El puente Severino era “el más grande, el más orondo / él era el rey del camino”, según los versos que escribió Magelo Canto, en el vértice de las décadas del 80 y el 90, desde La Paloma, Rocha, poco tiempo después de una visita a Isla Mala; un breve retorno a su pueblo. Entendió poco el orgullo vecinal que respiró, durante esa estadía, con respecto al lago que se había ido formando a partir de la represa. Dice Adrián Arias –que musicalizó y grabó esos versos con su grupo Autóctono– que Magelo más que por el agua embalsada quedó impactado por el paisaje sumergido, ahora invisible: los montes nativos, tupidos, donde solía ir a perderse, a acampar, a pescar; a zambullirse y nadar por el Santa Lucía Chico, como era la costumbre de todos los vecinos del pueblo desde que tenían memoria. Eso era ese lugar para la gente de la zona.

Pero para los vecinos que quedaron, el lago estaba asociado a la prosperidad y al empleo, algo de lo que siempre habían escuchado hablar en pasado, como recuerdo lejano o ajeno, cuando los mayores contaban historias propias o de familiares de la primera mitad del siglo XX, o incluso internándose en las memorias del XIX. Eran épocas en las que el granito alimentaba la obra pública, incluyendo el Palacio Legislativo; el grafito era sacado por una compañía inglesa, en cajones y más cajones sellados desde un pozo minero de 100 metros de profundidad; y la cal abastecía a la industria de la construcción nacional, en una dinámica que multiplicaba las posibilidades laborales más allá de la producción de los diferentes sectores del agro que la zona ha ido albergando. Isla Mala fue siempre una pequeña población, pero en las primeras décadas del siglo XX pareció no tener demasiados motivos para envidiarle oportunidades a la capital departamental; hasta llegó a tener dos clubes sociales funcionando en simultáneo. Para la segunda mitad del siglo, la realidad fue otra. A mediados de los años 70 terminó de cerrar el último de sus cines.

La represa fue inaugurada en 1987, después de cuatro años de obra. “En el furor fuerte hubo unas 1.800 personas trabajando; de Florida eran más de 500. Hubo de todo Uruguay y también de otros países. Hubo técnicos brasileños de Queiroz Galvão, que era la empresa que estaba en el consorcio Sagal junto a Saceem”, cuenta Abel Abelenda, un exoperario que integra un grupo de pares que reclaman por haberes impagos. Las gestiones no han cesado. Este año, por ejemplo, mantuvieron una reunión con el ministro Pablo Mieres y otra con el senador Guido Manini Ríos. También durante el actual período de gobierno le entregaron una carta al presidente Luis Lacalle Pou, en una de sus visitas a Florida por los actos de aniversario de la Declaratoria de la Independencia. “A toda la gente del exterior, cuando terminó la obra, le pagaron despido”, pero los trabajadores uruguayos no corrieron la misma suerte, señala. Son más de 500 personas las que están plegadas al reclamo, dice Abelenda, quien cree que “el tema, más acá o más allá, va a tener que salir”.

“La construcción de la represa fue una época de gran prosperidad para el pueblo. Mucha gente se hizo casa, mejoró lo que tenía; había mucha plata en la vuelta. Los boliches no cerraban. Fue un boom. Para nosotros era una maravilla todo aquello”, recuerda Arias. La canción “Los puentes” evoca cada uno de los puentes sobre arroyos y cañadas, ahora sumergidos, que comunicaban a la comunidad rural y que mantenían a Mendoza Chico cerca de Isla Mala. La presa y su lago, después, las alejaron.

Cuando de la nueva prosperidad empezó a quedar, otra vez, sólo la memoria, la canción “Los puentes” –que tanto podía sonar en las radios de Florida como en La Red del Lago, que en los años 90 tuvo sus parlantes en las calles del pueblo– se fue confirmando como himno emocional. “Los mataron, los mataron / Ninguno sobrevivió / Pobrecitos de mis puentes / pero nadie los lloró”, dice –casi que grita– el estribillo.

Ya en este siglo, Nilda Folgar, oriunda de la zona, “empezaba a pucherear y nos pedía que apagáramos la radio”, cuenta su nieto, el empresario gastronómico floridense Santiago Cuello. “Le entraba mucha nostalgia, mucho dolor, porque [con los puentes] se le había ido una parte de su historia. Era súper angustiante”, agrega.

En 2023 la canción “Los puentes” se escucha a diario en Los sonidos de mi tierra, el programa que Javier Rodríguez conduce desde 1994 en FM Libertador, de Florida. “Yo jamás he dejado de pasarla, pero ahora, al verse los puentes, cobró fuerza de nuevo”, explica Rodríguez, quien a menudo hace al aire una analogía de “Los puentes” con “Adiós mi barrio”, de Soliño y Collazo.

Oro en la pulpería

“Se mataban de la risa porque nos decían que estábamos como los que andaban atrás del tesoro de las Masilotti”, dice, conteniendo su propia carcajada, Dolores Romero. Tiene 83 años y la memoria viva de su infancia, de cuando acompañaba a su tía Ángela Estefanía del Carmen Romero Turunday –“una rubia alta, muy linda”, según apunta– a darles un día sí y otro también, con martillos, a las paredes de piedra de la vieja pulpería de su ascendencia. Ángela le aseguraba que allí había, escondidas, “onzas de oro y todas esas cosas”. Pero nunca encontraron nada, ni ellas ni otros, o al menos nunca escuchó que nadie admitiera hallazgo alguno. De la pulpería de los Turunday hoy quedan sólo algunos restos de las paredes, de más de 70 centímetros de ancho, atrapadas por el monte nativo que creció a las orillas del lago de Paso Severino, a pocos metros del puente que, después de más de tres décadas, reaparece. Las historias de la pulpería se remontan fundamentalmente a la segunda mitad del siglo XIX, pero hay indicios de que siguió existiendo en el siglo XX; en la narración oral de la familia Romero, de hecho, hay historias asociadas al paso de Martín Aquino por ese lugar.

Restos de la pulpería de Turunday.

Restos de la pulpería de Turunday.

Foto: Alessandro Maradei

Productor, baqueano turístico y aficionado a la investigación histórica del sur del departamento de Florida, Washington del Valle cree que no sería de extrañar que una pulpería pueda haber estado allí mismo incluso previo a los Turunday. Con detector de metales y el paso de los años ha encontrado, en esas inmediaciones, monedas que emergen como vestigio del tránsito regional de hace dos siglos y medio. “La más antigua es un Potosí, posiblemente de mediados del siglo XVIII. Encontré también una portuguesa, de 1775, y un patacón de cuatro centésimos”, cuenta; además, varias monedas del siglo XIX. Incluso podría ser también del siglo XVIII un muro de piedra que se extendía por varios kilómetros y del cual algunos tramos, enterrados, pueden hallarse todavía. Del Valle cuenta que algunos vecinos le han narrado, con base en historias familiares, que un siglo atrás el propio Estado llegó a cambiarles muro por alambrado a algunos productores, para utilizar las piedras en obras públicas.

Antigua comunidad rural

Severino fue paso del camino que comunicaba, ya en el siglo XVIII, la entonces joven Montevideo con la población de Pintado, al sur de la Cuchilla Grande Inferior, cuando fue asentada una frontera viva para desplazar charrúas y minuanes y ganar territorio en medio de la tensión entre España y Portugal. Actas del Cabildo –“[...] se experimenta haber varios indios y pardos y algunos casados que se hallan dispersos por varias partes de esta jurisdicción sin tener sitio fijo donde establecerse, y halla conveniente este ilustre cabildo el señalarles un terreno donde puedan situarse”–, así como la investigación Raíces de la población de Florida. 1750-1835 (colección Florida Nuestra, grupo Identidad, 2004), del profesor Alberto Cruz, confirman que por entonces los europeos eran “muy pocos”; los migrantes llegados en barcos conformaban apenas una pequeña porción de la primitiva población de la campaña. Más de la mitad la componían “naturales de Paraguay” –en gran medida guaraníes, en su mayoría con apellidos hispanos después del proceso de desculturización que no pudo, entre otras cosas, suprimirles ni el mate ni el gurí–, provincianos y brasileños –en ambos casos con alta carga nativa, mestiza, afro–, además de africanos e “indios mansos”, tal como describen las crónicas al vecino Antonio Díaz, que fue quien en 1779 donó el predio para la primera capilla de Pintado.

Buena parte del centro-sur y del sur del territorio que hoy ocupa Florida “se transformó en una isla de pequeñas propiedades, surgidas de repartos a colonos, rodeada de inmensos latifundios”, señala Eduardo Lorier en el libro Historia de Florida (Banda Oriental, 1989).

Piedra y camino

“Toda la zona del lago y la represa de Paso Severino está ubicada en una formación geológica denominada, justamente, Paso Severino”, explica el geólogo (y bandoneonista) Néstor Vaz, islamalense.

El vaciamiento del lago desnuda vestigios de la actividad extractiva. En algunos casos son de gran porte, como los hornos de piedra caliza. Construcciones semejantes a castillos, de unos cinco metros de altura, en su mayoría de ladrillo, han vuelto a ser accesibles sin necesidad de navegar. Son un puñado, de la segunda mitad del siglo XIX, aunque uno –del cual, con el lago en su cota normal, se puede ver apenas su parte superior, como un penacho con la flora que le ha nacido dentro– está hecho de piedras. Hoy, en la superficie, se puede observar los impactos del cincel que le fueron dando forma a cada una de las piedras. Las paredes internas son dobles, con una capa de barro en el medio. Washington del Valle supone que el hecho de que sea de piedra, y no de ladrillo, podría indicar que se trata de un horno de mediados del siglo XIX. Según la narración que el historiador local Antonio Bruschi hizo en 1971, en el marco del aniversario de la sociedad nativista Gauchos Orientales, “era enorme la cantidad de cal que a diario salía para distintos puntos del país en carretas toldadas, pues a carretas descubiertas los caleros no entregaban material”.

Esa zona llegó a pertenecer, a mediados del siglo XVIII, a la estancia jesuita Nuestra Señora de los Desamparados, que abarcó cerca de la mitad del territorio hoy floridense. Era conocida como estancia La Calera; su casco está ubicado a unos 20 kilómetros de Paso Severino.

Gustavo Romero, padre del periodista José Ignacio Romero –además de sobrino de Dolores–, recogió de su abuelo las historias de la extracción de grafito. “Me contaba que el personal tenía que bajar semidesnudo, en short”, así como que parte del salario “lo pagaban con bonos para gastar ahí”, en la pulpería, ubicada a aproximadamente un kilómetro.

Walter Bentancor, conocido en la zona como Bartolo, es de los que han llegado a ver, en la actualidad, el pozo de la mina de grafito que quedó abandonada luego de que se retiró la compañía inglesa. Tanto Bartolo como Gustavo Romero coinciden en rescatar de la narración oral algo a lo que también se refirió el historiador isleño Antonio Bruschi en 1971: no sólo salía grafito, sino también oro. “En cierta ocasión, la compañía que hizo los túneles para la mina sacó un cajón blindado que fue llevado a la estación, escoltado por policías que lo fueron custodiando hasta Montevideo”, señaló Bruschi.

Néstor Vaz también escuchó esa historia. “Geológicamente es posible”, explicó, aunque supone que, en caso de haber sido, debe de haber sido poco. Lo mismo indicó Bruschi en 1971, basado en la narración que le había hecho un antiguo vecino.

Antiguo horno de la calera.

Antiguo horno de la calera.

Foto: Alessandro Maradei

La otra extracción fue la de granito, azul y negro, para adoquines, cordones y postes. Se extrajo siempre –preferiblemente cumpliendo la tradición de no romper lo que tenía vestigios de arte indígena–, pero fundamentalmente desde fines de la primera década del siglo XX, con destino al Palacio Legislativo. Bruschi describió el “maravilloso espectáculo” de “ocho o diez yuntas de bueyes”, guiadas por trabajadores que llamaban por su nombre a cada uno de los animales para que estos cincharan la zorra cargada por una piedra de más de 20.000 kilos. “En las canteras los trechos rectos eran cortos”, y por eso no eran más de diez, porque en realidad para tirar la zorra “se necesitaban más de 25 yuntas”, que eran en definitiva las que los llevaban hasta la estación de trenes.

Las antiguas canteras pasaron a ser, a partir de la construcción de la represa, un lugar de esparcimiento, hasta un atractivo turístico, porque hasta ahí llegó el agua. Desde hace meses, sin embargo, el lago empezó a quedarles cada vez más lejos; ya no se ve.

En uno de los capítulos de Los Alpes de Isla Mala (Fondos MEC, 2016), el maestro Edgardo Moreira detalla una extensa lista de apellidos asociados a oficios de las diferentes actividades extractivas –porque no sólo eran picapedreros, caleros y mineros, sino también fabricantes de bombas, carreros, herreros...–. Italianos, vascos y otros europeos fueron llegando, a partir de la gran ola migrante de la segunda mitad del siglo XIX, muchos de ellos con experticia previa; se radicaron para eso, sumándole nuevas capas poblacionales al pueblo. Son apellidos que perduran hasta hoy en la zona y que, de ser escuchados fuera de esa comunidad, indefectiblemente se asocian a esta. Lo mismo con los viticultores y bodegueros –hoy sólo queda una vitícola, cuando esa fue una de las actividades que identificaron al lugar–, y con los tamberos que fueron arribando durante las diferentes etapas de desarrollo de la lechería, desde mucho antes de la existencia de Conaprole, cuando remitían a las montevideanas Colet y Kasdorf, dos plantas procesadoras que hoy suenan a chocolatada y manteca, respectivamente. Con la refrigeración de la época y garantías mínimas de que no se iba a echar a perder la leche, era necesario remitir rápido. Lo hacían en tarros metálicos que viajaban en ferrocarril, en vagones abiertos, para que les diera el aire. La cuenca lechera tenía que estar, necesariamente, cerca de la capital.

Paso a la coparticipación

Este año Washington del Valle salió a buscar algún metal que pudiera dar cuenta de la batalla de Paso Severino, librada en campos de la zona en setiembre de 1870. Pero no encontró nada más que sedimento. Fue una de las primeras acciones de la Revolución de las Lanzas, que terminó en 1872 al rubricarse la paz –de ahí el nombre de la ciudad canaria, fundada ese año– y que gestó la coparticipación entre colorados y blancos. Pese al gobierno nacional colorado, algunos departamentos podían estar ahora bajo el mando de jefes políticos blancos.

El líder de la Revolución de las Lanzas fue Timoteo Aparicio, considerado por algunos historiadores el caudillo blanco más relevante en la segunda mitad del siglo XIX, aunque, pardo y analfabeto, se perdió en la memoria su figura; un olvidado. “Timoteo, el otro Aparicio. No sé cuál de los dos fue más importante”, dijo Ana Ribeiro, en Florida, en agosto de 2020.

Entre los motivos de la revolución de Aparicio Saravia en 1897, uno de los argumentados fue el no cumplimiento de la paz de abril de 1872. Francisco Saravia no sólo le había puesto Aparicio a uno de sus hijos; a otro lo llamó Timoteo.

Romero Pérez Antón entiende que, “en un sentido politológico, la coparticipación surgida” tras la Revolución de las Lanzas “fue el acto constituyente más trascendente de la historia política del país”; un acto que modificó la Constitución, pero verbalmente.

Paso Severino.

Paso Severino.

Foto: Alessandro Maradei

En la década del 80, el maestro, divulgador científico, veterinario e historiador local Wilson Monti Grané, oriundo de 25 de Mayo, narró en CW33 lo que le había contado su abuela acerca de la batalla de 1870 en Paso Severino, más precisamente lo que pasaba en los galpones de la estancia Bella Vista, convertidos circunstancialmente en hospitales para atender a los heridos de la batalla. “No dieron abasto en enterrar muertos y en trasladar en carros y carretas a los heridos a los galpones de la estancia, acomodándolos sobre cueros y curándolos con la única medicina que tenían: agua de apio cimarrón que preparaban en grandes ollas en forma permanente en las cocinas de la estancia”, contó Monti, añadiendo que “no sólo había que cuidarlos, según decía la abuela, sino también separarlos, porque los que mejoraban volvían a pelear dentro del galpón. Apenas se sentían mejor, empezaban con el ‘viva tal’ o ‘viva cual,’ y se agredían”. Aquella batalla, resaltó el batllista Monti –que en los 60 integró el Concejo Departamental–, “fue una victoria de Aparicio”.

Stranger things

Magelo Canto no vivió para poder enfrentarse a la reaparición del viejo puente de Paso Severino. De todos modos, la bajante del lago no necesariamente está devolviendo el paisaje que un día se tragó. Es el mismo, sí, pero muy otro: oscuro, barroso y desierto; una perversa dimensión alternativa de aquel. “Es muy difícil describir esto”, dice Washington del Valle, que de joven supo transitar esa zona rural y conoce el lago en toda su extensión por navegarlo en bote o en kayak, o por bordearlo a pie. Hoy lo transita entre sedimento que se cuartea como en hexágonos. “Es triste ver reaparecer el puente, pero no encontrar lo que existía en su entorno, ni siquiera el cauce del río, que está totalmente cubierto de barro; es todo sedimento”, explica. “Los árboles, desgarbados, parecen fantasmas”, añade, en referencia a lo poco o nada que queda del monte ribereño y que hoy vuelve a ser superficie.

Con el puente otra vez a la vista, en redes sociales empiezan a brotar fotos desencajonadas. No es extraño que entre los recuerdos familiares de los isleños haya imágenes reveladas de alguna instancia en el río, o directamente en la cabecera del puente. “Era lo que la sociedad islamalense tenía más cerca para ir a pescar o para ir a estar los domingos”, dice el bandoneonista Néstor Vaz, oriundo de 25 de Mayo. Tiene “muchas fotos, de la familia; algunas encima del puente”, pero por sobre todo tiene nítido recuerdo de su padre paleando entre los arenales que se complica imaginar entre tanto sedimento. Sacaba arena para construir su casa. Néstor, que era un niño, allí vio, por vez primera, un carpincho.

El ambiente natural que el cuerpo absorbe en la rutina desde la infancia, incluso inconscientemente, para muchos termina siendo una necesidad perpetua; una condicionante en la calidad de vida. Desde Viena, el neurocirujano y artista visual Heber Ferraz Leite cuenta que le resultó imprescindible tener, además de su apartamento en la ciudad, una casa en el campo. Él, que agradece haber crecido entre pastos, barro y agua, contesta el mensaje, precisamente, desde el establecimiento rural, a menos de 30 kilómetros de Viena. “Aquí me encuentras, haciendo trabajo de campo”, dice.