Uruguay tiene una tasa elevada de siniestros de tránsito, que causan cientos de muertes y miles de lesiones anuales, además de altos costos materiales. No es una desgracia excepcional en el mundo, y aquí como en muchos otros países se han estudiado en profundidad, durante muchos años, los múltiples factores que la causan, las medidas de prevención que resultan más eficaces y los procedimientos para monitorear sus resultados e irlas adecuando.

A partir de todo esto se han desarrollado criterios y recomendaciones de gran valor, incluso a nivel de la Organización de las Naciones Unidas y de redes internacionales de especialistas que se apoyan entre sí.

En este marco, es tan ridículo como irresponsable que unas pocas personas sin formación en la materia, y entre ellas un par de legisladores, consideren que la experiencia individual y el intercambio en grupos reducidos les dan autoridad para cuestionar y modificar las políticas públicas.

Sus declaraciones irrumpieron esta semana en el debate público e instalaron una contraposición descabellada. De un lado, está el análisis riguroso de abundante evidencia; del otro, creencias y afirmaciones temerarias. Para peor, estas últimas se centran en aspectos parciales de la prevención. Los límites de velocidad, los radares para controlar su cumplimiento y las multas por infracciones son elementos que deben formar parte, junto con muchos otros, de una política integral, con planificación, metas y evaluaciones.

No está en duda que los daños causados por el impacto de un vehículo son proporcionales a su velocidad, o que si esta es alta, el conductor tiene menos probabilidades de evitar un siniestro. La experiencia muestra que el uso de radares, en Uruguay y en el resto del mundo, disminuye mucho la mortalidad causada por siniestros urbanos y en ruta. Se sabe que las multas no deben ser tan altas que resulte inviable pagarlas, pero tampoco tan bajas o tan cómodamente financiadas que pierdan efecto de disuasión.

Sin embargo, con esto no basta. También es preciso, por ejemplo, aumentar los niveles de educación para la seguridad vial, incluyendo una fuerte campaña contra el uso de celulares mientras se maneja, así como unificar criterios y exigencias para el otorgamiento de libretas, y tener claro que a quienes conducen motos y bicicletas no sólo hay que protegerlos, sino también controlarlos.

Hay más frentes de trabajo indispensables. Entre ellos, por nombrar sólo algunos, las exigencias para admitir la importación de vehículos y la información a los usuarios sobre sus niveles de seguridad, la necesidad de que calles y rutas estén en condiciones adecuadas y la capacitación para el uso de los botiquines ante situaciones de emergencia.

Volviendo a la cuestión del exceso de velocidad, y pese a la generalización de que en Uruguay la gente maneja mal, los registros indican que, de 2018 a 2021, casi tres cuartas partes de las multas se concentraron en menos de 10% de los conductores. Es un desmentido más a quienes salen a opinar como manejan, con niveles peligrosos de aceleración, imprudencia y soberbia.