Federico del Castillo es antropólogo y cursa un doctorado en la Universidad Nacional de San Martín de Argentina. Se ha especializado en temas vinculados a la seguridad pública y su tesis aborda el proceso de sindicalización de los policías uruguayos. Desde Buenos Aires, conversó con la diaria sobre los policías involucrados en el caso Astesiano, el rumbo de la actual administración del Ministerio del Interior (MI) y la relación de la política con la gestión de la seguridad pública.

En la causa Astesiano aparecen involucrados, por ahora como indagados, varios jerarcas policiales. ¿Eso puede afectar la credibilidad en la institución policial?

La Policía en Uruguay es una institución muy respetada; si se compara con la región, tiene un alto índice de confianza ciudadana. No sé cuánto pueda afectar a la Policía, pero sí impacta sobre la administración del Ministerio del Interior. En este caso, además, otra vez vimos algo a lo que nos tiene acostumbrados esta administración: hay un acto reflejo del ministro [Luis Alberto] Heber de colocar a los jerarcas policiales como víctimas, sin importar si cometieron o no un ilícito.

Nadie lo sabe hasta que la Justicia se expida, pero el resorte anticipado del ministro es declarar que son víctimas. Varias veces hemos observado cómo se impugna o desacredita a quienes denuncian a policías, bajo cierta pretensión de inocencia incuestionada. Blindar a la Policía del escrutinio externo es algo muy delicado; una Policía democrática debe estar abierta al escrutinio de la Justicia, de las organizaciones de derechos humanos y de la sociedad civil. En Uruguay no siempre ha sido así, incluso durante las administraciones del Frente Amplio [FA], en particular en el vínculo con algunas organizaciones de derechos humanos.

La Policía es una institución delicada, que debe ser revisada y debe rendir cuentas. En mi opinión, el blindaje que ha levantado esta administración sobre ella muestra su enorme capacidad para interpretar el sentir policial.

¿A qué aspectos te referís?

Hay una cualidad moral que distingue al policía, que es el sacrificio. Los policías se representan a sí mismos como funcionarios que sacrifican su vida. Sienten que dan la vida en el desempeño de su función, a pesar de que no es la profesión con el mayor índice de letalidad. Pero es la representación que tienen, hay un sacrificio del tiempo personal y de la vida familiar.

Como suele pasar entre quienes se perciben sacrificados, se espera a cambio que haya cierta reciprocidad. Por el contrario, muchos policías sienten que la sociedad no los respeta, que la Justicia y los fiscales les imponen tareas que no pueden cumplir, que sus jefes no los comprenden. Apelan muchas veces a la metáfora de la puerta giratoria de la Justicia, que está muy extendida en el sentir de los policías. Creo que esta administración, desde que asumió, capitalizó muy bien ese sentir, desde [Jorge] Larrañaga, Heber, los funcionarios de segunda, tercera y cuarta línea, hasta el presidente de la República.

¿Eso habla de una buena gestión?

No necesariamente. Es más, creo que se trata de un respaldo hasta cuestionable, porque al mismo tiempo la Policía ha perdido salario real, las condiciones de vida se han deteriorado, las jornadas siguen siendo extenuantes, hay esfuerzos no reconocidos, uniformes y equipamientos en malas condiciones. Hay denuncias de que no hay suficientes balas en los entrenamientos de tiro, hay índices de burnout y suicidios preocupantes en la Policía. Todo eso configura un combo que da cuenta de una falta de respaldo. Por si fuera poco, en este gobierno se dio un proceso de intensificación de la jerarquía policial que dio lugar a todo tipo de abusos y arbitrariedades hacia el personal subalterno, e incluso entre subalternos, de cabos, sargentos y oficiales sobre agentes. Por todo esto, es muy difícil sostener que el MI está respaldando a la Policía.

Recién mencionabas al presidente de la República. ¿Cuál es su papel en esta situación?

En materia de confianza y transparencia, el presidente apela siempre a que hay que confiar en él, prácticamente sin molestarlo. Como si los ciudadanos debiéramos renunciar a nuestro derecho de hacer reclamos o demandas al gobierno, o como si eso fracturara un lazo de confianza que se cristalizó cuando asumió la presidencia, independientemente de si lo votamos o no.

En el caso Astesiano, al momento de performar ese acto de traición hacia su confianza, el presidente se muestra herido, defraudado y apela a que empaticemos con ese dolor. Sin embargo, uno en realidad se siente un poco subestimado. Este gobierno hace gala de su transparencia, pero en realidad las prácticas en el MI, que es lo que acá nos ocupa, han dejado mucho que desear. Los pedidos de acceso a la información pública no se contestan, nos acostumbramos a presentaciones deshonestas de los datos sobre delitos, sin rigurosidad estadística, y se subestimó en todo momento el papel que tuvo la pandemia en el descenso del delito, ni siquiera se planteó esa posibilidad para afinar o mejorar sus propias políticas.

Por otra parte, ante los diferentes escándalos de corrupción que involucran a jefes policiales, no activaron nunca mecanismos de lucha contra la corrupción, más allá del descabezamiento de alguna jefatura (algo que tampoco es eficaz para combatir la corrupción, según la evidencia internacional). En definitiva, pedirles a los ciudadanos confianza absoluta en el gobierno o transmitir un relato de transparencia me parece que es un poco subestimar a la ciudadanía.

En una columna decías que durante las administraciones del FA era frecuente escuchar a policías decir que tenían las manos atadas. ¿Qué pasó en estos dos años y medio?

Esa metáfora la usó siempre la Policía, es un lugar común entre las agencias policiales de todo el mundo y busca mostrar cómo se perciben los policías dentro del sistema. Mi impresión es que eso se dio vuelta y ahora el que quedó atado de manos es el gobierno. Entre otras cosas, porque se las dejó atar. Hoy el MI está subordinado a los mandos policiales. En este gobierno nunca existió una estrategia de seguridad o una política criminal pensada desde las autoridades políticas. Sí existió una transferencia de esa facultad de diseño de la política a los mandos policiales. Se revitalizó lo que en criminología empírica se conoce como modelo policial estándar, es decir, investigaciones reactivas, respuesta a incidentes y patrullaje aleatorio. El propio Larrañaga reivindicó el patrullaje aleatorio y fue algo bastante polémico, porque es un modelo distanciado de prácticas policiales basadas en evidencia. Mi impresión es que la modernización policial y la integración de saberes técnicos y civiles a la Policía se han ido dejando de lado.

¿Qué se instala en lugar de eso?

Aparecen ciertos saberes, mitos, moralidades y valores tradicionales de la Policía. También resurgen la jerarquización del mando, la subordinación incuestionada al mando, y prácticas formativas vinculadas a la instrucción policial, como los desfiles, la ponderación del espíritu de cuerpo. Resurgen categorías que tienen mucho peso en la visión tradicionalista de la Policía, que habían mutado un poco en los últimos años. Para esta administración no ha sido tan importante introducir saberes técnicos en la Policía, más allá de alguna iniciativa que no estuvo en primera plana. Se debilitó el análisis criminal, el despliegue del patrullaje perdió fundamentos técnicos, las políticas basadas en evidencia se debilitaron. Lo mismo pasó con los intentos por combinar saberes académicos con saberes policiales, porque tampoco es cuestión de suplantar unos por otros, sino de encontrar una alquimia, un lenguaje común. Todas estas cosas quedaron subordinadas a la voluntad de los mandos policiales. Tampoco esta administración se esforzó por indagar si había alguna buena práctica anterior que se pudiera continuar. Se desbarataron una cantidad de programas porque sí, sin explicaciones.

¿En cuáles pensás?

Por ejemplo, la Policía Orientada a Problemas [POP], que es un modelo policial preventivo que hace que la Policía trabaje sobre problemas en lugar de responder con patrullaje y arrestos, más reactivamente. Busca que la Policía analice los problemas y trate de implementar soluciones interagenciales, con otras agencias del Estado. Saca a la Policía del eje y horizontaliza la aplicación de políticas, en una mesa en la que intervienen el MI, la intendencia y otros organismos. En 2019, todas las comisarías de Montevideo tenían un programa piloto POP, que había mostrado avances. Eso se discontinuó, nunca se supo bien por qué. Lo mismo pasó con la justicia restaurativa, que era un plan piloto en la Jefatura de Montevideo. Quedó funcionando pero nunca se jerarquizó y con la LUC [ley de urgente consideración] perdió incluso alguna potestad. Después el patrullaje en puntos calientes estuvo cuestionado por esta revitalización del patrullaje aleatorio, algo que nunca nadie terminó de justificar correctamente. Como decía, no hubo curiosidad por averiguar cuál de estas experiencias era positiva o prometedora.

¿Se puede caracterizar de alguna manera a los mandos policiales que ingresaron en marzo de 2020?

Hay una idea errónea de que todos los mandos llevaban 15 años sin estar en la Policía. Efectivamente, muchos habían dejado hace diez años la institución, sin ir más lejos el director de Polícia [Diego Fernández], pero muchos otros estuvieron activos durante las administraciones del FA. Hablo de directores, subdirectores y jefes de unidades. Hay que distanciarse un poco de esa mirada. Por supuesto, muchos de ellos son veteranos, es verdad, pero creo que lo que verdaderamente distingue al cambio de administración es el desplazamiento de ciertos mandos que tenían una visión más moderna de la Policía. Tampoco eran muchos, pero eran mandos que habían ganado un lugar a fuerza de alianzas con el poder político y que con el cambio de administración fueron desplazados, lo que habilitó una restauración de otros mandos que seguían vinculados a la institución. Tampoco era que la Policía tenía una definición hipermoderna y que todos los mandos estaban alineados bajo la misma premisa. Eso tampoco era así. Teníamos policías veteranos que eran de otra época y que durante esos años intentaron sobrevivir en un nuevo modelo de administración. Hay algo que dicen siempre: “Los políticos pasan, los policías quedan”.

Entonces, no es que esta administración trajo policías que estaban retirados, sino que desplazaron a policías que habían acumulado saberes muy específicos, como por ejemplo el equipo de [Julio] Guarteche, y que habían conducido a la Policía a un lugar novedoso. Hablo de la Brigada [Antidrogas] porque era el germen, pero eso se fue diseminando y hubo líderes importantes en múltiples unidades, con una impronta o un ethos más moderno y técnico. Con la nueva administración se retiran esos mandos, quedan relegados o limitados, y la institución se reconfiguró de una forma más restauradora, por decirlo de alguna manera.

Hay una idea de que esto, en definitiva, sucede por filiaciones políticas. ¿Qué opinás?

Soy muy crítico con la visión de que la Policía no es política. Eso es un mito. Los policías juegan su partido político y hay cocinas políticas permanentemente. Los círculos policiales hacen su juego, los sindicatos hacen su juego, los policías trafican información hacia afuera, se alían con tal o cual líder político, llaman a un senador u a otro, reciben llamadas. Hay un juego político permanente con los partidos políticos. La Policía tiene una visión política de la situación porque parte de su trabajo es controlar poblaciones, algo que ya en sí es un acto político. Esa tarea puede ir más hacia el control, la vigilancia o el trabajo interagencial, y eso en el fondo depende de la administración política de turno.

La Policía concibe a la política como un terreno sucio, del mundo civil, en el que hay intereses individuales por encima de los colectivos, y por eso la Policía siempre declara que no se mete en la política. Pero la Policía tiene una visión política de las cosas, como cualquier persona, y es algo que permea su trabajo. Hace su juego político también, quizá más solapado. No podemos asumir que la Policía por no declararse política se subordina automáticamente al mando civil. Eso es justamente lo que no está sucediendo ahora, con un mando civil que se subordinó al policial. En las administraciones del FA lo que hizo posibles algunas transformaciones fue una alianza entre mandos políticos y policiales que encontraron un idioma común y una visión política sobre hacia dónde debía ir la Policía. Y hablo de política en sentido amplio, no partidario.

En tus columnas hablás de “las policías” para mostrar su variedad y heterogeneidad. Mandos jerárquicos, círculos, sindicatos. ¿Todas esas “policías” hacen política con la misma intensidad?

Todas hacen política, como en cualquier institución. Pasa en la educación, donde también coexisten visiones antepuestas de cuál debería ser el rumbo. Todas las policías hacen política; no sé si es cuantificable cuál hace más y cuál hace menos. Hay un juego político a la interna. La interna policial está permanentemente impugnada por líderes que se posicionan y buscan alianzas con la política, más en las sombras quizá, pero existen. Otros actores, como los sindicatos, juegan otro partido, más hacia “la externa de la Policía”: denuncian irregularidades, interpelan a mandos policiales a través de la prensa y muestran muchas de esas cosas que suceden en la cocina, en la interna. Lo muestran hacia el exterior de la sociedad civil, por eso creo que los sindicatos policiales son un actor tan interesante para estudiar y analizar.

¿Cómo ha sido el papel de la academia en estos temas?

En Uruguay hay una tradición de investigaciones institucionalistas sobre la Policía que ha profundizado sobre el rumbo de la construcción política de la Policía, los cambios en el Ministerio de Interior, y lo han hecho de muy buena forma, son referentes. Pero creo que una agenda de investigación que necesitamos en Uruguay –y englobo a las fuerzas de seguridad en su totalidad, incluyendo a las Fuerzas Armadas– son los abordajes más cualitativos y etnográficos, que se metan en el interior de las instituciones para conocer a los sujetos que las componen, sus prácticas, sus discursos, sus representaciones. Creo que si no logramos tener una mirada académica inmersa en el corazón de estas instituciones, siempre vamos a estar lejos de comprender qué sucede en la práctica, nos vamos a quedar siempre en la capa institucional del tema.

Hay una idea en la política de que los jerarcas del MI tienen que ser “el primer policía”. ¿Cuál es el riesgo de ese concepto?

Es un estilo de conducción que dialoga muy bien con el ethos policial, con las culturas policiales, que son culturas muy orales, gestuales y performativas. Que un ministro participe en un operativo transmite una sensación de cercanía que es muy efectiva. Son estilos de conducción más bullrichianos [por Patricia Bullrich] o bolsonarescos, que de algún modo pervierten el lugar que debería tener el mando político. El ministro no tiene por qué participar en un operativo. Puede hacerlo, pero ese no puede ser el pilar de una gestión. Eso de mostrar todo el tiempo a la ciudadanía “miren, estoy acá”, en realidad, no dice absolutamente nada de la estrategia de seguridad de un gobierno. A un ministro del Interior hay que evaluarlo por la calidad y el impacto de sus políticas públicas, por cómo fueron diseñadas, si son serias, si están alineadas con la evidencia empírica, por su grado de transparencia o por la rigurosidad de sus evaluaciones externas. Esas son las cosas importantes, no si el ministro está en el operativo o participó en la ceremonia del caído.

Dicho eso, creo que el poder político también debe entender que la Policía es una institución particular, donde ciertas cosas también importan y pesan. Eso esta administración lo ha hecho muy bien y ha ganado legitimidad dentro de la Policía, mientras que las administraciones del FA no lo hicieron tan hábilmente. Se ha cuestionado mucho que los líderes políticos del FA no iban a los sepelios, y es cierto; a ese nivel no se leyeron bien algunas cosas. Eso explica la alta legitimidad de esta administración y la falta de legitimidad que tuvo la administración [de Eduardo] Bonomi en el último tramo, a pesar de haber mejorado significativamente la institución. Hubo lecturas políticas diferentes, una más eficiente que la otra, sobre los aspectos más simbólicos y performativos de la Policía.

Otra vez, dicho todo eso, creo que si Heber, Larrañaga, Bonomi o Daisy Tourné estuvieron más cerca o más lejos de la Policía, en realidad, a los efectos de la calidad de las políticas públicas, es un factor irrelevante.

¿Qué desafíos enfrenta el FA en materia programática en temas de seguridad?

Es difícil la respuesta. Creo que haberle quitado a la política la conducción de la Policía implica una serie de riesgos enormes, porque asienta una serie de hábitos que van a ser muy difíciles de revertir. Si la apuesta vuelve a ser recuperar el control civil de la Policía, la tarea por delante será muy dura. Creo que es posible, ya se hizo, pero va a ser muy desafiante. Más allá de qué hacer, podemos pensar en cómo construir transformaciones en la Policía. La primera vía tiene que ver con reconocer a los actores institucionales de la Policía: conversar con todos los sindicatos, con las asociaciones, con los grupos de policías que tengan sus demandas. Hay que hablar con todos, reconocer la multiplicidad de la Policía y también encontrar un lenguaje común.

Pongo un ejemplo que puede ser controversial pero vale la pena discutir. Hay un lenguaje sobre derechos humanos que tenemos en la academia que quizá no tenga la eficacia simbólica que vamos a necesitar. Construir un lenguaje común es también pensar en el lugar que ocupa el otro, y el otro son policías que están sobrecargados de trabajo, que no ven a sus hijos y que se sienten desoídos por la Justicia y por sus superiores. Es posible que una lectura superficial de los derechos humanos sea leída por ellos como un obstáculo más para su trabajo. Entonces hay que ser creativos y encontrar mecanismos de comunicación que para los policías sean inteligibles y para que esas ideas permeen efectivamente en la institución, desde las prácticas de formación, desde las charlas y no tanto desde los manuales y los reglamentos estrictos. Hay que trabajar cotidianamente, teniendo en cuenta quiénes reciben el mensaje y cómo lo reciben, y también reconociendo su legitimidad, porque a la hora de gobernar una institución hay que reconocer la distribución de poder preexistente. El FA tuvo un proceso de aprendizajes y un acumulado de experiencias muy valiosas sobre las que construir transformaciones, no sería lógico empezar de cero.