“Eso nunca ocurrirá. ¿Quién puede movilizar un bosque ni mandar al árbol que arranque su raíz del seno de la tierra?”. Macbeth

Apenas un poco de historia

La redacción de este texto me sorprendió leyendo dos textos; uno clásico de Claude Lévi-Strauss sobre el tiempo recuperado por los mitos, para dar cuenta de acontecimientos pasados (El pensamiento salvaje) y otro reciente, de Gabriel Gatti (Desaparecidos, 2022), sobre los efectos de las catástrofes (que algunas series televisivas actuales recrean) y la posibilidad de “hacer ciencias sociales en mundos destrozados”. Los acontecimientos horrendos, secuestro, muerte y desaparición de militantes políticos durante el terrorismo de Estado en Uruguay parecen sugerir, sin embargo, la dificultad de comunicarlos y conectarlos coherentemente en el contexto actual de América Latina con otras desapariciones, migrantes y muertos de diversa “categoría”.

Esos dos textos, separados por más de cinco décadas de publicados, representan, a mi modo de ver, dos miradas sobre el pasado, dos modos de cartografiarlo que permiten comprender por qué hay acontecimientos que cuando “acontecen” desordenan el escenario en el que ocurren, pero a la vez arrojan luz sobre espacios en sombra. Ese “desorden” que produce el acontecimiento provoca necesariamente otro ordenamiento del escenario histórico; es como el “desmantelamiento” del palacio, arrastrado por un río y que luego la corriente reordena de modo diferente a como lo hubiera querido el arquitecto, al decir de Lévi-Strauss (1962). De esa manera, el curso de la historia estaría siempre amenazado por esos acontecimientos que imposibilitan enunciar un término general que la recubra, que valga para todas las épocas, pues cada nuevo orden resultante remueve, trae voces, prácticas y proyectos semienterrados que pueden ser visibilizados a partir de nuevas prácticas, con otros nombres, con nuevas palabras. Lévi-Strauss dirá que el mito está como si dijéramos “pegado” a la experiencia; es la acción, no es un relato. Si en el relato hay distancia, el relato de los sobrevivientes no puede adquirir fácilmente el estatus de relato, pues lo verificable fue obliterado por una operación política de gran escala: el sistema político negó por adelantado todo lo que los sobrevivientes podían decir. O bien la ley de caducidad se pensó como un dispositivo de anticipación, no legislaba sobre hechos ocurridos, se adelantaba a acomodar cualquier desorden futuro, diríamos cualquier “desmantelamiento del palacio”… Los mitos parecían seguir teniendo eficacia simbólica, por seguir citando a Lévi-Strauss.

Un galpón en busca de historia

El llamado 300 Carlos no es un galpón solamente, es un espacio represivo que se empezó a divisar a partir del relato de los sobrevivientes que denunciaron su existencia, su funcionamiento como centro de torturas dentro de un galpón (el número 4, hoy lo sabemos) en el centro del predio del Servicio de Material y Armamento (SMA) del Ejército, sobre Avenida de las Instrucciones. Ubicado a unos 20 minutos del centro de Montevideo, habría estado activo como lugar de detención clandestina y tortura de opositores políticos a la dictadura entre fines 1975 y una fecha imprecisa de 1977. Durante más de tres décadas el lugar permaneció borrado de la trama de la ciudad, a la sombra del ocultamiento del Estado, desconocido para los vecinos y transeúntes: sus muros e instalaciones eran como cualquier otra construcción. La ley de caducidad de 1986 –con su desprecio por todo intento de conocer y juzgar lo que ocurrió en el pasado reciente– reforzó esa indiferencia sobre su ubicación y, junto con los perpetradores de violaciones a los derechos humanos, pareció entrar en una estela de desmemoria y confusión; del 300 Carlos casi no se hablaba.

Recién entrado el siglo XXI, la Comisión para la Paz dio un remedo de respuesta a las demandas históricas de las organizaciones de derechos humanos sobre el paradero de los detenidos desaparecidos. Inadmisibles, las conclusiones de la comisión abrieron, sin embargo, un panorama diferente: el Estado podía y debía decir algo acerca de su responsabilidad por sus acciones contra ciudadanos durante la dictadura. El destino de las personas desaparecidas comienza a pensarse como el más oculto e inaceptable crimen: se trataba de acciones sistemáticas y estratégicas, concebidas por fuerzas de seguridad del Estado como parte de prácticas represivas desplegadas con una violencia, intensidad y alcance nunca vistos hasta ese momento.

Estas prácticas políticas hacían del sufrimiento algo colectivo, no sólo individual, no algo exclusivamente privado. A ese centro clandestino de detención (CCD) se llevó a las personas para torturarlas de un modo conjunto, se utilizó el sufrimiento como un medio de comunicación; eso es tecnología. La punición y sus efectos aterradores tenían, en su secreto, la misión de traspasar los muros, que ese dolor fuera dicho puertas afuera del CCD, que el castigo continuara en los relatos de las víctimas hacia el resto de la comunidad. El terror no es un espectáculo, no es algo para ver y luego irnos a casa; en la utopía dictatorial, fue una tecnología para abatir, para transformar a los ciudadanos en subhumanos: ante cualquier situación dentro o fuera del CCD, la respuesta es el terror. En este escenario, lo anómalo, lo patológico, lo desviado es la obsesión. Por esa razón, tal vez, es que a quienes llegaban al CCD se les trocaba su nombre por un cartón con un número que se les colgaba del cuello, como señalan muchos de los sobrevivientes. No obstante, no olvidaron sus nombres; los perpetradores, en cambio, no querían saber sus nombres, detrás de los números no había subjetividad ninguna, se pretendía que eran cosas.

La era del testigo

Suele decirse que en el período ulterior al Holocausto los “testigos” de lo que había ocurrido en los campos nazis fueron construyendo la memoria de los acontecimientos traumáticos que permitieron transmitir por su voz la realidad del lugar. Cuando todo era ocultamiento, cuando el mismo secreto se aprovechaba de la imposibilidad de comprender la barbarie de los acontecimientos que se buscaba relatar, el horror de los campos nazis, la figura del testigo, del sobreviviente, se impuso trabajosamente como la clave para enlazar con ese pasado de crímenes sin escala para comparar. Es lo que se dio en llamar “la era del testigo”. Precisamente fueron los sobrevivientes del 300 Carlos, más de 30 años después, quienes, como testigos, comenzaron a perfilar en la trama urbana actual la silueta del galpón 4 del SMA. Es un sitio encubierto a la luz del día, una construcción al borde de un sistema de caminos interno, con forma de “pera” o de gota, en el centro de un predio militar, de aproximadamente 50 hectáreas, que había servido como un “campo de concentración” durante la dictadura.

El pasado como ruina

El 300 Carlos es el espacio donde fueron recluidos (en hacinamiento por momentos) hombres y mujeres, opositores a la dictadura, dentro de lo que se conoció como Operación Morgan, nombre clave de una acción represiva contra el Partido Comunista (PCU) entre 1975 y 1976, dirigida a apropiarse de los fondos que financiaban su estructura clandestina.

A través de diversas denuncias de sobrevivientes, el lugar fue admitido por la Justicia como espacio de reclusión clandestina desde que en 2007 la jueza Mariana Mota ingresara al local, cumpliendo diligencias de reconocimiento in situ. En esa oportunidad quedó establecido, más allá de dudas razonables, que ese galpón 4 era el lugar en el que habían sido mantenidos secuestrados en el período señalado. Las instalaciones interiores, los recintos, el entrepiso ubicado en un extremo, la escalera que permitía su acceso desde la planta principal, así como el estado de los pisos y muros, se mantenían como entonces, según declararon los mismos sobrevivientes.

Años después, a partir de 2016, por iniciativa del Museo de la Memoria y a través de una serie de seminarios convocados por el mismo museo y por organizaciones como Memoria Abierta (República Argentina), se lanza la creación de un archivo oral dirigido inicialmente a recoger la experiencia de los sobrevivientes en ese CCD. Es desde esas voces que empieza a erigirse un galpón desconocido, con piel nueva sobre los muros viejos, una superficie hecha con la memoria de los hechos sufridos por las víctimas que recubre ese espacio con nuevos significados y nuevos interrogantes.

El galpón tiene un aspecto macizo. La fachada, dos gruesas arcadas cuadradas separadas entre sí algunos metros, encuadran portones de acceso. Por encima y todo a lo largo de la pared, ventanales cortos y bajos dan aspecto pesado al conjunto, que se cierra con un techo de seis bovedillas. La “fábrica”, como le llamaban por aquellos días quienes fueron torturados allí, presenta esa característica robusta y sólida en su arquitectura. El interior es desolado: un espacio amplísimo ocupado por viejas máquinas en desorden, techos altos, luminarias antiguas que penden de los rieles que separan las bovedillas. En un extremo, un entrepiso que tiene abajo baños y cocina cierra la planta baja con un taller, al parecer en desuso. Una escalera de 17 escalones (18, dicen otros) contados por los detenidos en sucesivas subidas, a veces a rastras, da acceso al piso superior, donde se los interrogaba mediante “submarino” y otros métodos crueles e inhumanos por oficiales del OCOA (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas). Los pequeños recintos, casi cubículos en algunos casos, están ocupados por anaqueles desvencijados, llenos de piezas de repuestos y otros cachivaches sin ningún uso, abandonados.

Durante la visita que se hace al sitio, el relato de los sobrevivientes que recorren el lugar indicando dónde fueron torturados, cómo pudieron observar de refilón bajo la venda detalles del ambiente, la presencia de otros compañeros… se hace audible para el grupo de gente que vino a escuchar la experiencia de lo que fue la vida en un “campo de concentración”. También aguzan el oído los soldados de guardia.

Si bien la construcción está en pie, las instalaciones y espacios que son referencia de los relatos constituyen las ruinas, pues son los restos de hechos y acontecimientos que guardan algún tipo de prueba. Además, son un espacio público conmemorativo: no olvidemos que es un Sitio de Memoria, en el que la figura de la víctima –y su testimonio– tiene un ascendente clave para legitimar el lugar como espacio represivo. Pero no son ruinas monumentales en el sentido clásico, para producir efectos y rendir papel de agente político, sino que son elementos de prueba, “evidencia” material, animada por la narración de los sobrevivientes. Así, los objetos son puestos en un orden simbólico que hace sentido y los arranca del decaimiento y la ruina en que sobrevinieron por descuido del Estado.

Paisajes contaminados

Es curioso porque enterramos para olvidar pero, excepto los muertos, volvemos una y otra vez sobre ese lugar, a veces con los tesoros hacemos lo mismo. Pero, cuidado, pues el paisaje puede tener una memoria corta.

Hay un paisaje en el que está ubicado el 300 Carlos. Más allá del camino en forma de pera, otros galpones similares en torno a esa forma sugieren un orden y actividades pautadas, una cancha de fútbol, amplias áreas arboladas, pasto recortado, prolijo. Hacia el norte, rumbo a la zona del arroyo Miguelete, a escasos 500 metros, los equipos forenses hallaron los restos óseos de Fernando Miranda y Eduardo Bleier. El terrorismo de Estado también crea sus “realidades mágicas”, sus absurdos, indispensables para producir terror: cuerpos enterrados en un paisaje sereno junto a un arroyo poblado de sauces, dentro de un terreno custodiado por militares armados; eso es un “paisaje contaminado”, los que han sido manipulados para engañar (Pollack). Aparentemente inofensivo, lo familiar, lo natural –atribuciones culturales que dan valores simples e ingenuos al paisaje–, sin embargo, son aprovechados para ocultar, para encubrir la muerte bajo su superficie. La tachadura en el paisaje es el intento de borrar las huellas plantando sauces, acomodando el paisaje en una operación de mimesis (engaño). Con todo, persiste una duda que deriva de cierta desproporción entre la cantidad de árboles plantados y el número de hallazgos, sólo dos. El volumen y la calidad de la cubierta de sauces cubre una superficie que afecta varias hectáreas. El bosque de sauces, que fingió quietismo durante décadas, cubriendo los crímenes, finalmente se movió desde sus raíces por el trabajo de los equipos forenses y mostró los restos humanos que permitieron la actuación de la Justicia sobre los criminales. Los “jardineros”, al decir de Gatti (2022), que maquillaron la imagen de la tierra para que sirviera de máscara, de desmemoria, no pudieron confundir todo el tiempo, estaban inscribiendo una historia falsa en el terreno. Sin embargo, ese engaño fue desbaratado estudiando también imágenes, las grises tonalidades de las fotografías aéreas que captan detalles del paisaje como en un rostro, cicatrices, diferencias con el modelo, el terreno del predio.

Podría parecer el paisaje familiar rural… no hay nada notable que descubrir, sin marca, sin marcas. Sólo paisaje. Como los oficiales y personal militar que realizaban con metódica dedicación su tarea de torturar... personas comunes. Dentro del galpón 4 también hay un paisaje de objetos que confunde, que desvía la mirada y entorpece la imaginación: nada parece indicar que allí se torturaba, maltrataba y asesinaba. Como en el monte de sauces cercano, las máquinas empotradas en el piso de cemento parecen estar allí desde siempre. No obstante, sabemos que el silencio y la desnudez de ese espacio son recodificaciones: los sobrevivientes re-conocen, a través de una arqueología de la mirada, en los remotos lugares de su memoria el “tacho”, el “potro”, la “colgada”, el “plantón”. Diversos modos de tortura a los que se destinaba espacios concretos que hoy son utilizados con fines que nada retienen de su uso represivo en el pasado.

El 300 Carlos está siendo recuperado desde múltiples miradas que lo traen hacia el presente. Es un proceso de desvelamiento que comenzó con las denuncias; luego, la investigación forense que mostró los restos humanos en el campo de maniobras y movió el bosque, arrancó los árboles que ocultaban los restos y abrió paso con los testimonios hasta que en 2007 se dio a conocer su ubicación geográfica.

La relación entre los enterramientos y el galpón 4 cobra unidad aunque estén ubicados en unidades militares diferentes, no solamente por la proximidad geográfica, sino porque comprendemos cómo circulaban los cuerpos dentro del complejo militar. Nos afecta saber que hay cuerpos enterrados, esparcidos por el territorio, sin ningún cuidado, que derivan de un poder desaparecedor. El significado de las exhumaciones realiza un giro simbólico, pues los hallazgos arrancan de las manos de los militares el poder que les daba retener los enterramientos. No olvidemos que en tanto permanecen bajo tierra, siguen bajo la lógica del enfrentamiento, siguen cumpliendo una función atada al conflicto del pasado, la lógica militar amigo-enemigo. En la medida en que el presente arrastre consigo ese escenario, por ejemplo negándolo, arrastra también sus valores de desprecio por la vida humana, sigue reactualizando la lógica del conflicto y la hipótesis de la existencia de un enemigo (interno). El galpón 4, como parte de ese sistema, tiene el estigma de haber formado parte precisa de un plan de destrucción, está unido a esa lógica que las exhumaciones ayudan a desmontar.

La topografía de la violencia está hecha sobre todo de lugares desconocidos, de la ubicación que no conocemos de los enterramientos clandestinos, de los lugares de tortura que aún no se conocen. En esos espacios sin lugar, el terrorismo de Estado sigue jugando su papel.

Las historias posibles y el negacionismo

Los militares le temen al pasado no tanto por lo que pasó, sino por lo porvenir, por lo que puede aparecer (re-aparecer). El espectro es huella, es traza que se interpreta, no es mudo, algo quiere transmitir y eso es presente puro. No es la historia en sí lo que preocupa a los militares, es la reactivación a través de la arqueología de escenarios del pasado que estaban acomodados dentro de relatos, en que no se reconocía la responsabilidad de las Fuerzas Armadas en violaciones graves a los derechos humanos en el pasado reciente. El negacionismo es el paso siguiente en ese reagruparse de las fuerzas de la impunidad. Este no proviene de un desconocimiento, no es alguien a quien le faltan datos y por eso niega lo ocurrido; es más bien una mirada sobre los hechos, no es cerrar los ojos ante lo que ocurrió. Esa perspectiva arroja sobre el 300 Carlos y otros CCD una sombra de incertidumbre desde el propio Estado que, sin negar expresamente lo ocurrido, se resiste a entregar esos espacios, declarados “Sitios de Memoria” (Ley 19.641, de 2018). Es decir, no parece admitir la existencia de otra historia posible, la que emana de los testimonios de los sobrevivientes, que cuestiona el relato de la transición, hecho de espaldas a las víctimas y los sobrevivientes. No sabemos todavía si en los archivos de las Fuerzas Armadas yace información sobre este CCD, si habría datos sobre las personas secuestradas allí, muchas de ellas desaparecidas al día de hoy.

El 300 Carlos –como topos del terrorismo de Estado– fue exhumado, no del olvido, sino de la desmemoria, de un largo y sinuoso camino de pistas falsas y ocultamiento que no nos traen de regreso al lugar sino más bien nos ponen frente a (con las licencias del caso) un desaparecido. Es lo invisible que se ha hecho visible. Por último, recordar que el olvido de la desaparición es parte de la desaparición.

A modo de reflexión final, vuelvo sobre los textos citados al comienzo. De diversa procedencia, separados además en el tiempo, plantean, sin embargo, inquietudes afines sobre la posibilidad de comprender los efectos del “acontecimiento”. En un caso, la desaparición como acontecimiento del lenguaje y el abandono, la exclusión, no tanto el proyecto, el plan como el sino de la historia, sino la ausencia de él. Lévi-Strauss queriendo oponer términos lógicos que, no obstante, nunca podrán predecir cómo se reacomodará el palacio luego de la inundación. En ambas reflexiones creo percibir cierta melancolía por el contacto directo con la realidad que procede, no obstante, de la voz de un testimonio (Gatti, 2022). Por su parte, la era del testigo, a la que podríamos agregar los vestigios y las huellas, es la que permitió avanzar en el conocimiento de “lo que ocurrió” en el pasado reciente (y tal vez más). Seguramente por otras razones, Lévi-Strauss (1958) cuando expresó su agradecimiento a los indígenas amazónicos por haberle enseñado su pobre saber dijo sentirse su discípulo y su testigo. Sesenta años después, sigue siendo la voz de los testigos la vía indispensable para comunicar, para construir dialógicamente la realidad.

Referencias
Gatti, G (2022). Desaparecidos. Cartografías del abandono. Madrid: Turner Noema.
Lévi-Strauss, C (1958). Anthropologie structurale. París: Plon.
Lévi-Strauss, C (1962). La pensée sauvage. París: Plon.
Pollack, M (2014). Paesaggi contaminati. Keller Editore. Epub di LDB.

Octavio Nadal es antropólogo del Museo de la Memoria.