En mayor o menor medida, a todos los uruguayos los impactó el golpe de Estado del 27 de junio de 1973 y, entre quienes lo vivieron, son muy pocos los que no recuerdan nada de esos días. La memoria es individual y es colectiva, por eso al cumplirse 50 años de ese día, convocamos a parte de los suscriptores de la diaria a contar sus recuerdos, sus historias de esos días de junio y julio en que el Uruguay se hundía en una larga dictadura.

Entre los testimonios hay historias de presos políticos que vivieron el golpe desde la cárcel, de quienes tenían preso a algún familiar, de las ocupaciones durante la huelga general, de la marcha del 9 de julio “a las cinco de la tarde”, de arrestos y violencia militar, pero también de marchas militares sonando en la radio, de lo gris de los días, de las nuevas normas para escolares y liceales, de empezar a salir siempre con la cédula de identidad, de carreras laborales truncas y de exilios. Lo que sigue es un resumen de algunas de ellas.

Otro Uruguay

“Algo muy extraño está pasando y no sabemos qué es. Por las dudas, dame tu cédula, que al llegar al Chuy la presentamos nosotros”. La frase se la dijo a Raquel uno de los choferes del ómnibus de Onda que regresaba a Uruguay desde Porto Alegre, el 27 de junio de 1973. Por la ventanilla, Raquel vio una fila de vehículos militares brasileños en marcha hacia el sur. “La Onda empezó a traspasar al convoy, primero un jeep, enseguida una tanqueta y pegado un camión con soldados; luego otro jeep, otra tanqueta, otro camión con más soldados; un jeep más, una tanqueta más, un camión más con más soldados, y así, en esa formación, por kilómetros y kilómetros, siempre rumbo al Uruguay”.

Al llegar al Chuy nadie bajó en la aduana, como se hace habitualmente, y los dejaron seguir rápidamente. El ejército extranjero seguía en territorio uruguayo y los pasajeros de ese ómnibus sólo pudieron bajar al llegar a San Carlos. “Nunca salió una sola noticia acerca de la invasión territorial”, comentó Raquel.

Desde Buenos Aires, donde se había instalado con su esposo hacía poco, Lilián escuchaba el 26 de junio radios de Montevideo, pero sólo sonaban músicas militares, el 27 de junio sobre las 6.00 recuerda que las marchas cesaron y se comunicó el golpe. “Desperté a mi esposo y aunque él lo presentía, quedó con cara sombría, preocupada, previendo un oscuro porvenir. Y sí, ese comunicado anunció para nosotros mucho más de lo previsible”, escribió Lilián.

Ana cree que el día del golpe fue “un punto” en el marco de un ambiente “muy enrarecido, muy represivo en general”. Con 12 años, estudiaba en el liceo Bauzá, recuerda que su padre no volvió a su casa porque se quedó ocupando la Facultad de Medicina y que muchos de sus profesores fueron destituidos.

Célica era una niña en el 73, y aunque no tiene recuerdos nítidos, lleva grabados “sonidos de marcha militar, miedo, una cuestión sombría de silencio y tristeza que empañaba mi casa. Una tía se iba del país, un ‘salvoconducto’, escuché. Después supe qué era. Y con otro pariente ‘no se podía hablar’. En la escuela los cuadernos eran de tapa gris, muy feos, y con la foto de Artigas o Varela y una frase. Toda mi impresión de aquel tiempo es sensorial, borrosa. Inefable”.

Hay quien, como Hugo, tenía agendado su casamiento para el 27 de junio, en Montevideo. “Día soleado muy frío, calles vacías, mis padres, los padres de mi novia, una tía y un amigo. No recuerdo alegría en ese momento”, nos contó.

Escuela, liceo, universidad

Ángel tiene hoy 49 años, nació en agosto del 73 y recuerda que su mamá le decía que nació “en el peor momento que ella recordara”. No vivió el golpe, pero un recuerdo de su niñez lo marcó, un día que con la escuela asistió a un desfile militar por la calle Carlos María de Pena. “El ruido de las botas, de los fusiles, la seriedad de aquellos rostros con cascos nos deslumbraba”. Al volver a la clase, la maestra, seria, y ante las preguntas de los niños, con “miedo por su trabajo y por su vida, nos contestó con mucha altura que lo que habíamos visto era algo muy triste y feo. Lo que representaba en ese momento el desfile era infundir temor”.

El primer año del liceo, en plena dictadura, marcó a Mónica. Iba al Dámaso: “Pollera bajo la rodilla, requisa a la entrada, mis compañeros con pelo corto que no tocara la camisa, los/as profesores/as en modo ‘milico’, la adscripta que nos contenía. Mi adolescencia y mi juventud con miedo. ‘¡No te olvides de la cédula!’, gritaba mi vieja cada vez que salía aunque fuese al almacén de la esquina. El miedo recorría las calles cada vez que salíamos”.

Mónica detalló como en 1976, los estudiantes del Dámaso salieron a festejar por la avenida 18 de Julio que su equipo de básquetbol había ganado un campeonato nacional y fueron perseguidos por la policía, que pensaba que estaban protestando por el fallecimiento de Mao Tsé Tung. “Así transcurrió nuestra adolescencia y juventud entre el 73 y el 84 (y más también), con miedo, escuchando como ‘desaparecían’ vecinas/os. Preguntando sin respuestas porque mis viejos no querían que me metiera en nada”.

“Ocupé Facultad de Derecho en plena huelga general. Era un independiente ‘descolgado’ de la participación orgánica, pero simpatizante del viejo Fer68 y del Movimiento 26 de Marzo. Cuando la embestida final de la represión me fui por un salón del fondo, y jamás volví a la facultad, salvo algunos actos académicos en el paraninfo”, cuenta José, que años más tarde sería empleado bancario y dirigente sindical.

María del Pilar era estudiante de Medicina, y vivió el ambiente represivo durante todo ese año. El 27 de junio “decidí ir a la facultad igual, para conversar con los amigos, abrazarnos, intercambiar ideas, y al salir a la calle, junto con el frío de junio, sentí una gran extrañeza, una opresión en el pecho nueva, desconocida. Perdí nitidez en la visión porque los ojos se me habían empañado... Las calles estaban desiertas y el ómnibus casi vacío. Todo era silencio”.

El golpe desde la cárcel

A otros les tocó enterarse del golpe de Estado como presos políticos. Es el caso de Cristina, que tenía 21 años en aquel entonces y hacía un año que había sido detenida, tres días después de haber dado a luz a su hijo. Había estado en Durazno, en Colonia, y el 27 de junio fue trasladada al Hospital Militar.

“Allí escuchábamos los relatos de la gente que era detenida y torturada, de todo lo que estaba pasando. La huelga general, la convocatoria a lo que luego llamarían la asonada. Allí seríamos testigo de tanto horror aplicado sobre un cuerpo social, sólo por resistir o por soñar un mundo mejor. Debo destacar que teníamos prohibido hablar entre nosotros (mujeres y hombres, en una misma sala) pero siempre supimos vencer las barreras encontrando las muchas maneras de comunicarnos, y luego trasladar las noticias a los diferentes cuarteles y lugares de detención en los que estábamos presos”.

María Esther estaba presa desde mayo del 72, y estaba con su segundo hijo de cinco meses que había nacido en prisión. “Mi madre vino de visita. Le brillaban sus ojos pícaros mientras me contaba que estaban haciendo acopio de alimentos para aguantar la huelga general. No pudo decir más porque la guardia estaba cerca”. Esther y su hijo seguirían presos hasta setiembre del 73.

Sylvia también llevaba más de un año presa en el Cuartel de Infantería de Treinta y Tres. “En los cuarteles, cada vez que pasaba algo afuera, nos incomunicaban”. Según contó, después del golpe si se daban visitas siempre eran con un guardia al lado y recuerda la sensación de estar “en una situación de vulnerabilidad extrema” dentro del cuartel.

Ana María no estaba presa, pero su esposo sí, en el Penal de Libertad, por lo que ella se quedó sola con sus tres hijos, con la ayuda de su familia en la medida que podía. Trabajaba en UTE “y el miedo de que me despidieran era inmenso”. Iba de todas formas a las visitas al penal, a las manifestaciones “y a hacer la huelga general. Fueron días oscuros y de mucho cuidado de los compañeros”. “La inseguridad por los niños era desesperante”.

Ruben estaba en la escuela en 1973 y recuerda cómo era la etapa escolar conviviendo con familiares presos o en el exilio; según recuerda en el barrio se los tachaba de comunistas y pasó por la etapa escolar y liceal sin poder hablar del tema y sin poder hacer mucho al respecto, salvo algún que otro acto de rebeldía: “Cuando se conmemoró el día de los caídos en la lucha contra la sedición, ya estando en el liceo, había que hacer un minuto de silencio, justo en la clase de Educación Moral y Cívica. Yo no me paré como se esperaba. Las consecuencias de ese día son inenarrables, pero valieron la pena”.

El padre de Alicia estaba preso y además de las visitas, ella usaba las cartas como forma de comunicarse con él. Las cartas podían ser de hasta una carilla y eran varios hermanos, por lo que le correspondían tres renglones. “Como cada letra que escribíamos era leída por los guardias, no podía contar que los militares me producían terror, que los tanques estaban en la calle, que sabía lo que pasaba y que temía lo que le pudieran hacer en el cuartel”. El día del golpe de Estado, esos tres renglones no fueron necesarios y bastaron tres palabras: “Papá, tengo miedo”.

La huelga general

Muchos de nuestros suscriptores contaron recuerdos de la huelga general que comenzó el mismo 27 de junio, una medida prevista por la entonces CNT para cuando se confirmara el golpe de Estado. Carlos tenía 29 años y trabajaba en la casa central del Banco de Cobranzas, en Ciudad Vieja. “Había instrucciones de AEBU de ocupar el banco cuando sucediera el golpe de Estado”, cuenta. A la madrugada siguiente se fue desde el banco caminando a su casa, “mirando para todos lados. En verdad tenía un susto bárbaro. No había prácticamente nadie en la calle. Desde ahí en adelante, comenzamos una huelga general”, recuerda.

Las medidas para Tabaré también fueron inmediatas. Lo primero fueron las cuestiones organizativas, avisar a todos los trabajadores y vendedores en todo el país, y comunicar a los jefes que la empresa pasaba a estar bajo control sindical.

“Después la ocupación con sus problemas logísticos, económicos y familiares. Hecho éste último que a menudo no se considera relevante. ¡Y sí que lo fue!”, recuerda. También contó sobre las dificultades para cumplir con lo previsto por y que la lista de compañeros detenidos crecía día a día.

Contó que fueron “dos semanas de expectativas”, de conversar con los trabajadores e incluso de mantener diálogo con “el ala ‘progresista’ de las Fuerzas Armadas, en general de la Armada Nacional”. Durante esos días aumentaban las detenciones, los desplazamientos eran riesgosos, y muchos trabajadores pasaban a la clandestinidad. “Sufrimos varias desocupaciones sin mayores consecuencias en función de la represión existente y se volvía a ocupar. Generalmente la segunda y posteriores eran más violentas”.

Los días pasaban y llegó el desgaste, tras dos semanas, en julio, volvió a ahumar la chimenea de Ancap y a circular las primeras unidades de transporte. “El primer día posterior a la huelga fue tenso. Reencontrarse con compañeros que no habían cumplido cabalmente con lo que esperábamos de ellos e incluso con quienes habían logrado abstraerse de esa lucha fermental y despareja obteniendo en cambio alguna changa u ocupación paralela rentada”.

La situación ya no sería la misma que antes del golpe. “Las condiciones de trabajo sufrieron cambios en cantidad y calidad. El trato fue notoriamente diferente y algunos jefes mostraron su verdadera cara represiva sumada a la política empresarial.

Cuando comenzó la huelga, Gregorio fue, como tenía indicado a nivel estudiantil, al zonal más cercano a su casa, y fue al sindicato de textiles, allí trabajo en propaganda y visitaba varias fábricas, como la lanera Ildu, en la que supo que 800 mujeres fueron golpeadas para que trabajaran pero mantuvieron la huelga.

Del 27 de junio del 73 Lucía recuerda salir a la calle con una amiga hacia la Universidad, para aplicar la medida sindical. “Se hizo la noche cerrada, lo que recuerdo con claridad es el frío y el miedo que nos recorría”. Estudiaba la Escuela de Servicio Social, y muchos no podían quedarse en la noche, “en mi caso por mi condición de ‘señora casada’ pude hacer el turno nocturno. Mis recuerdos son destellos: la calle oscura, los vehículos policiales que pasaban a toda velocidad”.

Donaldo también recuerda los 15 días de huelga general en Ancap, “visitando compañeros de otros gremios y hablando con los nuestros, tratando de mantener el espíritu de lucha que en ese momento no era nada fácil”. Asegura que se apegó a los militantes mayores y que esos días se vivieron con inconsciencia de las consecuencias que podían acarrear”.