¿Qué pasó en la Policía durante estos últimos dos años y medio? Responder esta pregunta exige, como punto de partida, gambetear una trampa en la que solemos caer: hay que dejar de hablar del delito. Interrogarse sobre la Policía mirando únicamente los datos delictuales es desconocer la complejidad de la criminalidad, los ilegalismos, las conflictividades y las violencias sociales. La evolución de todos estos fenómenos desborda ampliamente la performance policial. Por ende, en esta columna no tendré en cuenta el delito. En cambio, hablaré de los procesos políticos que han sucedido últimamente en nuestra Policía Nacional (PNU).

Ahora sí, disipada la bruma, diré que el singular le queda chico a la Policía. Y es que conviven en este aparente Leviatán uniformizado de azul distintas agendas e intereses en conflicto. Afinar la mirada sobre la Policía nos permite distinguir clivajes integrados por oficiales y suboficiales, tandas de egreso con fuertes lazos de solidaridad internos, corporaciones (sindicatos, asociaciones, círculos de oficiales y suboficiales, de Montevideo y del interior), grupos con afinidades político-partidarias, etcétera, etcétera y etcétera. La Policía es una multiplicidad. Dentro de sus ámbitos (y, desde luego, también en diálogo con universos no policiales) se construyen, dialogan y discuten representaciones morales sobre lo policial. Todas estas versiones de la misma cosa imaginan una policía que debería ser. Algunas se sobreponen a otras. Otras se extinguen. Otras ceden un poco. Otras se exilian... por un tiempo.

Esto último es importante pues nos permite reponer la capacidad de agencia de los policías. Es decir, que la(s) Policía(s) tiene(n) sus propias agendas e intenta(n) impulsarlas. Esquivamos así una segunda trampa: asumir que el carácter “civil” de la Policía Nacional la subordina automáticamente al poder político. Mentira. Cuando se trata de representarse a sí mismos, los policías no cumplen órdenes. Gobierno a gobierno, las y los policías (más bien los en sus cúpulas dirigenciales) admiten públicamente su subordinación a lo civil, pero a la vez procuran incidir sobre la política para imponer sus miradas (legítimas) sobre lo policial.

Ahora sí, con estas trampas fuera del camino, afirmaré que en Uruguay hay desgobierno civil de la Policía. La Policía está gobernada por policías, y no por los políticos encomendados con esa tarea. Es decir, en estos dos años y medio de gobierno el Ministerio del Interior se subordinó a las cúpulas policiales, y con ello entregó el gobierno de la Policía al actual comando de la institución. Ilustraré este proceso a través de tres movimientos acontecidos desde marzo de 2020.

Policialización de la Policía

El primero de estos movimientos es que la dirigencia policial consolidó el mito policial en la política. Es decir, reemplazó la explicación civil sobre qué y cómo debe ser la Policía por una explicación policialista. Ello significó sustituir los dispositivos civiles de gestión política de la institución que habían permeado a la Policía durante administraciones anteriores (formas de evaluación del trabajo policial a partir de criterios gerencialistas, programas basados en evidencia, ascensos por méritos y no por antigüedad, reducción de distancias entre grados jerárquicos, etcétera) por dispositivos de gestión policiales. Se consolidó así un discurso que ganó la disputa hegemónica contra otras formas policiales de representar la institución, y que a su vez colonizó la política a cargo de su conducción. Esta última la vio pasar, encandilada con elegantes uniformes de gala y charreteras bien lustradas. Observemos un terreno privilegiado donde se manifestó esta transformación: la educación policial.

Durante las administraciones del Frente Amplio (FA) la educación policial fue un terreno completamente revolucionado. Los saberes técnicos y civiles lograron convivir junto a saberes policiales, docentes universitarios poblaron las aulas de la Escuela Nacional de Policía, y se facilitó el ascenso entre la escala básica (personal subalterno) a la escala de oficiales (personal superior) mediante la formación, entre otros cambios inéditos. La llegada del actual comando policial concibió esta reforma educativa como una crisis disciplinar. Los valores jerárquicos que regulaban tradicionalmente la vida social dentro de la institución habían sido perturbados, y la civilidad había contaminado demasiado la pureza policial. Era necesario restituir el mando, la disciplina y la subordinación. Fue así que se reformó la currícula educativa restituyendo el peso relativo de saberes policiales versus saberes civiles, se restituyó el mecanismo de internado y se intensificó la distancia jerárquica entre escalafón y escalafón.

No estoy proponiendo aquí una crítica a este discurso moral sobre lo policial. Está sostenido por razones y legitimidades válidas en sus propios términos y que adquieren sentido en sí mismas. Describirlas será materia de otros textos a ser escritos. Lo que me parece muy problemático (y aquí sí soy incisivo) es el alineamiento incuestionado de la política con el discurso policial. Ansiosas por ganarse el respeto de la Policía, las autoridades políticas actuales firmaron un cheque en blanco, entregándole al comando policial la disputa discursiva sobre la Policía, y con ello las bases conceptuales e ideológicas para gobernar la educación policial en particular y la institución en general.

Desprofesionalización policial

Ningún proceso social sucede aislado de los procesos que lo circundan. Digo esto como antesala de una segunda tesis: la policialización policial trajo consigo (seguramente sin proponérselo) la desprofesionalización de la institución. Desprofesionalización entendida como la desintegración de saberes expertos, de aprendizajes técnicos y del dominio de herramientas que hacían posible un trabajo policial especializado y, por ende, una Policía más efectiva. Una vez más, observemos un terreno fértil donde se manifiesta esta transformación: el patrullaje.

Es desafiante resumir en un párrafo la especialización construida en torno al patrullaje policial durante las administraciones del FA, pero lo intentaré. En poquísimos años, cientos de oficiales atravesaron procesos de formación en análisis criminal a cargo de prestigiosas universidades reconocidas internacionalmente en la materia. Esos saberes se consolidaron rápidamente y, en pocos años, la Policía consiguió construir sus propios diagnósticos y mapas delictuales para orientar el patrullaje. Estos saberes y herramientas técnicas recorrieron la institución: desde la mesa del director de Policía, las computadoras de jóvenes oficiales especializados en análisis criminal, hasta la pareja de agentes que caminaban los circuitos de patrullaje del Programa de Alta Dedicación Operativa (PADO). El criterio era compartido: había que patrullar donde se concentraba el delito. De esta manera, la PNU se consagró como una de las agencias policiales más avanzadas de América Latina en cuanto a patrullaje policial en puntos calientes.

No necesitamos un Ministerio del Interior gobernado por oficiales retirados ni políticos disfrazados de policías. Necesitamos audacia en la política, capacidad de imaginar escenarios distintos y voluntad transformadora.

Pero ello interpeló habilidades fundantes de un tipo ideal policial, el del “verdadero policía”. Un policía experimentado, que patrulla a conocimiento territorial, a olfato y criterio. Un policía que conoce al chorro y sus mañas. Un policía que, en términos nativos policiales, es “bicho”. El actual comando policial restituyó estas habilidades, desintegrando la arquitectura institucional sobre la que se sostenía el PADO y reinaugurando el patrullaje aleatorio, a demanda de vecinos atemorizados y estructurado por la discrecionalidad de cada comisario para desplegar su personal. En los últimos años escuché más de una vez a comisarios quejarse por tener que enviar móviles a zonas donde no sucede nada por orden de un superior. Acompañé a policías en sus monótonas caminatas mientras se devanaban los sesos, muertos tanto de frío como de calor, intentando encontrarle sentido a su trabajo en zonas de alto poder adquisitivo y sin criminalidad. También observé cómo un comisario se comprometió con los vecinos de un barrio durante una reunión a intensificar el patrullaje en un parque donde, minutos antes en esa misma reunión, había admitido que no existía ningún tipo de criminalidad. Ejemplos puntuales que ilustran un proceso de mayor alcance y que desarticuló una sofisticada política de patrullaje basada en la evidencia empírica que demandó años construir.

Desde luego, ningún proceso es impoluto. Existen supervivencias de los dispositivos de patrullaje anteriores, pero con una diferencia: actualmente pocos policías logran encontrar fundamentos coherentes para explicar por qué se patrulla del modo en el que se patrulla.

Precarización laboral

Tercer movimiento: durante estos últimos dos años y medio las y los policías experimentaron un deterioro significativo de sus condiciones laborales. Una vez más, no podemos desprender este movimiento de los demás. Policializar la policía implica mitigar y/o sustraer de ella elementos civiles que contribuyen a configurarla. Uno de ellos es su condición de trabajadores, anteponiendo ante ella la condición policial. Pero así se pierde de vista que las y los policías mandan a sus hijos a la misma escuela que nosotros, los civiles. Miran las mismas películas. Son hinchas de los mismos equipos de fútbol. Votan a los mismos partidos políticos. Tienen las mismas aspiraciones y proyectos de vida que el común de la gente. Y también, al igual que nosotros, antes que ser policías, son trabajadores.

A pesar de lo anterior, muchos policías no se piensan a sí mismos como trabajadores, y buscan distinguirse de los demás trabajadores apelando a una singularidad policial. Considero que esta concepción integral al mito policial encierra muchos de los problemas que encontramos en nuestra Policía. Y es que al no considerarse trabajadores, muchos policías (no todos, afortunadamente) toleran vulneraciones de derechos laborales de los que gozamos (o deberíamos gozar) quienes también vendemos nuestra fuerza de trabajo.

La hegemonía discursiva actual sobre la Policía trajo de la mano un deterioro del trabajo policial, expresado en pérdida del salario real, sanciones y castigos arbitrarios, regímenes horarios extenuantes, equipamiento inadecuado, déficit de uniformes, etcétera. Por ejemplo, tenemos policías que viven a dos, tres, cuatro horas de distancia de sus puestos de trabajo pero sufren permanentes rotaciones horarias, alumnos que egresan de escuelas departamentales sin el calzado de los uniformes que deberán vestir al otro día, armas que se entregan al personal sin sus respectivas fundas, entrenamientos con armas suspendidos por no tener munición disponible, chalecos balísticos vencidos en uso, policías que usan chalecos que, contrario a recomendaciones técnicas, no corresponden a su talla corporal, etcétera. Ante estas situaciones, la solución suele ser que el funcionario adquiera con su propio dinero el equipamiento que la institución no le da.

Estos elementos han tenido efectos perversos, deteriorando la calidad del trabajo policial y produciendo personal insatisfecho que, con el paso del tiempo, ha admitido que la consigna del respaldo a la Policía no se agota en lo discursivo.

Políticos con las manos atadas

Durante las administraciones del FA era frecuente escuchar a policías decir que tenían las manos atadas. La expresión no es patrimonio de la Policía uruguaya, sino un lugar común entre las agencias policiales de todo el mundo, y expresa el modo en que muchos policías perciben la posición que ocupan en el sistema penal. Una posición restringida, condicionada por limitaciones normativas y legales que les impiden desarrollar su trabajo como creen que deben hacerlo. Independientemente de nuestra empatía o antipatía con ese punto de vista, nuestras autoridades políticas capitalizaron hábilmente ese sentir policial, y con una serie de performances y declaraciones públicas acompañadas de modificaciones normativas (la ley de urgente consideración a la cabeza), hizo sentir a los policías que contaban con el respaldo suficiente como para desatarse la soga que les ataba las manos.

Pero la política enredó sus propias manos con esa misma soga. En estos años vimos a dos ministros del Interior comprar a bajísimo precio el mito policial. Vimos funcionarios festejar indignamente, una y otra vez, discursos policialistas sobre la Policía. Vimos ejecutar políticas de seguridad alineadas con modelos policiales tradicionales y perimidos. Vimos desandar procesos institucionales novedosos que invitaban a imaginar una policía moderna y reformada. En el camino, las autoridades políticas vieron pasar el desfile aplaudiendo y asintiendo con la mirada perdida.

Pero no necesitamos un Ministerio del Interior gobernado por oficiales retirados. Tampoco necesitamos políticos disfrazados de policías. Necesitamos audacia en la política, capacidad de imaginar escenarios distintos y voluntad transformadora. Lo que de ninguna manera necesitamos son políticos con las manos atadas.

Federico del Castillo es antropólogo.