El sistema socioeconómico que nos rige se aplica tanto a producir bienes y servicios como a producir una distribución agudamente desigual de beneficios. En otras palabras, el sistema produce cosas y servicios a la vez que produce ricos y pobres. Hay quienes esperan –con talante cándido o cínico– a que se produzca un derrame tal que una economía globalmente próspera consiga dejar caer alguna migaja postrera a los más necesitados. En otros tiempos se alentó la esperanza de que la situación de estos últimos se beneficiara, al menos, con unas frugales asignaciones que sirvieran para mitigar los padecimientos de la pobreza más extrema, mientras que se alentaba una política redistributiva lerda y progresivamente más equitativa. En los tiempos que corren, se puede tener la esperanza de un cambio en la situación política y económica, en donde acaso fuera posible pretender cortar con la producción sistémica de pobreza. Esto quiere decir cambiar el sistema socioeconómico que produce pobres, a través de la provisión no ya de dispositivos de simples asignaciones redistributivas, sino de la forja de mecanismos sociales y productivos eficaces de superación de la miseria.

Bajo esta última asunción, cabe examinar cómo es que se lleva a cabo de modo efectivo la producción sistémica de la pobreza. El desenvolvimiento histórico del sistema ha resultado en un crecimiento económico cada vez más desigual, con lo que sucesivas crisis van desplazando cada vez más personas hacia la deprivación en forma de baja empleabilidad, restringida formación profesional, precarias condiciones de salud y, en general, una segregación social y territorial hacia la marginación. Al sistema le va sobrando gente.

En efecto, el mismo sistema que cuida de formar educativamente a sus huestes de asalariados se aplica tanto a la rigurosa selección de los más despabilados para los estratos superiores de la calificación, así como es también el que prolifera en mecanismos de exclusión que dan lugar a ingentes procesos de deserción temprana o desafiliación. El mismo sistema que cuida de la salud pública se dispone de modo tal que asegura a los que terminarán salvados una razonable cobertura médica que elonga su esperanza de sobrevivencia, a la vez que se desentiende del riguroso seguimiento de los marcados por el signo de la precariedad en su desarrollo temprano. El mismo sistema que distribuye localizaciones en el territorio a cada sujeto económico según su nivel de ingreso es el que niega lugar a los más desvalidos, segregándolos a los enclaves del olvido urbano. Porque lo que mejor sabe hacer el sistema es distinguir entre unos y otros.

Así como el sistema produce pobres, estos mismos sujetos se encargan de criarlos. Una mujer muy joven, quizá aún una adolescente, de las que suelen hacer precario equilibrio en la delgada línea de la pobreza, se hunde en la miseria una vez que se embaraza. Si para las estadísticas tecnocráticas la famosa línea de la pobreza por ingresos es apenas una ficción discursiva, un depurado recurso del método, para grandes sectores de la población es un ominoso territorio fronterizo. La pobreza es un lugar en el que caer, en el que criar más pobres en el chapotear del barro de la existencia frágil. La pobreza es un hogar abierto a la intemperie.

La pobreza tiene hoy más que nunca cara de niño, cara de mujer joven con prole a cargo, cara de paternidades huidizas y furtivas. La reflexión política, económica y social tiene que afrontar el penoso desafío de plantarse ante esas miradas. Es necesario sacar estos semblantes del encajonamiento equívoco en números y categorías sociológicas. Es imperioso despojar a estas presencias de los marcos de la idealización culposa del distanciamiento. La pobreza está investida por una gigantesca hueste de personas de carne y hueso y sueños. Son parte de nuestra propia humanidad: son el rostro de nuestra propia precariedad social, son la sombra en el espejo de nuestra propia miseria política, económica y ética.

Unas demandas políticas específicamente señaladas

La actual situación exige que se consigne y se responda a una prolija enumeración de demandas políticas. La primera de estas demandas es reordenar, articular y disponer de modo convergente sobre la infancia el conjunto de todas las políticas específicas y mecanismos administrativos públicos que a esta se refieren. La diputada Cristina Lustemberg ha avanzado a este respecto.1 Es de esperar que la acción pública consiga, mediante una adecuada articulación administrativa, hacer efectivas las intenciones políticas ya establecidas. Todavía resta por incorporar tanto las acciones de los gobiernos departamentales como las iniciativas posibles de vivienda y ordenamiento territorial. Esta articulación convergente puede resultar en una adecuada identificación de un foco de atención política concretamente dirigido a la pobreza infantil y a sus circunstancias.

Ahora bien, es forzoso concordar con Matías Brum en que “reducir la pobreza infantil requiere políticas para adultos”.2 Este señalamiento apunta a esclarecer una demanda política de coherencia e integralidad, toda vez que se repare en el contexto social concreto de esta pobreza, esto es, dirigir la atención y la labor política hacia el lugar social en donde esta se encuentra. Este lugar social es tanto el hogar como el hábitat, la morada en sentido integrado, es el hábitat como estructura que vincula a las personas pobres con los lugares que habitan. Porque es allí, de un modo específico, en donde concurren tanto los efectos de las insuficiencias de ingresos como las graves insatisfacciones de las necesidades básicas. Porque es allí donde las y los trabajadores sociales padecen “la experiencia de trabajar en una montaña de arena sacando baldes mientras otros alimentan la montaña con camiones”.3 Es en los barrios humildes en donde se apiña la pobreza infantil y la de sus adultos cuidadores. Estas consideraciones de coherencia e integralidad conducen a la constitución de políticas de barrio como focalizaciones dirigidas a la aplicación de la iniciativa política pública allí donde la pobreza infantil tiene lugar y asentamiento. A la localización marginal de la miseria debe respondérsele con decididas iniciativas de promoción social en el hábitat.

Esta promoción social en el hábitat sólo es posible elaborarla con una estrategia social y productiva en donde las diversas acciones públicas concurran sobre una activa vida social de sujetos que crecen, se forman y se desenvuelven como artífices de su propio desarrollo con rostro humano. Es preciso encontrar una estructural conexión entre los mecanismos de producción de la vida social a efectos de amparar el desarrollo integrado de los sujetos implicados. Por esto, la reducción de la pobreza infantil no debe contentarse con una política meramente redistributiva ni con apenas una indispensable coordinación de políticas públicas de asistencia, sino que debe constituir un modo social productivo alternativo integral de transformación. La apuesta aquí consiste en conectar la acción pública con la vida comunitaria para que sean las personas mismas las encargadas de producir sus opciones de vida. En definitiva, nada tienen los ciudadanos que esperar sino de ellos mismos, empoderados por la promoción estratégica pública.

Políticas de barrio, políticas de hábitat

Se puede ver claro que una política como la que se demanda ya no puede concebirse en el estrecho marco conceptual de las políticas de asistencia social. Unas políticas de barrio, en este sentido, hacen foco en la territorialidad concreta allí donde moran las personas. A partir de un examen atento y un seguimiento metódico de trabajo social es posible orientar una estrategia específica y localizada, producto tanto de una investigación participante, así como de una acción social de promoción del desarrollo que consiga reconocer y alentar la propia comunidad. Se deberá aprender, codo con codo con los pobladores, dónde radican las fortalezas propias de los sujetos que luchan por su destino, cómo es que se las arreglan para sobrevivir, dónde y en qué modos se manifiestan las debilidades comunitarias…

Unas políticas de barrio, antes que aplicarse de modo general, impersonal y burocrático sobre una población sumariamente identificada con criterios sociométricos, deben ser interpretadas de modo específico según las características idiosincrásicas de la realidad de los asentamientos humanos. A estos efectos, cabe reparar en la doble advertencia de que “la realidad de las clases populares es mucho más compleja que lo que la noción de pobreza delimita. Y que el campo de acción política es mucho más extenso de lo que la lucha contra la pobreza permite”.4

Puede imaginarse que se debiera avanzar un paso más que el riguroso cuidado intensivo de la salud de la primera infancia, dirigido ahora a la promoción social localizada de la crianza y los cuidados. Porque puede no bastar con mandar un médico o médica misionero o misionera como avanzadas heroicas y sacrificadas del progreso, sino soñar con equipos multidisciplinarios que reúnan en un solo haz a las jóvenes madres en comunidades donde aprenden y enseñan a criar y a cuidar su prole amparadas no sólo por la asistencia médica pediátrica, sino también por la labor educativa social, por los soportes psicosociales, por el trabajo social sobre los contextos y con el concurso activo y protagónico de las poblaciones asentadas en el territorio. Todos orientados hacia la realidad conscientemente construida de que la crianza y el cuidado de los niños puede ser una empresa barrial, soportados por mallas de solidaridad, empoderados por saberes propios e identificatorios.

Unas políticas de barrio pueden ser, a la vez, más ambiciosas y solapadas que la necesaria distribución de asignaciones económicas.

Unas políticas de barrio pueden ser, a la vez, más ambiciosas y solapadas que la necesaria distribución de asignaciones económicas. Pueden aspirar a constituir, en el corazón de los barrios, políticas de desarrollo socioeconómico alternativo, con fuerte énfasis en los cuidados, en los beneficios de la solidaridad, en el tejido de mallas de trabajo comunitario que produzcan fortalezas en los sujetos. De esta manera, los vertederos sociales de la mano de obra de reserva, así como los bolsones de no empleabilidad se pueden transformar y reorientar en escenas pobladas por agentes económicos orientados según alternativas a la explotación del trabajo asalariado. Unas políticas socioeconómicas de barrio pueden replantear de modo novedoso y creativo las relaciones entre la formación profesional continua, las tramas de cuidados solidarias, y la inserción progresiva del propio gueto segregado en la trama compleja e integrada de la ciudad. El barrio, como escenario de desarrollo antes que vaciadero de desesperanza, puede proyectar a sus vecinos empoderados de un modo nuevo ante la dura lucha por sobrevivir.

Debe resignificarse de una vez por todas el cometido social de la educación. La concepción de políticas de barrio abre las ventanas a una necesaria ventilación sobre esta materia. Es que ya no se trata de políticas cortas de miras y de mera capacitación para la explotación asalariada. Unas políticas de barrio pueden afrontar el desafío de constituirse como políticas de promoción social desde las entrañas mismas de los asentamientos populares. Son unas políticas que no se contentan con pretender enseñar competencias a los necesitados de ilustración y capacitación profesional, sino que, de un modo antropológicamente humilde y prudente, están más que dispuestas a aprender de la realidad social sobre la que operan. Hay un vasto territorio social sobre el cual es imperioso investigar, reconocer y valorar como lo que es: un hábitat poblado por una cultura. A estos efectos es imperioso superar el paternalismo condescendiente de la tecnoburocracia y hacer frente al desafío de aprender lo que hoy nos hace falta en referencia a los poblamientos populares.

La sola mención a políticas sociales públicas de barrio interpela a las ya conocidas y rutinarias políticas sociales de vivienda. Porque las políticas de barrio son mucho más que la provisión frugal de cuatro paredes y un techo, en un monocultivo residencial modesto. Ahora se trata de rearticular a la ciudad integrada con el asentamiento precario, lo que entraña rearticular al Estado con una parte señalada de la sociedad. El barrio, como escenario de vida y población, debe constituir el umbral, el puente y la puerta por donde circulen gestos políticos, asistencias, enseñanzas, cuidados, pero también demandas, contraprestaciones, aprendizajes y desarrollos comunitarios. Las políticas de barrio no son iniciativas de construcciones de cosas para alojarse, sino desarrollos sociales de relaciones entre las personas y los territorios que habitan. Por ello, los llamados “conjuntos habitacionales” deben recalificarse como focos localizados de impulso de la vida urbana.

Una vez que la conciencia política advierte que, en un sentido específico, afrontar la lucha contra la desigualdad y la pobreza implica hacer foco de atención en la situación concreta de la crianza y los cuidados de la infancia, una vez que tal foco es comprendido como una demanda concreta de políticas públicas innovadoras que atiendan a la población joven que está directa e inmediatamente a cargo, entonces se vuelve imperioso considerar la pertinencia y oportunidad de políticas de barrio, comprendidas como políticas integradas de hábitat. Porque cuando lo que se entiende como territorio de actuación política es el hábitat se apunta, de modo concreto e integral, a la situación compleja y específica de las personas en el mundo. Esta opción no sustituye, por cierto, toda la apoyatura de asistencias sociales, de salud, educativas y de vivienda que ya existen, porque no se trata aquí de inventar la pólvora. Se trata de reorientar y recalificar la acción política pública, de apostar a la creatividad y productividad sociales, de imaginar el cambio social con el semblante propio de las personas que lo tienen en sus manos.

Néstor Casanova es arquitecto.


  1. Véase Diputados aprobó proyecto de ley sobre primera infancia, tras acuerdo en suprimir la referencia a la anticoncepción 

  2. Reducir la pobreza infantil requiere políticas para adultos 

  3. Rodríguez, C y Hounie, A (2021), Ficciones verdaderas. Prácticas socioeducativas con niños, niñas y adolescentes a la intemperie de lo social. Montevideo: Isadora Ediciones. 

  4. Filardo, V y Merklen, D (2023). Detrás de la línea de la pobreza. La vida en los barrios populares de Montevideo. Montevideo: Ediciones del Berretín.