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Victoria Evia.

Foto: Alessandro Maradei

“Venenos, curas y matayuyos”: los conocimientos de las comunidades locales sobre los plaguicidas

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Investigación antropológica encontró que trabajadores asalariados en cultivos sojeros tienen preocupación sobre los daños que podrían provocar estos productos tanto a la salud individual como a la colectiva.

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Leído por Mathías Buela.
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“Una sombra y otra sombra hacen tormenta, / y el vendaval no tiene riendas. / Patrón, no hay quien lo detenga, / ahí va su peón”, cantaba Alfredo Zitarrosa a mediados del siglo pasado. La situación de los trabajadores y trabajadoras rurales ha cambiado –en un sentido positivo, pero también negativo– desde que esas estrofas fueron escritas. Con la llegada del nuevo siglo, incluso podría determinarse que desde fines de la década de 1990, Uruguay modificó las características de sus prácticas agrícolas: comenzó un proceso en el que la producción de soja se incrementó, también los volúmenes de agroquímicos utilizados en nuestras tierras.

Los trabajadores y la población rural dispersa son quienes se encuentran en la primera línea de vulnerabilidad a la exposición de estos productos. Existe evidencia sobre los efectos que pueden tener en la salud humana y ecosistémica, aunque aún hace falta muchísima investigación cuando se trata de exposiciones crónicas, a largo plazo.

Victoria Evia es docente en el Departamento de Antropología Social de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y también en la Unidad Académica de la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la República (Udelar). Interesada en el tema, se planteó un par de preguntas: “¿Los potenciales daños generados por la exposición a plaguicidas son considerados padecimientos amenazantes para los trabajadores que aplican estas sustancias?” y “¿qué papel tienen los saberes populares y expertos sobre plaguicidas en los criterios de causalidad, riesgo, vulnerabilidad y prevención de los trabajadores agrícolas?”.

Durante más de dos años se encargó de investigar los saberes de los trabajadores de la producción sojera sobre la exposición a plaguicidas y sus potenciales daños en la zona de Dolores, en el departamento de Soriano. Sobre la elección del lugar, cuenta a la diaria: “¿Dónde está el área con mayor intensificación agrícola? Soriano, el corazón agrícola del país”. Pero había otra razón: “Vi los datos de intoxicaciones del CIAT [Centro de Información y Asesoramiento Toxicológico], de un estudio reciente, y todo indicaba que ese era el lugar”, afirma.

Luego de tener definida la zona de estudio, se puso en contacto con una familia de la localidad y alquiló una habitación, que sería su hogar por más de seis meses mientras realizaba su trabajo de campo.

“Fue difícil ganarse la confianza en un tema que es delicado. Es una ciudad que depende de la dinámica productiva. Todo está atrás de los ciclos agrícolas, la zafra. De hecho, yo llegué en setiembre, quería hablar con la gente y estaban sembrando, trillando. Me acuerdo de estar a 50 grados a la sombra en enero en los campos de soja cuando estaban fumigando. Recién entonces me empezaron a dar bola, porque deben haber pensado: ‘ta, esta chica nos va a seguir molestando’”, recordó con una sonrisa. De a poco fue construyendo un vínculo de confianza, relatando a la comunidad hacia dónde iba su trabajo, qué es lo que esperaba, con cuidado de no perjudicarlos, porque “hay muchos temores”. Explica que este diálogo tiene que ver con el trabajo antropológico etnográfico.

Evia bajó a tierra la información recolectada en su artículo “Venenos, curas y matayuyos: Trabajadores agrícolas y saberes sobre plaguicidas en Uruguay”, publicado en la Revista de Ciencias Sociales de la Udelar. Habló con 27 trabajadores de fumigación, tanto aérea como terrestre, de edades en un rango que abarcaba desde 20 hasta 68 años. Pero esta es sólo una parte de su trabajo: además, estuvo en contacto con referentes sociales y políticos locales, ingenieros agrónomos, médicos, vecinas de la localidad, maestras rurales, entre otros, que tienen su propio espacio en el trabajo, que se enmarca en su tesis de doctorado.

Para Evia, hay “todo un tema” en cómo, en la legislación nacional, están ordenadas las distancias de las aplicaciones de productos en relación a la “población rural dispersa”, específicamente quienes viven cerca de los campos de cultivo. “Centros poblados y escuelas rurales tienen una distancia prevista para aplicaciones aéreas y terrestres, pero la población rural dispersa no. La gente tiene los alambrados de los campos pegados al lado de sus casas”, sostiene.

Ver más allá del glifosato

En el artículo, Evia se centró en cómo los trabajadores conceptualizan a los agroquímicos y qué productos son percibidos como más o menos peligrosos. Antes de pasar a los resultados, la antropóloga propone repensar un punto: “El debate público se ha centrado muchísimo en torno al glifosato, es como el malo de la película. En realidad, en todo el ciclo productivo se usan un montón de productos. No quiero desestimar ni minimizar la discusión sobre el glifosato, pero también se usan otros que son muy peligrosos. Esto lo fui viendo con ellos, me fueron enseñando, me fueron educando”.

El glifosato es un herbicida que “ha desatado una fuerte controversia en torno a los potenciales efectos de la exposición a él no sólo en países del Cono Sur, sino también en la Unión Europea y Estados Unidos”, recuerda en su trabajo. Afirma que existen otros productos que no son tan conocidos, pero que tienen una categoría de toxicidad más peligrosa y están asociados a diferentes problemas de salud según la Organización Mundial de la Salud (OMS). “Por ejemplo, el herbicida 2-4-d (ácido 2,4 diclorofenoxiacético) está clasificado como categoría toxicológica II y pertenece al grupo químico de los compuestos clorofenoxi, presentes en el ‘agente naranja’ utilizado en la guerra de Vietnam como defoliante”, apunta.

Entiende que el foco de la discusión debería estar en “todo el paquete productivo” y “hacia dónde va este modelo de producción”. Citó como ejemplo la aprobación de nuevos eventos de soja transgénica en los últimos años. “Se van creando nuevas resistencias de malezas, es como que todo el modelo está anclado; todos estos productos finalmente son utilizados por personas que están trabajando muchos días del año con ellos”, agregó. La mirada humana-social del proceso productivo resulta fundamental para lograr entenderlo en su cabalidad.

La realidad es más compleja

Partamos de las nociones básicas que quizás a algunas personas les pueden resultar ajenas. En el artículo se explica que existen dos roles fundamentales durante las fumigaciones: “el que ejercen quienes realizan la fumigación y operan la maquinaria” y “el de los que asisten dicho trabajo”. En el caso de quienes trabajan con maquinaria terrestre, están quienes operan las máquinas fumigadoras, conocidos como “mosquiteros”, y quienes “realizan tareas de apoyo”, que se conocen como “aguateros”. En las aplicaciones aéreas se distingue entre el trabajo de los pilotos y el de quienes realizan tareas similares a las del “aguatero”. Estos últimos “tienen como principal tarea la preparación y mezcla de los plaguicidas que serán aplicados, ayudar a cargar el “mosquito” con la mezcla, procurar el agua necesaria para su preparación y realizar el triple lavado de los recipientes vacíos desechados”.

A partir de la observación y el análisis del proceso de trabajo, Evia determinó que las formas y la intensidad de exposición varía según “el tipo de tarea realizada, el prestigio asociado a ella, el tipo de empresa para la que trabaja y la forma de pago del salario”. Afirma que los que se encuentran en “la base de la pirámide” de la vulnerabilidad son los aguateros. “Si bien la normativa existente respecto de la seguridad laboral, social y ambiental incide formalmente en cómo se realizan las aplicaciones, en los contextos de exposición y en las garantías con las que cuenta el trabajador en caso de siniestros laborales, su existencia no es garantía de aplicación si esta no se controla de forma adecuada”, señala.

La antropóloga explica que los trabajadores jóvenes activos les dan mayor importancia a los efectos agudos, mientras que “otro montón se van minimizando”. Irritación, dolores de cabeza y problemas cutáneas son sólo algunos ejemplos.

Por otro lado, los trabajadores mayores, incluso algunos retirados, “reconocían en el presente efectos que atribuían a exposiciones más prolongadas. Pensaban en retrospectiva y decían: ‘Mirá, esto que me pasa tuvo que ver con todo esto que me pasó antes, que desestimé porque era parte del proceso de trabajo”, plantea. “Hay como una ilusión de que si uno utiliza bien los equipos de protección personal y todas las medidas de seguridad minimiza los riesgos. Pero después, en el proceso de trabajo en sí, las cosas son distintas. No es que la gente sea dejada o descuidada, porque ese también es un poco el discurso de los actores empresariales, que pueden decir que les dan todo ‘y ellos no lo usan’. Después el proceso de trabajo tiene sus complejidades, además hay estímulos y presiones de pagos por productividad. Para eso hay que apurarse”.

A esto se suma que muchas veces los trabajadores no tienen acceso a instrumentos de protección para aplicar los plaguicidas. Por ejemplo, la Inspección Nacional de Trabajo recibió –entre marzo de 2017 y setiembre del año pasado– 35 denuncias por esta situación, distribuidas en 16 departamentos. Marcelo Amaya, dirigente de la Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines (Unatra), señaló en su momento que el problema “es mucho más grave de lo que estamos pudiendo demostrar”.

Volvamos al artículo. La investigadora también encontró que los trabajadores valoraban los cursos de seguridad laboral y capacitación, incluso los que brinda el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca para obtener el carné de aplicadores. “Proponían que estaba bueno hacerlos, principalmente los jóvenes antes de entrar. Los veteranos sentían que muchas veces habían hecho prácticas que los perjudicaban a ellos u a otras personas por no saber, por inexperiencia. Eso es importante, porque te habla de una preocupación”, apunta. También consideraban que era necesario que las capacitaciones alcanzaran a más trabajadores para ayudarlos a conocer y prevenir los riesgos en la salud individual y colectiva.

“Muchas veces, en la polarización de los conflictos socioambientales, el mosquitero queda asociado como el malo, el que va con el mosquito y fumiga, cuando son personas que en realidad están trabajando y están ellos mismos participando en toda esa cadena. A veces se estereotipan mucho los roles” señala Evia.

Las palabras importan

La antropóloga encontró que el término “plaguicida” no se usa “cotidianamente” entre los trabajadores. Para referirse a ellos de forma genérica se opta por los términos “productos”, “productos químicos” y “agroquímicos” en menos casos. La palabra “venenos” se usa de forma “muy generalizada”, pero “su alcance no es homogéneo”. “Mientras que, para algunos, ‘venenos’ incluye los distintos tipos de plaguicida, para otros, se limita a los insecticidas”, resalta. Sin embargo, la palabra ‘fitosanitarios’ es empleada por los técnicos, como ingenieros agrónomos o funcionarios del MGAP, no por los trabajadores.

La otra forma de referirse a los plaguicidas que registró Evia se relaciona con su función. Por ejemplo, “matayuyo”, para “quemar el campo” o “cura para la lagarta o la chinche”. “El término ‘quemar’ el campo o las malezas se refiere a la función de los herbicidas de desecar plantas y los términos ‘cura’ y ‘tratamiento’ refieren a la aplicación de insecticidas y su función de eliminar los insectos considerados dañinos para los cultivos”, desarrolla.

A su vez, la investigadora observó que una misma persona podía utilizar los términos ‘veneno’ y ‘tratamiento’ o ‘cura’, pero en “distintos contextos enunciativos”. “Esto puede ser interpretado como una representación ambivalente sobre las funciones y efectos de los plaguicidas, que son tanto necesarios para proteger y curar los cultivos como potencialmente tóxicos y hasta mortales”, añade.

Además, la autora contó que existe “una representación popular compartida de que el trabajo con los ‘venenos’ en la fumigación es para poco tiempo”. “Te habla de un saber de que, tarde o temprano, va a causar un daño en la salud. Varias personas me llegaron a decir que hay que trabajar hasta tres año y que después ‘hay que desintoxicarse’. Todo esto no proviene del saber biomédico, sino que es parte de saberes populares que se van compartiendo. Si hay que desintoxicarse, significa que hay una representación de que uno se va intoxicando”, afirma.

Este último punto va de la mano de una de las principales conclusiones de su trabajo: “Los resultados indican que sus conocimientos combinan e integran saberes populares y corporales con saberes expertos que son apropiados y resignificados en una clasificación popular de peligrosidad de plaguicidas”. Cada vez es mayor la evidencia de la necesidad de escuchar a las comunidades.

La necesidad de políticas públicas

En el trabajo se plasma que algunos productos fueron identificados especialmente como “fuertes” o “bravos”. Cuando se les preguntó la razón, “las respuestas solían tener base en ejemplos de productos concretos”. Se referían a ellos según su función, nombres comerciales o principios activos.

Por ejemplo, fueron clasificados como “bravos” o “fuertes” por los trabajadores productos que contenían los principios activos clorpirifós, endusolfán o cipermetrina, mientras que el glifosato fue visto como “no fuerte”.

Los criterios de la clasificación se basaron en diferentes tipos de saberes. Por ejemplo, los productos considerados sin olor son “percibidos como menos peligrosos” y “manejados con menos precauciones, tanto en lo que refiere a la exposición personal como a las posibles consecuencias sobre terceras personas y el ambiente”. En el artículo se cita a un trabajador que expresa: “El glifosato, en sí te digo que están diciendo en la tele que es uno de los más cancerosos y uno lo tiene como que es el más suave, ¿no? O sea... prácticamente no tiene olor, casi que... es herbicida”.

Por otra parte, los plaguicidas en estado gaseoso, según se plasma en el trabajo, son observados como “muy peligrosos, porque se considera que ‘el gas’ ingresa al cuerpo mediante las vías respiratorias y que incluso puede ‘penetrar’ los equipos de protección personal o la maquinaria, quemando el cuerpo o las vías respiratorias”. Se sostiene que “la experiencia previa de exposición, los modos sensoriales de atención y el conocimiento personal” tienen como respuesta “prácticas preventivas específicas” para prevenir los daños.

Evia sostiene que estos resultados “encienden una señal de alerta sobre la necesidad de fortalecer las políticas de prevención de la exposición a esta sustancia”, ya que “sigue siendo percibida como poco peligrosa”.

También halló que se concibe a los insecticidas como más peligrosos que los herbicidas. “La explicación para esto es que los primeros están diseñados para matar insectos, en oposición a los herbicidas, que sólo son para ‘quemar pasto’”, dice Evia, señalando además que eso coincide con otros estudios realizados en América Latina, algo que podría estar vinculado a “concepciones ontológicas que acercan a los humanos más a los insectos que a las plantas”, resalta.

Con respecto a las etiquetas de los productos, notó que la escala numérica de la clasificación de toxicidad aguda de la OMS resulta “contraintuitiva” para los trabajadores: “Genera confusiones sobre que el número más alto corresponde a un mayor grado de peligrosidad”, destacó, cuando en realidad es al revés: un producto de toxicidad Clase I es mucho más peligroso que uno de Clase IV. “Desde los saberes populares se retoman categorías provenientes de los saberes técnicos, como por ejemplo las bandas de color asociadas a las categorías de toxicidad aguda presentes” en las etiquetas.

Si pudieran elegir, no estarían fumigando

“Todos me dijeron que si pudieran elegir, preferirían no estar fumigando. La fumigación es vista como un trabajo que hay que hacer, pero no es lo que elegirían”, comentó Evia.

Se le preguntó si se encontró con trabajadores que prefirieron no participar en entrevistas. “Claro, un montón, y también puedo respetar eso. Me interesa establecer un diálogo, poder conversar, conocer las preocupaciones, pero también a veces hay ciertos silencios que quieren ser contenidos. Tiene que ver con relaciones de poder, dominación y presión. De cosas que uno va y puede investigar o salir una nota en la prensa, pero después hay vínculos estructurales en el territorio que continúan, y alzar la voz o hacer ciertas denuncias en ciertos momentos puede terminar perjudicando”.

Insiste con que el abordaje desde la epidemiología sociocultural “trasciende la dimensión biomédica de la enfermedad”, y busca entender “los procesos sociales y culturales que son parte de ese proceso de salud-enfermedad y padecimiento colectivo”. “No es que pasa un problema y enseguida se denuncia. Hay todo un camino entre lo que pasa y lo que llega a ser denunciado, todo un iceberg. Con el tiempo, estando y hablando, vas como intentando armar un poco esa trama de lo que está en ese iceberg, de lo que no se ve tanto”.

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