No necesariamente el más premiado es el mejor, pero a veces los concursos y las premiaciones ayudan a llamar la atención sobre alguna figura que conviene tener en cuenta. Recientemente, la Fundación Lolita Rubial entregó los Premios Morosoli, con los que se reconocen labores y trayectorias en distintos ámbitos de la cultura uruguaya. En el rubro poesía, el galardón fue para Magdalena Portillo, que justo viene de publicar su cuarto poemario, Catedrales nocturnas, premiado también en el concurso Juan Carlos Onetti.

La voz de Portillo, nacida en 1991, quizá sea una de las más interesantes entre los poetas uruguayos más jóvenes, y Catedrales nocturnas es una buena puerta de entrada para su obra. Se trata de un libro corto, sintético, y oscuro, como su nombre lo indica. La muerte tendrá un lugar protagónico, no como hecho en sí sino como presencia, casi como un personaje. A la vez, como señala Kildina Veljacic en el artículo incluido al final del poemario, “la voz lírica busca abrir o derrumbar puertas simbólicas para acceder al mundo de los sueños, el de la memoria, el de la fantasía, el de los muertos, el subterráneo y el celeste, que se extienden más allá de los límites de la realidad”.

Esta aspiración a conectar mundos matiza el tono lúgubre del poemario, que, no obstante, mantiene una identidad. A su vez, más que un afán rupturista, hay un apoyo fuerte en una tradición. La autora cita o nombra a Amanda Berenguer, Hugo Mujica, Olga Orozco, Selva Casal y Julio Inverso. Estas invocaciones funcionan también como un intento de trascendencia, de burlar a la muerte, que siempre termina frustrado: “Hay personas que ya no están/que se murieron/algunas dejaron una canción/otras un poema/algo escrito/y yo dialogo con ellos/y maldigo al tiempo por no haber/podido conocerlos”. Lo mismo se percibe en un poema dedicado a Selva Casal: “Escuchar tu silencio/saberte muerta/en un jardín de plata/[...] observar de lejos/los poemas que llegan/y aun así/no alcanzan”.

En este vuelo visionario, el yo lírico se sumerge en distintos universos, para luego sentir el peso de la distancia y la ausencia. No sólo la muerte aparece: también el mundo de los sueños (“y serán visibles todas las puertas/y el cántaro guardará tu esencia/no ves acaso cómo te sueñas/en el ojo del mundo?”) y los recuerdos (“hay sombras dibujadas/en las paredes de tu casa de la infancia/y las manos de tu madre expuestas al sol de enero/buscan el descanso merecido/bajo las hojas del ombú”). En todo caso, siempre estas visiones terminan por devolvernos a nuestro mundo, generando una impotencia frente a las realidades que es posible vislumbrar pero no atravesar: “para luego darse cuenta/que más allá no hay nada/solo el agua creando círculos/solo el silencio atrapado/en el corazón del río”.

Ciertos simbolismos se repiten a lo largo del libro. Los ángeles, por ejemplo, suelen ser conexiones entre los universos recorridos (no en vano la palabra ángel etimológicamente significa “mensajero”): “Once ángeles te rodean/en el paraíso de la fantasía”, “los ángeles van develando secretos/en la gran casa violeta”, “resucitar las flores, el espanto, arcángeles en llamas”. Rosas y otras flores ostentan un simbolismo limítrofe entre la vida y la muerte: “debe haber sido otro/el que dejó esta rosa muerta sobre la cama/esta agonía en cámara lenta”, “pero es mentira que la rosa tapa mi boca en templo derrumbado”. El fuego se expresa desde su encarnación más arquetípica, como purificación, renacimiento e iluminación: “Que el fuego purifique tus noches”, “La adivina abre el fuego/la gran cortina nocturna/donde renace su verdadera imagen”.

Los poemas son en su mayoría muy cortos, de no más de una página, salvo unas pocas excepciones. Aunque comienzan con mayúsculas, no hay signos de puntuación. Los versos libres hilvanan una rítmica constante, fortaleciendo la parte semántica. De a ratos, se utilizan las barras oblicuas, estableciendo un terreno limítrofe entre la poesía y la prosa, no sin ciertos visos narrativos. En todo caso, se apunta más a la síntesis que al análisis, y los versos finales tienden a ser tajantes, contundentes.

En la mayoría de los poemas hay un tú lírico, pero este varía, y en algunos casos puede que la voz lírica se dirija a sí misma. Son pocos los ejemplos de poesía amorosa, que se limita a dos o tres textos.

Aunque a veces se hable de casas y habitaciones, no hay un foco en el espacio urbano, prefiriéndose elementos de la naturaleza, aunque muchas veces intervenidos por lo humano (también abundan las imágenes de jardines). Estos elementos de la naturaleza son en ocasiones destinatarios de una confesión no dicha, de algo que no se expresa con palabras (“solo ellos los árboles/conocen mi verdad”). Quizá también cumplan la función de encarnar el ciclo de la vida, lo que permanece en este territorio de ausencias y duelos.

Acompañan el poemario una introducción a cargo de Fidel Sclavo y el ya citado artículo de Kildina Veljacic (excelente, por cierto). Este libro se suma además al frondoso catálogo de Editorial La Coqueta, que hace pocos días cumplió cinco años de existencia con una labor más que meritoria.

Teniendo en cuenta la calidad de los textos y las circunstancias externas, es posible que Catedrales nocturnas sea uno de los lanzamientos poéticos más importantes de este año, acercándonos a su vez a una voz que viene pisando fuerte y que probablemente dé aún más que hablar.

Catedrales nocturnas. De Magdalena Portillo. Montevideo, La Coqueta, 2022, 64 páginas.