“Eduardo Bleier, presente. Juan Manuel Brieva, presente. Fernando Miranda, presente. Carlos Arévalo, presente. Julio Correa, presente. Otermín Montes de Oca, presente”, enuncia Rodolfo Porley. Al siguiente, se le quiebra la voz: “Nebio Melo Cuesta, presente”, dice con esfuerzo. A Nebio ya no lo buscan ahí. Su nombre aparece tachado en la lista pero Rodolfo lo olvida por un momento. Luego de una pequeña pausa, alguien se ofrece a ayudarlo pero él continúa. “Elena Quinteros, presente. Julio Escudero, presente”, termina. Apenas a algunos metros de distancia, desperdigados por diferentes esquinas, tres militares lo observan en silencio.

La segunda vez que Rodolfo entró al predio del actual Servicio de Material y Armamento del Ejército fue en setiembre de 2012. Estaba acompañado por la jueza Mariana Mota y cinco personas más que, como él, nunca habían observado el lugar que visitaban. Antes, 36 años atrás, pasó 147 días en el galpón número 4 del establecimiento, utilizado por el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) para torturar a militantes del Partido Comunista y del Partido por la Victoria del Pueblo.

Al lugar, ubicado junto al ex Batallón de Infantería 13, los militares solían llamarlo 300 Carlos. Aunque no existe certeza al respecto, se sabe que el número es una clave que en la jerga militar significa muerte y, por inferencia, se entiende que el nombre se debe al de Karl Marx. Más allá de su denominación, lo que es seguro es que entre 1975 y 1977 alrededor de 500 hombres y mujeres fueron secuestrados y torturados allí.

Ahora, un sábado de junio de 2023, Rodolfo está parado en el centro del galpón, con las piernas y los brazos abiertos, mostrándole a un grupo de visitantes cómo funcionaban los plantones a los que era sometido. Quién sabe cuántas veces ha regresado al espacio en el que pasó casi cinco meses con los ojos vendados, sin escuchar más que los gritos de dolor de sus compañeros. Por lo visto, las suficientes como para hablar con naturalidad de lo que vivió.

El objetivo de los represores era “desarmar la personalidad”, generando una ansiedad “concentrada con dolor”, cuenta. Cuando no los tenían de plantón, los colgaban y sólo les permitían descansar –por decirlo de alguna manera, porque dejarlos recostarse en el piso no tenía mucho que ver con la definición de la palabra descanso– para poder seguir torturándolos más tarde. Al principio les “taponeaban” los ojos con algodón, pero como de esta manera les provocaron infecciones, dejaron de hacerlo. Lo mismo sucedió con el uso de cuerdas para atarlos: tras generar lastimaduras, las descartaron. “No era eso lo que querían”, sino mantenerlos vivos en condiciones inhumanas.

Generalizar en masculino es algo injusto luego de escuchar a Rodolfo decir en reiteradas ocasiones que “las compañeras se llevaron la peor parte”. Señalando al fondo del recinto, que actualmente está dividido por una pared y repleto de máquinas, relata que eran agrupadas ahí y que sufrían todo tipo de abusos sólo “por su condición de mujeres”. Las colgadas del pelo, los “manoseos”, los “desnudos” y las agresiones verbales evidencian que para ellas existía un “método intensivo”.

Junto a Rodolfo se encuentra quien guía las visitas que organiza el Museo Municipal de la Memoria (MUME) una vez al mes, Octavio Nadal, antropólogo, investigador e integrante del Grupo de Investigación en Arqueología Forense entre 2005 y 2015. “Todo era practicado dentro de un esquema técnico” que aprovechaba los “prejuicios” de la sociedad, explica. Según Octavio, ser mujer, negro u homosexual eran elementos que empeoraban la situación de los presos, pues el ensañamiento era mayor.

La escalera

A pocos metros de donde están, hay una escalera que conduce a un entrepiso con cuatro compartimentos. Para quienes la conocieron durante el período dictatorial, subirla significaba que empezaría lo peor. O que volvería a empezar, o que la cosa se intensificaría. Ya dijeron algunos que, en el llamado “Infierno grande” por los prisioneros, el tiempo no existía porque se distorsionaba. Entre los ojos vendados, la luz prendida durante las 24 horas, y la repetición de las prácticas de tortura de forma variada y en diferentes momentos, los principios y los finales eran indiscernibles. Aun así, lo que sucedía una vez que se superaban los 17 escalones que la componen, era siempre más duro que lo anterior.

Rodolfo relata cada hecho desde abajo, mirando hacia arriba, mientras quienes lo oyen se dirigen a la planta alta, guiados por Octavio. Dice que mientras ascendían los golpeaban e insultaban, y una vez arriba los esperaban interrogatorios, picanas o submarinos. En estos últimos, cuatro militares los agarraban de manos y piernas y les decían: “Si vas a cantar, mové la patita”. Además, les colocaban una capucha “especial” que “se te pegaba a la cara cuando querías respirar” y no lo permitía. Otra de las escenas usuales eran los intentos de suicidio. Si bien la altura era escasa, muchos lo intentaban. Tan frecuente era esto, que los represores se preparaban para atraparlos.

La escalera fue una pieza fundamental para la identificación del lugar. Una hora antes de acudir al terreno militar ubicado entre las calles Instrucciones y Casavalle, Octavio les explicó a los concurrentes que desde el Estado “nunca se investigó el 300 Carlos” ni hubo “un reconocimiento oficial”.

En ese sentido, el antropólogo destacó que el que se disponían a conocer “es un sitio construido históricamente a partir de los testimonios” de los expresos que denunciaron lo que vivieron. Cuando fueron con la jueza Mota en 2012, Clarel de los Santos, Martha Valentini, Beatriz Weissmann, Mario Moreni, Albert Moreira, Federico Álvarez, Dari Mendiondo y Rodolfo creyeron que el galpón era el primero que se ve al entrar. El predio cuenta con varios similares y ellos nunca habían llegado hasta él con la vista habilitada. Sin embargo, una vez que entraron al 4 supieron que allí era donde habían estado: la escalera, recordada por todos, lo confirmaba.

“Es una prueba de la impunidad”, repite Rodolfo más de una vez. Que no hayan modificado el establecimiento, salvo por la pared construida en el medio, demuestra que los represores se consideran a salvo. De hecho, hasta hace unos años en la bovedilla del techo todavía estaban presentes los ganchos donde se implementaban las colgadas.

Presente

Tras recorrer las habitaciones que ahora lucen como simples oficinas, los visitantes regresan a la planta baja, rodean a Rodolfo y se disponen a seguir escuchándolo. Él saca un papel de su maletín y anuncia que leerá los nombres de cada uno de los desaparecidos que estuvieron allí. “Detenidos, no”, porque las detenciones son procedimientos legales y lo que sucedió a partir del golpe de Estado “nada tuvo de legal”, aclara antes. Así comienza un coro de nombres y presentes.

Después de abandonar el módulo 4, Octavio lleva a las personas a contemplar el terreno lindero, en el que fueron hallados los restos de Fernando Miranda en 2005 y los de Eduardo Bleier en 2019. “Nosotros somos los dueños de estos cuerpos, no los familiares, no ustedes”, había dicho Octavio en el MUME, imaginando el razonamiento de los represores, quienes “al retener los cuerpos, retienen el poder”, sin importar si se trata de dictadura o democracia. Por eso, “hay un antes y un después de cuando aparecen los restos humanos”, relató el investigador, pues la prueba material tiene “la virtud de lo incuestionable”.

Apretón

Una vez terminada la visita, los invitados volvieron al MUME para realizar una actividad de cierre y poner en común lo que habían experimentado. Entre papelógrafos, pinturas y lanas de colores, dialogan sobre sentimientos y palabras que los atravesaron. Afuera, Rodolfo descansa y toma un café. En diálogo con la diaria, consultado sobre particularidades de lo que dijo en el encuentro, comparte un detalle que no había mencionado.

“El régimen prohibía toda manifestación, hasta la sonrisa. No querían que hubiera comunicación entre los prisioneros, y toda expresión de simpatía y solidaridad con alguien era reprimida brutalmente”, narra, y confiesa: aun así, “encontramos una forma de expresar un saludo y un cariño”. No era mucho, unos segundos nada más. Bastaba con que, luego de días, les permitieran ir al baño. Como solían llevarlos de a varios –seis, siete u ocho–, los obligaban a hacer un “trencito”, con la mano derecha apoyada sobre el hombro del de adelante. Durante esos segundos de contacto, se daban un apretón. “Ese mínimo gesto era emocionante: un compañero en la misma te estaba dando su apoyo”, concluye Rodolfo, conmovido.