En arte y literatura, escribir desde una identidad no hegemónica siempre supone un riesgo, que consiste en que esa identidad quede aislada, guetizada, y que quienes no la compartan o no se relacionen con ella puedan desinteresarse por encontrar que no tiene nada para decirles. Excluir o negar esa identidad, en cambio, supone otro riesgo: que lo dicho suene forzado, poco creíble, terminar hablando de cosas que no se conocen, o no se comprenden.

De estos riesgos, Camila Sosa Villada, nacida como Cristian Omar en La Falda, Córdoba, en 1983, parece haber preferido el primero, y probablemente tenga que ver con que, según sus propias declaraciones, la identidad le importa muy poco. Rechaza la categoría “mujer trans”, y prefiere definirse como “travesti”, porque es una palabra que “inmediatamente resuena en el cuerpo de quienes leen u oyen”. Y por otra parte, rehúye a caracterizaciones victimizantes que pueden contaminar ciertas reivindicaciones identitarias, aduciendo que “la gente goza con nuestro sufrimiento”, y mostrando su disposición a no darnos el gusto en este sentido.

Además de su trabajo en teatro, con algunas incursiones en el cine y la televisión, Sosa Villada ha publicado ensayos, cuentos, un poemario y dos novelas: Las malas (2019) –que recibió los premios Sor Juana Inés de la Cruz, el Finestres de Narrativa y el Grand Prix 2021 de l’Heroïne Madame Figaro– y la recientemente reeditada Tesis sobre una domesticación, cuatro años después de su primera aparición, mientras se rueda una adaptación cinematográfica producida por Gael García Bernal y Diego Luna, cuyo estreno se anuncia para 2024.

Una de las primeras cosas que llaman la atención de Tesis... es que la exposición de la experiencia transgénero parte desde un lugar radicalmente alejado de lo estereotípico. La protagonista (travesti, actriz y oriunda de un pueblo pequeño alejado de la capital, al igual que la autora) enfrenta conflictos no tan relacionados con la marginación o la sordidez de los ámbitos en los que solemos colocar a las travestis, como con la aspiración de construir una vida, si se quiere, “normal”, con toda la relatividad que obviamente encierra esta palabra.

“La actriz”, como se llama al personaje (no hay nombres propios en toda la novela), ha cosechado éxito y reconocimiento en su profesión, se ha casado con un abogado y con él ha adoptado a un niño. Si bien su relación con su madre y su padre, personajes que tienen una gran importancia que será mayor en cuanto vaya avanzando la novela, está lejos de ser ideal, la aceptan como hija, en femenino, cosa que el imaginario capitalino difícilmente admitiría plausible en un ambiente provinciano. Obviamente, tampoco se omiten las características contrahegemónicas de esta familia: ella no deja de ser una travesti, su marido es gay y el niño es seropositivo, y si todo esto no tuviera absolutamente ninguna incidencia, la narración no resultaría verosímil.

Pero, dentro de estas “diferencias”, se nos cuelan elementos que podrían estar en cualquier drama familiar, desde la novelística rusa decimonónica hasta ahora: un entendimiento casi incestuoso de la actriz con su hermano, con la consecuente rivalidad entre este y su marido, una madre manipuladora, un padre con poco tacto y renuente a mostrar afecto, una cuñada viperina, las problemáticas de la monogamia y la apertura de la pareja aceptada a regañadientes, los clásicos conflictos de quien retorna a su pueblo luego de hacer su vida en la gran ciudad, la mirada malintencionada y atenta a cualquier desliz de “los otros” (vecinos de su edificio, coterráneos del pueblo, el público que sigue la carrera y vida personal de la actriz en el escenario o en los medios, etcétera).

En este sentido, pese a las características disruptivas de los personajes principales, esta novela está fuertemente anclada en una tradición, y esta combinación le da una fuerza particular. Es una historia hecha a la vez de elementos comprobadamente eficaces y de otros escasísimamente explorados, conjugados en forma sorprendentemente equilibrada. Lo que hay de autorreferencial, lejos de constituirse en un vano ejercicio ombliguista, es apenas una anécdota, que no obstaculiza sino que potencia la contundencia de una ficción bien construida.

Por otra parte, aunque sea superlativamente discutible y discutido lo que esta definición implica, la mirada es sumamente femenina: la atención hacia los detalles de la cotidianidad que un abordaje masculino consideraría pueriles, la sexualidad imbuida de una afectividad más anclada a la entrega que a la conquista, la experiencia de la maternidad, tanto la otorgada como la recibida, la percepción aguda y extrañada de lo masculino como otredad... No es casualidad que Sosa Villada, cuando habla de sus influencias literarias, se refiera frecuentemente a escritoras mujeres (particularmente, Marguerite Duras y Carson McCullers en narrativa), ni que diga que esto no fue algo buscado, sino producto de una afinidad natural. No decimos esto como una característica que de por sí valide la calidad literaria de la novela, que hemos afirmado, ni mucho menos la identidad de género de la autora. Pero en cierto modo no deja de ser una muestra de que la problemática de lo femenino en literatura (y en la vida misma) sigue siendo, afortunadamente o no, sumamente compleja, multifacética e inagotable.

Tesis sobre una domesticación, de Camila Sosa Villada. Tusquets Editores, 2023.