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Arturo Carrera, durante una lectura colectiva de poetas en el Teatro Solís.

Foto: Nicolás Celaya

Vienen vates

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Arturo Carrera y Osvaldo Aguirre, dos líneas de la poesía argentina.

Uno fue protagonista del empuje vanguardista de la poesía porteña en los años 70; el otro se vinculó a la fiebre de publicaciones literarias que se propagó en la vecina orilla una década después. Arturo Carrera (Coronel Pringles, 1948) y Osvaldo Aguirre (Colón, 1964) pasaron por Montevideo recientemente, como parte del Festival Eñe el primero y como invitado de la actual Feria del Libro el segundo. Ambos, además, han editado recientemente sendos poemarios en Uruguay a través de la colección Nomeolvides de la editorial Hum. Aquí, una entrevista con Carrera y una reseña de Campo Albornoz, de Osvaldo Aguirre.

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Editar

-Quería invitarte a que pensáramos en tres libros. Para el primero remontémonos a 1983, cuando salió tu libro Arturo y yo, pensemos en la autoficción, la autobiografía, la niñez como espacio por fuera de las convenciones de la lengua y el mercado.

-Bueno, no es fácil lo que me propones. Arturo y yo fue para mí un punto de inflexión. Entre una obra constituida por Escrito por un nictógrafo [1972], Momento de simetría ][1973], Mi padre [1985], y sobre todo La partera canta [1982], que fueron considerados libros de un período que se llamó en Argentina y en Latinoamérica el neobarroco. Cuando salió Arturo y yo, con una escritura más simple, más sencilla (yo mismo me sorprendí de estar escribiéndolo), fue como una sucesión de pequeñas escenas, películas, situaciones vividas en relación con eso que precisamente vos decís, la idea de un campo metafórico (porque ni siquiera está pensado como un campo real), habitado por niños y sus travesuras, las relaciones que se establecen entre el sujeto narrador, que es una especie de Arturo, después un doble que es Arturito, y los niños. Traté de tomar dos cosas fundamentales. El tema de la disonancia, y eso está representado en la tapa del libro en su primera edición y en algunas otras en las que se retoma el tema, representado a partir de un cuadro de Fonstuck (un pintor extraordinario, maestro de Paul Klee), que pinta una enorme serie de faunos, donde un faunito muy chiquito está tocando una flautilla de pan y el fauno más grande, que está al lado, se está tapando los oídos y riendo. Entonces esa doble captura del autor que escribe que sería el fauno que...

-¿El fauno como un ser por fuera de la moral?

-No sé si por fuera de la moral... pero sí la risa, el juego, y la burla en el sentido en que está en juicio el tema del poeta en su majestad, el mayestático, el autor en su celebridad, y está ese Arturito, que es un poco el personaje de todo el libro, y al cual los niños le hacen cosas, le escupen la yerba del mate sobre la libretita que escribe. También hay poemas en el libro que juegan con un tono un poco irónico quizá, que juegan con Platero y yo, incluso en la primera solapa que decía: “Arturo es peludo, suave, tan blando por fuera que parece todo de algodón”, y luego la idea del sencillismo literario en Argentina y en Latinoamérica, sobre todo el sencillismo de Baldomero Fernández Moreno. Hay títulos como Crepúsculo argentino, o La vaca Rosilla, poemas que evocan ese mundo pero pasan a un registro totalmente diferente. Me empecé a ocupar de algo que quizá provino de una lectura intensiva de un lugar muy solitario en el que yo estaba escribiendo, una especie de estancia donde me habían invitado a escribir y generalmente me invitan en los veranos, algunos lugares de amigos... y la gente cree que yo soy un estanciero por ese motivo [ríe], me dicen “vos con tus campos”; no, no, yo voy a celebrar ese paisaje, esa prueba, como decía Juan L Ortiz, “esa prueba de soledad frente al paisaje”. Estaba haciendo esa prueba ahí y encontré en la biblioteca del dueño de casa un libro de Whitman, Hojas de hierba, y ahí me pareció interesante comprobar cómo estaba escrito. Algo había leído en un estudio de Pavese sobre la obra de Walt Whitman. Pavese dice que está constituido como una suma de historietas, como una suma de pequeños relatos, de escenas fugitivas que van armando el libro. Es sabida la cuestión del tema celebratorio, universal, casi mesiánico de la obra de Whitman, no era eso lo que me interesaba, sino el sistema rítmico y el verso, el llamado “verso libre”...

-¿Con respecto a esa prueba de soledad frente al paisaje, Pringles sería como un no-lugar? En otra entrevista dijiste que Pringles era una “utopía corpuscular”.

-Sí, elegimos ese lugar con amigos artistas, plásticos y escritores, para crear allí un centro [Estación Pringles] para que vayan escritores, poetas y traductores. La idea fue de Chiquita Gramajo, de crear un centro de traducción en una estación abandonada, y efectivamente ella inició los trámites y se hizo allí una cesión de bienes del Estado, nos dieron la estación por un tiempo. También tenemos la escuelita que está frente a la estación (que no funciona desde hace diez años) y la estamos usando para crear una residencia para cuatro poetas iberoamericanos que van a experimentar eso, “la prueba de soledad en el paisaje”. Van a hacer una experiencia de estar allí un mes, los cuatro juntos escribiendo, y al final de la experiencia se editará un libro, que va a salir por la editorial Mansalva. Se hará en noviembre de este año, en diciembre se recogerán los materiales, y en marzo se editará con el título Prueba de soledad en el paisaje, que es un homenaje a Juan L Ortiz: él decía que algunos espíritus necesitaban más la confrontación con el paisaje que con los colegas de la ciudad en que vivían, y que las respuestas que podían dar las piedras y el paisaje mismo podían ser más contundentes que lo que podían decir sus amigos o sus lectores cercanos.

-Hablábamos de la simpleza. Justamente, el neobarroco explota una gran intensidad, y quizá en tu obra esto se resuelve desde otro lugar, quizá en la textura, pero no tanto en la sintaxis.

-Yo decía siempre que era un barroco de la simplicidad en mi segunda época, para nada me aparté de la idea del neobarroco, para mí fue un efecto temporal. No definir el neobarroco es interesantísimo, allí reside el origen de su sentido, su no definición, no integrar sectas de gente que se asocie o se afilie, es una entidad flotante, más pulviscular, como decía Ítalo Calvino. Por eso digo que nuestras creaciones ahora son corpusculares, estamos pidiendo eso. En esa topía que puede ser el lugar donde uno nace, pero donde efectivamente están todos nuestros vínculos, como decía Cesare Pavese, “es el lugar donde todo sucede”, el lugar donde “las cosas suceden de una vez y para siempre”, y eso lo refería a la infancia. Esto lo he tomado como un eslogan.

-Y en Potlach [2004] también trabajas sobre esto.

-Trabajo más el tema del dinero en la infancia, algo para mí fascinante: pensar los rasgos sociológicos, simbólicos y profundamente culturales que tiene el dinero en la infancia. Por otro lado, me di cuenta de que esto no solamente estaba en la infancia de un niño sino en la infancia del mundo: los primeros poemas se escribieron en monedas. En Potlach está todo eso, desde los primeros momentos en que en la escuela nos hacían ahorrar en estampillas y empezó el primer corralito, porque después ese ahorro desapareció, esos bienes pasaron al Estado... Toda esa cosa peronista del ahorro, la Caja Nacional de Ahorro Postal y las monedas con la cara de Evita formaron un libro que me sorprendió a mí mismo...

-Lo refieres como un “apagón de sentido”.

-Cuando somos niños las cosas vienen como de un mandato superior, no se sabe de dónde, uno trata de explicar las cosas y no puede. Siempre estuve fascinado con la idea de ver las novias, porque mi madre murió muy jovencita, en el año de haberse casado, y me contaban que la habían sepultado con su vestido de novia. Para mí es una cosa absolutamente bizarra, siempre me marcó. Entonces yo iba con mis amiguitos de la escuela a ver las novias que salían de la iglesia. En aquel momento todavía existía el ritual por el que el padrino de la boda salía y les tiraba monedas a los niños del atrio, entonces nosotros íbamos a juntar esas monedas... y de paso yo me miraba a la novia. Un día que fui a la iglesia, cuando estaba juntando las monedas, el padrino me pisó el dedo meñique y me lo aplastó, y fue un escándalo porque llegué llorando a mi casa, mi abuelo quiso salir a trompear al padrino porque en un pueblo pequeño esas cosas... Esto, que se me había olvidado, después de muchos años su recuerdo dio origen a mi libro Potlach.

-Y viniste a presentar Fastos en Montevideo.

-Fue una experiencia muy linda armar este libro. “Fasto” es lo contrario de “nefasto”, por lo tanto es la idea de la felicidad de un día o de una fecha especial. Yo acá reuní tres momentos, el momento de la escuela colocado por un breve epígrafe que dice “el zapatito me aprieta, las medias me dan calor, la vecinita de enfrente me tiene loco de amor”, porque era el primer versito que aprendíamos a recitar de chicos... No es el caso de ustedes que miran en la web otra cosa [ríe]. En la tercera parte puse un acontecimiento muy importante que fue la gran nevada que hubo el 9 de julio de 2007 en Buenos Aires, que fue impresionante. Fuimos con mi hija a sacar fotos de esa gran nevada y cuando las pasamos a la compu se borraron. Yo le prometí que iba a escribir un librito tratando de recordar cada foto, entonces salió esto que se llama Fasto de la gran nevada.

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