En mayor o menor medida, a todos los uruguayos los impactó el golpe de Estado del 27 de junio de 1973 y, entre quienes lo vivieron, son muy pocos los que no recuerdan nada de esos días. La memoria es individual y es colectiva, por eso al cumplirse 50 años de ese día, convocamos a parte de los suscriptores de la diaria a contar sus recuerdos, sus historias de esos días de junio y julio en que el Uruguay se hundía en una larga dictadura de más de 11 años.

Entre los testimonios hay historias de presos políticos que vivieron el golpe desde la cárcel, de quienes tenían preso a algún familiar, de las ocupaciones durante la huelga general, de la marcha del 9 de julio “a las cinco de la tarde”, de arrestos y violencia militar, pero también de marchas militares sonando en la radio, de lo gris de los días, de las nuevas normas para escolares y liceales, de empezar a salir siempre con la cédula de identidad, de carreras laborales truncas y de exilios. Lo que sigue es un resumen de algunas de ellas.

La larga noche

En la noche del 26 de junio, Edgardo fue uno de los cientos de militantes, en su mayoría jóvenes, que se manifestaban en los alrededores del Palacio Legislativo en contra del desafuero del senador Enrique Erro que se estaba votando dentro. Recuerda que “milicos a caballo de la Republicana intentaban dispersarlos a galope rápido y fustazo limpio” y a las “chanchitas de la Metro” de las que bajaban “decenas que en bloque intentaban detener a alguno”.

Entre disparos de perdigones o balas, y también granadas de gas, vio esta escena: “En la esquina de Madrid casi Magallanes había un mini ‘cante’. Cuatro o cinco ranchitos de lata y otros materiales”. Las granadas comenzaron a “surcar el cielo hacia todos lados”, y una dio en uno de los ranchos. “Una pegó en la cortina empujándola hacia el interior y cayó al piso. Un niño de 3 o 4 años apareció gritando en la puerta. Tras él lo siguió una mujer gritando aterrorizada. Tenía un bebe en brazos con la cabeza junto a su seno derecho. Lo había estado amamantando. Su seno izquierdo, al aire, mostraba un gran moretón. La granada le había impactado pero amortiguada por la cortina. Retomé la corrida. Se iniciaba la larga noche del 27 de junio”.

“Recuerdo estar mirando la tele y que de noche se cortara la programación con los comunicados de las fuerzas conjuntas, la música y las fotos”, contó Yanella, que tenía entonces ocho años.

Elena, que tenía diez años, dice que no recuerda con exactitud ese día, pero sí el contexto. El golpe de Estado la encontró con sus dos padres presos desde hacía un año y en medio de disputas familiares por su tenencia y la de su hermano. Su hermano, que había tenido que dejar de ir al baby fútbol por el pedido de una delegada de los padres del club “porque los comprometía”.

Miguel había empezado primer año de lo que entonces se llamaba preparatorio de abogacía, el inicio del bachillerato. “Recuerdo que mi madre me despierta con la noticia, era un día muy frío y gris”, cuenta, y comenta que a lo primero que atinó fue a leer la Constitución “para ver si había una salida prevista, muy inocente de mi parte”. Las reuniones clandestinas de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC) comenzaron a ser en las facultades de Medicina y Química, que todavía no habían sido intervenidas. “A partir de ese día fue de mucha movilización y agitación”.

Álvaro tenía 18 años y recuerda las razias y allanamientos, “donde entraban en todas las casas a revisar cuanta cosa había”. En la suya, una biblioteca enorme alojaba en el centro las Obras completas de León Tolstoi y Fiodor Dostoyevski. “Entraron tres soldados a revisar todo. Cuando uno de ellos vio los libros me preguntó ‘de qué origen son esos autores’. Yo le contesté que rusos. De inmediato me agarró del brazo y me dijo ‘me va a tener que acompañar’. En ese momento entró un oficial que le preguntó qué pasaba. Le relató lo sucedido y el oficial le dijo ‘vaya, vaya, no sea bestia. Son clásicos y anteriores a la revolución rusa’. Tuve suerte”.

Resistencias del interior

Luis tenía 15 años y vivía en Salto. Cuenta que “no entendía mucho”, pero desde que se dio el golpe de Estado “me di cuenta que había que hacer algo para contrarrestarlo”. A los pocos días se unió a la juventud del Partido Nacional y con algunos compañeros tuvieron la idea de imprimir panfletos contra la dictadura en Concordia, Argentina. “Fueron dos compañeros los que fueron a recoger los panfletos y cuando regresaban los detuvieron en la aduana de Salto. Fue bastante impactante ya que tuvieron uno, tres años y el otro cuatro años presos por transportar panfletos contra la dictadura. Esa fue mi primera experiencia de militancia”, relató.

Alejandro tenía siete años cuando el golpe de Estado, y no recuerda ese día, pero sí lo que vino después. Él vivía en Sarandí del Yi, en Durazno, y “podría decir que la dictadura fue más leve, o por lo menos a mí corta edad no sentí muchos cambios”. Pero ese 27 de junio, su padre, que era subjefe de Policía en Durazno, había renunciado a su cargo. “Mi padre paso a tener la letra C, a lo que se agregó que perdió su sueldo como subjefe. Con su oficio de zapatero pudo salir adelante”, cuenta, y recuerda, además, años más tarde, “las reuniones clandestinas de mi padre con sus amigos a escuchar los casetes de Wilson”.

Carla tenía 15 años y vivía en Paysandú. Sus recuerdos pasan por la resistencia de esa sociedad con fuerte presencia fabril y sindical, y la huelga general. “A pocos días de iniciada la huelga, se organizó una marcha por la calle principal de la ciudad sin autorización de la policía, lo que fue respondido con gases lacrimógenos y una represión sin precedentes. La dispersión de los manifestantes llegó hasta la Basílica frente a la plaza principal y el párroco impidió la entrada de los militares que perseguían a los ciudadanos movilizados”.

Saturnino tiene 89 años y en 1973 era secretario de la Junta Departamental de Flores y conocido militante frenteamplista. Al otro día del golpe de Estado las Fuerzas Conjuntas entraron al local de la junta y lo llevaron a Jefatura, “donde me obligaron a entregar las llaves y me prohibieron entrar al local”. Fue destituido como docente, y luego le llegaría, por la edición de un boletín clandestino, la cárcel y el número 1525 en el Penal de Libertad.

La manifestación “a las cinco en punto” y los refugiados del escritorio

El 9 de julio de 1973, por la avenida 18 de Julio, fue la movilización “a las cinco en punto”: miles de personas se manifestaron caminando pacíficamente por la principal avenida montevideana respondiendo a la convocatoria de sindicatos, organizaciones políticas, y al llamado que Ruben Castillo hizo, en clave, desde Radio Sarandí, leyendo el poema “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía” de Federico García Lorca. La movilización, brutalmente reprimida, fue recordada por muchísimos suscriptores.

Silvia fue con su madre. “Cuando llegamos a 18 de Julio no podíamos creer la cantidad enorme de gente que caminaba por las veredas, a las cinco en punto se golpearon algunas palmas y todos nos largamos a la calle, con mi madre pudimos caminar dos cuadras. Cuando llegamos a la Plaza del Entrevero, frente al viejo cine Rex, empezaron a aparecer vehículos policiales y militares, los camellos, los roperos. Por avenida del Libertador subían tanquetas del ejército. En un minuto aquello se transformó en una batalla campal. Se tiraron gases lacrimógenos contra los manifestantes, la represión fue terrible”.

Contó que en ese momento la gente no paró de correr y ellas lograron refugiarse en el consultorio de su dentista. “Se sentían gritos, tiros, frenadas, los gases lacrimógenos hacían a la gente llorar, vomitar. Esperamos como una hora y pudimos salir del edificio. No recuerdo como volvimos al Cerro, pero fue en ómnibus. Había personas que perdieron los zapatos en la disparada. Fue la primera vez que sentí miedo, terror y me di cuenta que aquel Uruguay en el que había crecido se había terminado”.

Osvaldo dejó un relato casi cinematográfico sobre cómo pudo refugiar a gente que corría de la policía en su estudio de abogados. “Y llegaron las cinco. La muchedumbre se volcó a 18 y llenó la calle. Marchaban, codo con codo, cantando sus ideales y exaltados gritaban la verdad del pueblo que es la única verdad. Manifestaban enfrentando pacíficamente a la dictadura. Más que un río, un mar. Pudieron, duró. Pero… llegó la represión organizada, los grupos policiales de choque y hasta tanques militares, que cargaron contra todos”.

Contó como de repente escuchó la ruptura de la puerta de vidrio del edificio de su estudio y “un mundo de gente despavorida” subió a buscar refugio. Salió al pasillo del primer piso y sin dudarlo hizo entrar corriendo en su escritorio a aquellos perseguidos. El estudio se llenó al tiempo en que ya no subía nadie más; mientras se sentían otros ruidos y otras voces, distintos, de la planta baja. En el escritorio, silencio absoluto, respiración contenida.

Al otro día supo que habían gaseado el interior del edificio y sacado de arrastro, de los pelos, descompuestos y a golpes, a los que habían quedado encerrados en los pisos altos. El portero contó que los militares preguntaron por los apartamentos, y él les dijo que no vivía nadie en ese, que era un estudio profesional. “No se imaginaron, por suerte, que estaba lleno de gente refugiada. Se fueron… Ya habían pasado horas interminables. Siempre todos en el suelo, a oscuras, en silencio, pensando quién sabe en qué”.

El abogado volvió a su casa, su mujer y sus hijos chicos. Y por mucho tiempo temió que llegara a saberse lo que había pasado aquella tarde en su estudio… La lealtad de aquellos que estuvieron, probó, por si fuera necesario, la solidaridad natural de la izquierda. Era reconfortante. Pero nunca supo quiénes fueron los refugiados de su escritorio”.