 tras acribillar a balazos a un joven afroamericano desarmado, Amadou Diallo, tenía incluso el lema “We own the night” [Somos los dueños de la noche]. Estas unidades, que desarrollan prácticas de intervención agresivas, son responsables de gran parte de la violencia, a veces mortal, de la que se culpa a la institución. También se les acusa de contribuir al aumento de la tensión allí donde se despliegan. No es raro, entonces, que en algunos aspectos se haya pasado “de la prevención a la brutalización”10.

Esto ha llevado al desarrollo de estrategias complementarias, denominadas policía “de proximidad” o “de barrio” según los países, destinadas a acercar la policía a los ciudadanos mediante una presencia visible (patrullas a pie) y la creación de foros de diálogo para abordar los problemas locales. Estas experiencias han suscitado poco entusiasmo entre la policía y limitaciones presupuestarias recurrentes, debido al costo de la mano de obra necesaria. Sin embargo, allí donde se han llevado a cabo, han contribuido a reforzar el papel central de la policía en la regulación de las relaciones sociales y a redefinirlas como una cuestión de seguridad11. La policía “represiva” y la policía “preventiva” son, pues, menos opuestas que complementarias en el día a día de poblaciones cada vez más numerosas.

¿Han cumplido estas estrategias su promesa de frenar los pequeños desórdenes urbanos? Está claro que no. Pero ¿podríamos creer seriamente que tendrán éxito sin actuar sobre sus causas profundas? Muchos policías son conscientes de ello cuando hablan en las entrevistas de un “barril de Danaides” [una tarea sin fin]. Sin embargo, este fracaso no ha cambiado las opciones elegidas por los gobernantes. Al contrario, ha provocado un endurecimiento en materia de seguridad, que la institución ha aprovechado para exigir cada vez más medios de actuación.

La decisión política de hacer de la policía la punta de lanza de la defensa del orden urbano ha revalorizado de hecho su posición en el campo burocrático y ha colocado a los gobiernos en una relación de interdependencia desfavorable. Este fenómeno se ve especialmente acentuado en Francia y Estados Unidos por la existencia de poderosos sindicatos corporativistas. Con una tasa de sindicalización de casi el 70 por ciento (frente al 19 por ciento de la función pública y el 8 por ciento de los asalariados del sector privado), la policía francesa es, por lejos, la profesión más organizada. Estructurados por cuerpos (guardias, oficiales y comisarios), estos sindicatos desempeñan un papel importante en el desarrollo de la carrera profesional. Debido a su deber de confidencialidad, también son los únicos autorizados a expresar sus opiniones en los medios de comunicación y en otros lugares, aparte, por supuesto, de las autoridades jerárquicas –lo que limita la expresión pública de la disidencia interna y refuerza la ilusión de un cuerpo de policía unido–. Esta fuerza conduce a una cogestión de facto de la institución, que combina negociación, exhortaciones públicas y acción colectiva (manifestaciones, bajas por enfermedad, abandono de misiones “no urgentes”).

Aunque no se ha librado, la policía ha podido protegerse mejor que otros servicios públicos de las reformas liberales, en términos de actualizaciones estatutarias y salariales o de créditos de funcionamiento. Por ejemplo, cuando llegó la reforma de las pensiones en diciembre de 2019, bastó con que los sindicatos policiales mencionaran la posibilidad de una oposición para que se les concediera de inmediato una derogación, a pesar de que cientos de miles de empleados (en los sectores del transporte, los hospitales y la educación, etc.) habían estado en huelga y manifestándose durante semanas sin conseguir que se atendieran sus demandas.

Del mismo modo, la institución contrarresta eficazmente cualquier desafío percibido a sus prerrogativas. Esta hostilidad a la crítica se expresa también a través de la resistencia a todas las instancias externas que podrían garantizar el control de su actividad. Autoridades independientes como la Commission nationale de déontologie de la sécurité (CNDS), luego el Defensor de los Derechos Humanos o el Controlador General de los Lugares de Privación de Libertad, han tenido que librar constantes batallas para llevar a cabo sus misiones, y su campo de acción siempre ha sido limitado en comparación con sus ambiciones iniciales. Lo mismo ocurre con el Poder Judicial, que no se siente a gusto juzgando la acción policial, aunque los magistrados dependan de él para su trabajo cotidiano. Por último, aunque temida por los policías, la Inspección General de la Policía Nacional (IGPN) parece mucho más inclinada a sancionar las desviaciones internas que a investigar las denuncias procedentes del exterior. Su directora, la comisaria Brigitte Jullien, reconoció que de los 378 casos que se le habían remitido en relación con el movimiento de los “chalecos amarillos”, sólo dos habían dado lugar a propuestas de sanciones administrativas (Envoyé spécial, France 2, 11 de junio de 2020).

La combinación de esta autonomía institucional y el papel central que se le ha otorgado en la regulación del orden social ha transformado la relación entre sus agentes y el resto de la sociedad. Dadas las difíciles situaciones a las que se enfrentan profesionalmente (accidentes, violencia, conflictos, pobreza), los policías desarrollan tradicionalmente una visión bastante pesimista del mundo social –entre los bomberos puede observarse un mecanismo similar–12. A ello se añaden representaciones negativas de aquellos a los que se refieren como sus “clientes”. Esto proporciona una clave para explicar el racismo policial. En efecto, hay una minoría de agentes que están ideológicamente convencidos de las desigualdades raciales y toleran sus comentarios y actitudes. Pero para muchos de sus colegas, es en las ásperas relaciones que mantienen a diario con determinados sectores de las clases trabajadoras –muchos de los cuales proceden de la inmigración o de minorías– donde se forjan los estereotipos racistas, que luego se aplican por capilaridad a todos los que puedan parecérseles.

Con base en Laurent Bonelli, profesor universitario en París-X Nanterre, autor de La France a peur. Une histoire sociale del’“insécurité”, La Découverte, París, 2008. La base de este artículo fue publicada originalmente en Le Monde diplomatique (París) en julio de 2020.


  1. Base de datos compilada y analizada por Ivan du Roy y Ludovic Simbille. 

  2. Ver Mogniss H. Abdallah, Rengainez, on arrive!, Libertalia, París, 2012. 

  3. Laurent Bonelli, “Estallido en los suburbios”, Le Monde diplomatique, edición España, diciembre de 2005. 

  4. Robert Castel, Les métamorphoses de la question sociale, Gallimard, París, 1999. 

  5. Serge Halimi, “Cuando todo vuelve a la superficie”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2019. 

  6. Ver cobertura de tapa, “Arde Francia”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2023. 

  7. Fabien Jobard, “Le gibier de police immuable ou changeant ?”, Archives de politique criminelle, Vol. 32, n° 1, París, 2010. 

  8. Richard V. Ericson y Kevin D. Haggerty, Policing the Risk Society, University of Toronto Press, 1997. 

  9. Egon Bittner, “Florence Nightingale à la poursuite de Willie Sutton. Regard théorique sur la police”, Déviance et société, Vol. 25, N° 3, 2001. 

  10. Ver Laurent Bonelli, “La brutalisation de l’ordre manifestant”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2023. 

  11. Sobre la experiencia de los gobiernos municipales progresistas en España, cf. “El giro preventivo de lo policial”, número especial de la Revista Crítica Penal y Poder, N° 19, Barcelona, 2020. 

  12. Ver Romain Pudal, “Les pompiers entre dévouement et amertume”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2017.