Según recogió la prensa, el Partido Nacional hace apenas unos pocos días presentó en el restaurante La Corte su nueva comisión de Cultura, que estará encabezada por el reconocido comunicador, empresario y chef Sergio Puglia, en un ágape al que concurrieron autoridades nacionales y partidarias de primer orden. Allí Puglia declaró: “No podemos escuchar pasivamente que la cultura es de izquierda o no es cultura”, y destacó que su partido fue fundador de la nación y forjador de un montón de manifestaciones culturales.

El acto y su fundamentación se encuadran perfectamente en la tesis admitida desde hace un tiempo por miembros de su partido, a partir de una muy superficial lectura del filósofo italiano Antonio Gramsci de que la sociedad uruguaya se encuentra subsumida bajo una hegemonía cultural de la izquierda a la que es necesario poner fin a través de una verdadera “batalla cultural”. Tesis que tampoco es un invento local.

Hasta el momento, el problema de la cultura, a pesar de constituirse en un derecho humano fundamental, ha sido siempre relegado como urgencia en las políticas públicas. Nunca es prioridad, nunca tiene en el debate público la importancia que se merece, siempre hay otras cuestiones de mayor importancia que la relegan.

En la construcción diaria del sentido común, la seguridad, la economía, la producción y muchos otros temas (a pesar de que se ignore que están atravesados por lo cultural) siempre encabezan el orden de sucesos más importantes.

Sin embargo, para una sociedad que pretenda transformarse y superarse, el problema de la cultura deberá estar entre sus prioridades, y eso únicamente podrá hacerse si se toma verdadera conciencia de la importancia que tiene en la vida social y en el desarrollo de las personas.

Claramente debemos partir de una definición de cultura lo más amplia y diversa antropológicamente. Siguiendo por ejemplo a Clifford Geertz (2003), la cultura refiere a los “significados transmitidos, los sistemas de concepciones heredadas, formas simbólicas, esquemas históricamente transmitidos” a través de los que las personas podemos comunicarnos y somos capaces de producir conocimiento y relacionarnos. Dependemos de símbolos y sistemas de símbolos sin los que la vida no sería viable para orientarnos y actuar, la cultura es esa urdimbre de significados que construimos y que al mismo tiempo nos construye como seres humanos.

La necesidad de la cultura

A las que llamamos necesidades básicas humanas, que tienen que ver con la vivienda, la salud, la alimentación, la seguridad (temas que también son culturales), las personas también tenemos lo que Pierre Bourdieu (2010) llama “necesidades culturales”, subrayando que a diferencia de las necesidades primarias, las culturales son en buena medida producto de la educación, porque es en los procesos educativos y escolares donde se desarrollan buena parte de esas necesidades culturales, al tiempo que se brindan los medios para poder satisfacerlas, lo que entendemos debe ser una prioridad que no debe estar mucho tiempo más postergada.

Al no ser capaces de darle su importancia, no podemos entender las consecuencias que tienen los problemas culturales, los efectos que producen incluso en temas aparentemente alejados o inconexos, como por ejemplo la seguridad pública o la salud mental.

Al entender la cultura como un terreno muy amplio, la comprendemos desde una visión inclusiva, que incorpora distintas tradiciones, el patrimonio histórico, las creencias, distintas prácticas, el desarrollo de un pensamiento crítico, que las personas puedan desarrollarse del modo más amplio posible tanto intelectual como afectivamente, poder acceder a la belleza, a las artes en sus más amplias expresiones, favoreciendo el acceso de todos al conocimiento y al saber de las técnicas y al de los distintos bienes culturales que existen en una comunidad y que no son propiedad de quienes puedan tener posiciones de privilegio que les permitan poseerlos. Debe dejarse de lado la vieja idea de que la cultura se trata de algo suntuario, un lujo sólo disponible para algunos, una regalía a la que tienen derecho unos pocos, y que únicamente se debe atender luego de apagar otros incendios. Tampoco deberá predominar una mirada adultocéntrica, patriarcal y eurocéntrica; se debe ampliar a todas las diversidades y comunidades la posibilidad de existir y de expresarse.

El término de inspiración militar “batalla cultural” parece impropio, ya que la cultura es un terreno en el que los seres humanos deberíamos poder encontrar las herramientas necesarias para mejorar nuestras vidas.

Una de las cosas que los seres humanos más necesitamos es ser parte de la comunidad en la que vivimos, y eso puede lograrse únicamente a partir de una verdadera apropiación de saberes y lugares, accediendo a la mayor cantidad posible de elementos disponibles en la cultura.

Claramente el acceso a la cultura no puede determinarlo el mercado, ni se trata de un mundo de decisiones libremente tomadas. Sabemos que en ocasiones las personas se censuran de participar de determinados sucesos y de ir a determinados lugares porque muchas veces ciertos espacios se vuelven inaccesibles, no solamente desde el punto de vista material, sino también desde el punto de vista simbólico.

La cultura es también un sistema de saberes acumulados que no son propiedad de nadie y por lo tanto nadie tiene derecho a restringir su acceso como si se tratara de un campo selectivo. El acceso a la cultura debe ser para todos, y debemos ser capaces de entender los efectos que genera en la sociedad, al producir integración política, comunitaria y social, salud en un sentido muy amplio, al tiempo que es susceptible de contribuir a la seguridad pública. Debemos ser capaces de activar políticas públicas que favorezcan el acceso a los recursos culturales de la comunidad en el sentido más amplio posible.

Concretar acciones para fortalecer la cultura

Tenemos que ser capaces de orientar políticas que busquen una verdadera transformación de los seres humanos, que el acceso a la cultura les permita ampliar su concepción del mundo, aumentando su libertad de actuación, alentando el desarrollo de todas sus capacidades plenas.

Cuando un individuo se siente excluido, cuando no es parte de la comunidad en la que vive, cuando no tiene acceso a los recursos disponibles, tanto materiales como simbólicos, aumentan los niveles de rechazo y violencia. El derecho a la cultura está consagrado entre los derechos de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los estados tienen la obligación de proteger y garantizar el derecho a participar, a partir de que los recursos estén disponibles, sean idóneos y adaptables, y donde debe incluirse la mayor diversidad cultural posible, la legitimidad de múltiples creencias y prácticas, distintos modos de vida, valores y tradiciones.

Para darle al tema la centralidad que se merece, Uruguay debería construir un verdadero proyecto jerarquizador del problema, una herramienta de categoría gubernamental en el más alto nivel, estableciendo un Ministerio de las Culturas, Artes y Patrimonios, que obtenga los recursos necesarios y acordes a la importancia de la tarea en cuestión, como los tienen tantos países en el mundo.

Por último, debe poder comprenderse que en materia de cultura no puede hablarse de gastos. Se debe eliminar toda concepción mercantil o empresarial en este terreno. Se trata de inversiones imposibles de cuantificar en sus efectos ya que sus repercusiones cualitativas tienen consecuencias intangibles y a la vez definitivas en el largo plazo de una comunidad y en la construcción de las personas.

La supuesta “hegemonía cultural” de la izquierda sobre la sociedad uruguaya constituye un mito fuerte que permite a la derecha criolla y a los sectores que representa1 presentarse como dominada y débil,2 enfrentarse ante una imaginaria omnipotente izquierda cultural que subyuga a la sociedad toda, y además les permite presentarse en términos bélicos y agresivos, y justificar muchas de sus acciones como defensas necesarias y no como ataques deliberados.

El término de inspiración militar “batalla cultural” parece impropio, ya que la cultura es un terreno en el que los seres humanos deberíamos poder encontrar las herramientas necesarias para mejorar nuestras vidas y establecer la cooperación y la solidaridad como principios rectores de la vida social, y no la febril competencia o la lucha por la existencia y la supervivencia de los más fuertes.

Fabricio Vomero es licenciado en psicología, magíster y doctor en Antropología.